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Yuri Gligoric: joven poeta, de veintidós años, recién llegado de cosechar manzanas en Oregón, y antes de eso había sido camarero en una gran hostería rústica para turistas; un yugoeslavo alto, delgado, rubio, buen mozo, muy atrevido y sobre todo ansioso de causarnos impresión, a mí, a Adam y a Carmody, sabiendo perfectamente que constituíamos una antigua y reverenciada trinidad; deseando, naturalmente, en su calidad de joven poeta inédito y desconocido pero muy genial, destruir los grandes dioses ya establecidos y colocarse en su lugar; deseando por lo tanto conquistar sus mujeres, también, sin inhibiciones ni tristezas, todavía, por lo menos. Me gustaba; yo lo consideraba como un nuevo «hermano menor» (como lo habían sido antes Leroy y Adam, a quienes yo les había enseñado diversas estratagemas literarias), y ahora haría lo mismo con Yuri, y él sería mi amigo del alma y vendría a todas partes conmigo y con Mardou; su amante, June, lo había abandonado; él la había tratado mal, y ahora quería que regresara a su lado, pero ella ya había encontrado otro en Compton; por eso yo sentía cierta simpatía por él, le preguntaba cómo andaban sus cartas y sus llamadas telefónicas a Compton, y más importante todavía, como digo, por primera vez le había dado por mirarme y decirme «Percepied, tengo que hablar contigo, de pronto he sentido la necesidad de conocerte realmente». En broma, un domingo, mientras bebíamos en el Dante, yo había dicho «Frank desea a Adam, Adam desea a Yuri», y Yuri había agregado «Y yo te deseo a ti».

En efecto, así era, en efecto. Al atardecer de ese melancólico domingo de mi primer doloroso amor por Mardou, después de pasear un rato por el parque con los muchachos, como habíamos convenido, me arrastré nuevamente a casa, a trabajar, a la cena del domingo, culpable porque llegaba tarde, y encontré a mi madre de mal humor; había estado sola todo el fin de semana, sentada en un sillón, con el chai sobre los hombros… Mis pensamientos ahora se dirigían todos hacia Mardou; no creía que tuviera la menor importancia nada de lo que yo le había dicho al joven Yuri, no solamente «Soñé que estabas haciendo el amor con Mardou», sino también lo que le dije en un bar mientras nos dirigíamos hacia el parque, porque Adam había querido ir a llamar a Sam, y los demás nos sentamos para esperarlos, bebiendo jugo de lima: «Desde la última vez que hablamos, me he enamorado de esta muchacha Mardou», una información que él aceptó sin comentarios; espero que todavía la recuerde, y sin duda es así.

Y ahora mientras estaba meditando y meditando, siempre acerca de ella, evaluando los preciosos momentos felices que hemos pasado juntos y de los cuales hasta ahora siempre he eludido el recuerdo, tuve ocasión de efectuar una comprobación de importancia siempre mayor: que Mardou es la única muchacha que yo haya jamás conocido capaz de comprender realmente la música bop, y capaz de cantarla; una vez me había dicho, aquel primer día cuando estábamos acurrucados a la luz de la bombilla roja en casa de Adam: «Cuando me dio el ataque, oía el bop en los aparatos automáticos y en el Red Drum, y en cualquier parte que lo oyera, con un sentido completamente nuevo y distinto, que por otras parte no podría explicar fácilmente.» «Pero, ¿a qué se parecía?» «Ya te digo que no lo puedo describir; no solamente mandaba ondas, me atravesaba… no puedo, te digo, reproducirlo, decirlo con palabras, ¿comprendes? Uu di bii di dii», y cantaba unas cuantas notas, con tanta gracia. La noche que íbamos de prisa por Larkin, y pasamos delante del Blackhawk, a decir verdad también venía Adam con nosotros, pero nos seguía y escuchaba, íbamos con las cabezas juntas, cantando locos coros de jazz y de bop, a ratos, y fraseaba y hacía acordes en verdad muy interesantes por su modernismo, muy atrevidos (algo que yo no había oído nunca en ninguna parte y que se parecía un poco a los acordes modernos de Bartok, pero eran adecuadísimos al bop) y en otros momentos ella hacía sus acordes mientras yo me encargaba del bajo, en la antigua grandiosa leyenda (nuevamente la leyenda de la fantástica tarde de sillón-cama que no creo que nadie pueda comprender jamás), antes yo había cantado bop con Ossip Popper, habíamos grabado discos, yo siempre haciendo el zum zum del bajo y él el fraseo (tan parecido, como ahora compruebo, al fraseo bop de Billy Eckstine); los dos íbamos del brazo, avanzando a grandes pasos por la calle Market, la flor de la flor de California, cantando bop y bastante bien además; la felicidad de nuestro canto, especialmente porque regresábamos de una espantosa reunión en casa de Roger Walker a la cual (porque así lo había dispuesto Adam, con mi consentimiento) en vez de un grupo normal sólo habían asistido muchachos, y todos ellos invertidos, incluyendo un jovencito prostituto, mexicano, y Mardou en vez de sentirse incómoda se había divertido y conversado con todos; en fin, corríamos hacia la parada de autobús de la calle Tercera, para regresar a casa, cantando alegremente…

La vez que leímos juntos a Faulkner, yo le leía Caballos overos en voz alta, cuando llegó Mikc Murphy ella le dijo que se sentara y escuchara, mientras yo seguía leyendo, pero ahora todo era distinto, yo ya no podía leer como antes y no quise continuar; pero al día siguiente, en su melancólica soledad, Mardou se pasó el día leyendo un volumen de obras selectas de Faulkner.

La vez que fuimos a ver una película francesa, y vimos Los bajos fondos, con las manos juntas, fumando, sintiéndonos cerca uno del otro; aunque en la calle Market no me permitía que le diera el brazo porque no quería que la gente de la calle pensara que era una cualquiera, lo que sin duda parecía, pero yo me enojé mucho, aunque le solté el brazo y seguimos adelante, yo quería entrar en un bar para tomar una copa, y ella tenía miedo de todos esos hombres con sombrero alineados detrás del mostrador, ahora advertía en ella ese temor que sienten los negros ante la sociedad de los Estados Unidos, del cual siempre me estaba hablando, pero que era palpable en la calle, lo que nunca me importó nada; yo trataba de consolarla, de hacerle comprender que conmigo podía hacer lo que quisiera, «En realidad, querida, un día seré una persona famosa y tú serás la digna esposa de un hombre famoso, de modo que no debes preocuparte», pero ella me contestó: «No comprendes nada», con su miedo de muchacha tan gracioso, tan comestible; yo no insistí, y nos fuimos a casa, a nuestras tiernas escenas de amor, juntos en nuestra penumbra secreta y propia…

Para decir la verdad, ésa fue la ocasión, una de esas hermosas ocasiones en que no bebimos, o mejor dicho no bebí nada, y nos pasamos la noche juntos en la cama, esta vez contándonos cuentos de fantasmas, los pocos cuentos que yo todavía recordaba, luego inventamos otros, y al final terminamos haciéndonos muecas de loco y tratando de asustarnos mutuamente, poniendo los ojos en blanco; y ella me explicó que uno de sus ensueños de la calle Market se relacionaba con la idea de que ella era en realidad una catatónica («Aunque en esa época yo no sabía todavía lo que quería decir esa palabra, pero de todos modos caminaba toda tiesa, con los brazos rígidos y colgantes, y te juro que ni un alma se atrevía a hablarme y algunos hasta tenían miedo de mirarme; pasaba por las calles como una aparición, y apenas tenía trece años»). (¡Oh, alegre resoplido de sus dientecitos! Veo sus dientes salientes, le digo con voz seria: «Mardou, tienes que hacerte una limpieza en seguida de esos dientes, en el mismo hospital adonde vas por el psicoanalista, haz que te revise un dentista, no cuesta nada de modo que puedes hacerlo…», porque advierto principios de congestión en la base de sus dientecitos, lo que siempre termina en caries.) Y ella me pone cara de loca, con las facciones rígidas, los ojos que brillan, brillan, brillan como las estrellas del cielo, y en vez de asustarme me quedo como deslumhrado por su belleza y digo: «Y también veo la tierra en tus ojos, eso es lo que pienso de ti, posees una especie de belleza muy especial, no es que yo tenga la manía de la tierra y de los indios y de todo eso, ni que quiera pasarme la vida hablando de ti y de mí pero veo tanto calor en tus ojos, la verdad es que cuando te haces la loca no advierto ninguna locura en ti sino alegría, alegría, y una especie de picardía infantil, y te amo, la lluvia repicará sobre nuestros aleros algún día, amor mío», y apagamos la luz para encender una vela, así nuestras locuras resultan más cómicas y los cuentos de fantasmas dan más miedo. Pero ¡ay!, todo eso ya ha pasado, no hago más que recordar los buenos momentos para olvidar mi dolor…

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