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Hablando de ojos, la vez que cerramos los ojos (tampoco esa vez habíamos bebido nada porque no teníamos dinero, la pobreza hubiera podido tal vez salvar este romance) y yo empecé a mandarle mensajes, «¿Estás preparada?» y, cuando veo la primera cosa en mi mundo de ojos cerrados, le digo que me la describa, es asombroso cómo coincidimos, alguna relación existía, yo veía arañas de cristal y ella veía pétalos blancos sobre un pantano negro, inmediatamente después de habernos mutuamente declarado las imágenes, lo que era tan asombroso como las imágenes exactas que nos transmitíamos con Carmody en México; Mardou y yo veíamos la misma cosa, alguna forma loca, alguna fuente, cosas que por mi parte he olvidado, y en realidad poco importantes; nos reuníamos en mutuas descripciones de la visión, en la alegría y la dicha de este triunfo telepático nuestro, terminando donde se encuentran nuestros pensamientos en el blanco del cristal y los pétalos, el misterio; todavía veo el hambre feliz de su cara que devoraba la visión de la mía, me siento morir, ¡no me rompas el corazón, radio, con hermosas músicas, oh mundo! Y otra vez, a la luz de las velas temblorosas, yo había comprado un montón de ellas en el almacén, los rincones de nuestra habitación estaban en la sombra; su sombra desnuda y morena que se precipita hacia el lavabo después del amor -para eso usábamos el lavabo-, mi temor de comunicarle imágenes demasiado blancas en estas sesiones de telepatía, porque esto (en plena diversión) habría podido recordarle nuestra diferencia de raza, lo que en esa época me hacía sentir bastante culpable, aunque ahora comprendo que sólo era una gentileza amorosa más de mi parte. ¡Dios!

Los buenos momentos: cuando subimos a la parte más alta de Nob Hill, una noche, con el resto de una botella de Royal Chalice Tokay, dulce, sabroso, poderoso; las luces de la ciudad y de la bahía debajo nuestro, el triste misterio; allí sentados en un banco, amantes, detrás pasan personas solitarias; nos pasamos la botella, charlamos, ella me cuenta toda su pequeña adolescencia en Oakland. Es como París, es suave, sopla una brisa, la ciudad se muere de calor pero en las colinas siempre sopla el viento, y del olio lado de la bahía de Oakland (ay de mí, Hart Crane, Melville y todos vosotros poetas fraternos de la noche americana que alguna vez creí que sería mi altar de sacrificios y que ahora lo es pero a nadie le importa, ni nadie lo sabe, y por eso perdí mi amor, borracho, fastidioso, poeta); regresando por Van Ness hasta la playa del Parque Acuático, para sentarnos en la arena; al pasar junto a los mexicanos siento esa gran vivencia que he sentido todo el verano en las calles con Mardou, mi viejo sueño de querer ser vital, de vivir como un negro o un indio o un japonés de Denver o un portorriqueño de Nueva York se ha realizado, con ella a mi lado, tan joven, tan sensual, frágil, extraña, tan hipster, y yo con los blue jeans y un aire natural y los dos como si fuéramos tan jóvenes, digo «como si» por mis treinta y uno); la policía que nos dice que debemos retirarnos de la playa, un negro solitario que pasa dos veces a nuestro lado y nos mira; paseamos a lo largo del malecón, ella ríe al ver las locas figuras de la luz reflejada de la luna, que bailan como cucarachas sobre las aguas frescas, tersas y ululantes de la noche; olemos puertos, bailamos…

La vez que la acompañé, una mañana, amplia, suave y seca como la meseta mexicana o Arizona, a su cita con el psicoanalista en el hospital, por el Embarcadero, negándonos a tomar el autobús, tomados de la mano; yo iba orgulloso, pensando «En México la verán así, exactamente, y no habrá un alma que sepa que no soy un indio, santo Dios, y así será por mucho tiempo», y señalándole la pureza y la claridad de las nubes le digo: «Igual que en México, querida, ¡oh, verás cómo te gustará!», y subimos por la avenida llena de gente hasta el enorme hospital melancólico de ladrillos; hemos convenido que de allí me voy a casa, pero ella no se decide a dejarme, con una sonrisa triste, una sonrisa de amor, hasta que por fin cedo y acepto esperarla hasta que salga, porque su entrevista con el médico dura unos veinte minutos; la veo alegre y feliz precipitarse hacia la entrada que ya habíamos dejado atrás en nuestro vagabundeo indeciso, porque ya estaba a punto de renunciar a la visita al analista; hombres, amor, no se vende, mi premio, posesión, que nadie se entrometa, si no recibirá un golpe en el estómago, una bota alemana en la trompa, soy un canadiense con un hacha, clavaré a todos estos poetas insectos sobre alguna muralla de Londres, aquí mismo donde estoy, explicados. Y mientras espero que salga, me siento al lado del agua, sobre la grava casi mexicana, la hierba y las casas de apartamentos de hormigón armado; saco mi cuaderno de apuntes y describo con palabras difíciles la silueta del horizonte y la bahía, incluyendo una breve mención del hecho grandioso del inmenso universo total con sus infinitos planos, desde la Standard Oil arriba hasta el muelle abajo con las chabolas donde los viejos marineros sueñan la diferencia que hay entre hombre y hombre, la diferencia tan enorme entre las preocupaciones de los presidentes de compañía en sus rascacielos y los lobos de mar en el puerto y los psicoanalistas en sus salitas sofocantes dentro de inmensos edificios hoscos, llenos de cadáveres en la morgue del sótano y de locas en las ventanas; con la esperanza de inducir de este modo a Mardou a reconocer el hecho de que el mundo es inmenso y que el psicoanálisis no es más que un medio muy limitado de explicarlo, ya que solamente rasca la superficie, o sea análisis, causa y efecto, por qué en vez de qué; y cuando sale se lo leo, no le causa mucha impresión pero me ama, me da la mano mientras volvemos por el Embarcadero a casa, y cuando la dejo en la esquina de la Tercera y Townsend en medio de la tarde clara y cálida me dice: «¡Oh, qué rabia me da separarme de ti, realmente te extraño, ahora, cuando no estoy contigo!» «Pero tengo que volver a casa, para preparar la cena antes de que llegue mi madre, y escribir, pero querida vuelvo mañana, recuérdalo, a las diez en punto.» Y al día siguiente, en cambio, llego a medianoche.

La vez que nos pusimos a temblar mientras hacíamos el amor y ella me dijo «De repente me sentí perdida», y se perdió en efecto conmigo, aunque sin terminar, ella, pero frenética en mi frenesí (la obnubilación de los sentidos de Reich); y cómo le gustó; todas nuestras lecciones en la cama, le explico cómo soy, me explica cómo es ella, trabajamos, gemimos, cantamos bop; nos quitamos toda la ropa y nos arrojamos uno sobre el otro (y siempre su paseíto al lavabo, para colocarse el diafragma, mientras la espero conteniéndome y diciendo estupideces y ella se ríe y hace correr el agua) luego se me acerca atravesando el Jardín del Edén y yo extiendo los brazos y la hago acostar a mi lado en la cama blanda, atraigo hacia mí su cuerpecito y lo siento caliente, y más caliente todavía su parte caliente, beso sus pechos marrones, los dos, beso sus hombros amorosos; y mientras ella hace «ps ps ps» constantemente con los labios, ruiditos de besos aunque en realidad no existe ningún contacto entre sus labios y mi cara salvo cuando, por casualidad, mientras estoy haciendo alguna otra cosa, mi cara pasa junto a la suya y sus besitos «ps ps» hacen por fin contacto y son tan tristes y tan suaves como cuando no lo hacen; es su pequeña letanía de la noche; y cuando se siente mal y estamos preocupados, entonces me atrae hacia sí, sobre su brazo, sobre el mío; se pone al servicio de la loca bestia irreflexiva; me paso largas noches, muchas horas haciendo de todo, finalmente la poseo, rezo para que le venga, la oigo respirar cada vez más ansiosamente, espero sin esperanza, ya va a ocurrir, de pronto un ruido en el vestíbulo (o el ruido de los borrachos en el apartamento de al lado) la distrae y no consigue terminar y se ríe; pero cuando le viene entonces la oigo llorar, gemir, el tembloroso orgasmo eléctrico femenino la convierte en una niñita que llora, que gime en la noche, dura por lo menos veinte segundos, y cuando ya ha terminado se queja, «¡Oh, por qué no podrá durar un poco más!», y «¡Oh, cuándo te vendrá a ti al mismo tiempo que a mí!» «Pronto, me parece», le digo, «te estás acercando cada vez más», sudando contra ella en la triste cálida San Francisco con sus malditas viejas chabolas que mugen frente al puerto cuando llega la marea, vum, vuum, y las estrellas que titilan sobre el agua frente a la punta de la escollera donde uno se imagina que los pistoleros arrojan sus cadáveres dentro de bloques de cemento, o ratas, o La Sombra; mi pequeña Mardóu que yo amo, que no ha leído nunca mis obras inéditas, solamente la primera novela, que tiene bastante coraje pero escrita en una prosa bastante mediocre para decir la verdad, y ahora que la poseo, extenuado por el sexo, sueño con el día en que leerá las grandes obras que yo habré escrito y me admirará, recordando la vez que Adam dijo tan inesperadamente en la cocina de su casa: «Mardou, ¿qué piensas realmente de Leo y de mí como escritores, nuestra posición en el mundo, en el tiempo?», y se lo preguntaba sabiendo que sus ideas están en muchos sentidos más o menos de acuerdo con las de los subterráneos, que le inspiran admiración y temor, y cuya opinión aprecia con asombro; pero Mardou en realidad no contestó sino que eludió la pregunta, pero este viejo que vive en mí proyecta grandes libros famosos para dejarla atónita; tantos buenos momentos, tantas cosas maravillosas que vivimos juntos, y otras también que ahora en el calor de mi frenesí olvido, pero decirlas todas, todas, los ángeles las conocen todas y las registran en sus libros…

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