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Pero si los libros futuros no igualaran en intensidad a las dos novelas que le han dado fama, creo que ya se puede decir que bastarían estos dos, En el camino y Los subterráneos, para hacerle ingresar en la historia literaria, menos como un imitador de Joyce y de todos los demás iniciadores de la narrativa moderna que como aportador de un elemento, modesto si se quiere pero original y personal, al desarrollo de esa narrativa. En el camino quedará como el retrato más intenso y dramático de los beat calientes de la segunda posguerra americana, y Los subterráneos como el retrato igualmente intenso y vagamente satírico de los beat fríos de cinco años después (En el camino está ambientado en el 48, Los subterráneos en el 53). La intensidad alusiva v la capacidad evocadora de estas dos novelas son datos atestiguados de hecho por miles de jóvenes que se han reconocido en esas páginas y que a través de esas páginas se han comprendido a sí mismos y han entendido problemas que no habían sido capaces de formular por sí mismos; y esta realidad, a pesar de todo, me parece más vital que la complacencia erudita con la que críticos de muchas generaciones de más edad disertan sobre las eventuales imitaciones estilísticas o incapacidades estilísticas o groserías estilísticas de un autor obstinadamente considerado en relación a una cultura que no le pertenece y que, en último término, no le interesa.

Entre las más divertidas de estas disertaciones permanecerá quizás la del professor Elliot Gose, quien -sin bromear- relacionó a Kerouac con Baudelaire porque ambos son escritores y tienen una amante negra, basándose en las palabras de Leo Percepied, que en Los subterráneos dice: «Yo soy Baudelaire, y amo a mi amante negra e inclinado sobre su vintre escucho…» Por otro lado, el hecho mismo de que Kerouac cite estos nombres franceses, desde Baudelaire hasta Céline (de quien en Los subterráneos recuerda la «iluminación del moderno dolor personal»), debería suscitar entre los críticos algún tipo de suspicacias contra las comparaciones apresuradas: también Sherwood Anderson hablaba siempre de Balzac en sus libros; pero a nadie se le ocurriría tratar de establecer una auténtica relación entre dos autores lejanísimos, si no en el programa, sí al menos en la relación de ese programa. Bastante más significativa que la simple mención a algún escritor francés, casi introducida en el texto para hacer ostentación de cultura, me parece la larga explicación que el lector encontrará en Los subterráneos: «…mi percepción improvisa en 1948 que lo único verdaderamente importante es el amor, los amantes que caminan aquí y allá por el bosque de Arden del Mundo; agigantado aquí y a la vez minimizado, afilado, masculinizado en: a) orgasmo, b) los reflejos del orgasmo, c) no hay salud sin un amor sexual normal y sin orgasmo, pero no quiero exponer la teoría de Reich porque se puede leer en sus libros…»

Es una explicación que conduce de nuevo al interés fundamental de Kerouac, el de una realidad física, fisiológica, biológica, literalmente realizable sólo a través de una intensidad expresiva llevada más allá del control racional y a la vez fuera del mundo irracional. Esta realidad, que Wilhelm Reich señaló como única verdadera a una generación que considera a Freud uno de los más peligrosos «monstruos» modernos, es aceptada por los miles de jóvenes que se han reconocido en las páginas de Kerouac. Quizás de entre esos miles de jóvenes salgan algunos críticos que, pasadas unas generaciones, expliquen a los nuevos jóvenes los hallazgos estilísticos de Kerouac y la hostilidad con que iucron acogidos, repitiendo un destino tan antiguo como la historia del arte. O quizás no; quizás esos miles de jóvenes se olviden de los libros que han relatado sus inquietudes y su tragedia. No sé si es muy importante saberlo ahora. Lo que me parece que es ahora importante es leer estas composiciones modernas en el lenguaje del jazz, y disfrutar del contrapunto entre los beat calientes y los beat fríos y participar en su drama, que es el drama de toda una generación.

Fernanda Pivano Febrero de 1960

Los subterráneos

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En otros tiempos yo era joven y me orientaba tanto más fácilmente y podía hablar con nerviosa inteligencia sobre cualquier cosa, con claridad y sin preámbulos tan literarios como éste; en otras palabras, ésta es la historia de un hombre que no se tiene mucha fe, y al mismo tiempo la historia de un inútil egomaníaco y bufón de nacimiento… Empezar por el principio y dejar que la verdad vaya surgiendo, eso es lo que voy a hacer. Todo empezó una cálida noche de verano, ¡ay!, ella estaba sentada sobre un guardabarros con Julien Alexander que es… Será mejor que empiece con la historia de los jóvenes subterráneos de San Francisco.

Julien Alexander es el ángel de los subterráneos; «subterráneo» es un nombre inventado por Adam Moorad, poeta y amigo mío, que dijo: «Son hipsters sin ser insoportables, son inteligentes sin ser convencionales, son intelectuales como el demonio y saben lo que se puede saber sobre Pound sin ser pretenciosos ni hablar demasiado de lo que saben, son muy tranquilos, son unos Cristos.» Julien sí que es un Cristo. Aquel día pasaba yo por la calle con Larry O'Hara, viejo amigo mío de parrandas en San Francisco, ya que en otros tiempos, en mis largas, mis nerviosas y locas correrías, yo solía emborracharme todas las noches, y es más, me hacía pagar las copas por los amigos con una regularidad tan «genial» que ya nadie me hacía realmente caso ni se preocupaba por declarar que estoy progresando o que estaba progresando como escritor, cuando yo era joven; una costumbre muy fea beber gratis aunque por supuesto nadie se fijaba y me encontraban simpático y como dijo Sam: «Todos recurren a ti para cargar el tanque, muchacho, qué buena estación de servicio tienes» o algo por el estilo; el viejo Larry O'Hara, siempre tan bueno conmigo, un joven comerciante de San Francisco, irlandés y loco, con una trastienda balzaciana en la librería donde se fumaba marihuana y se charlaba de los buenos tiempos, de la banda del gran Basie, o de los días del gran Chu Berry; del cual hablaremos más adelante ya que ella tuvo algo también con él, porque con todos tenía que acostarse, por el hecho de conocerme a mí que soy nervioso y multiforme y de ningún modo tengo una sola alma -y ni un poco de mi dolor ha asomado todavía- ni de mi sufrimiento -¡ángeles, sostenedme!, ni siquiera estoy mirando el papel sino fijamente la penumbra vacía de la pared de mi cuarto y el programa de radio de Sarah Vaughan y Gerry Mulligan sobre el escritorio en forma de radio; en otras palabras, estaban sentados sobre el guardabarros de un coche delante del bar Black Mask de la calle Montgomery, Julien Alexander, el Cristo sin afeitar, flaco, juvenil, tranquilo, casi extraño, algo así habría dicho Adam, como un ángel apocalíptico o un santo de los subterráneos, por cierto estrella (ahora)-, y ella, Mardou Fox, cuya cara, cuando la había visto por primera vez en el bar de Dante a la vuelta de la esquina me había hecho pensar: «Demonios, tengo que hacer algo con esta mujerci-ta», y tal vez también porque era negra. Además tenía la misma cara de Rita Savage, una amiga de adolescencia de mi hermana, una muchacha con la que entre otras cosas yo solía soñar despierto, arrodillada entre mis piernas sobre el piso del baño, y yo sentado, con esos labios suyos especiales y frescos, y esos pómulos duros de india, protuberantes y suaves; la misma cara, pero atenazada, dulce, y un par de ojos brillantes, francos e intensos, ella, Mardou, estaba inclinada hacia adelante, diciéndole algo con extrema seriedad a Ross Wallenstein (amigo de Julien) inclinada sobre la mesita, exageradamente -«tengo que hacer algo con ella»-, y yo traté de dirigirle miradés picaras, miradas sensuales; pero a ella ni se le ocurría levantar la vista, ni siquiera verme. Debo explicar que yo acababa de dejar el barco en Nueva York, despedido antes de iniciar el viaje a Kobe (Japón) por unas complicaciones que había tenido con el contramaestre dada mi imposibilidad de mostrarme amable, y, para decir la verdad, humano y como una persona cualquiera, mientras desempeñaba mis tareas de cantinero de la tripulación (y no me podrán decir que no soy fiel a la verdad y concreto), una cosa muy típica en mí, me daba por tratar al primer mecánico y a los demás oficiales con una cortesía desconcertante, terminé por enfurecerlos a todos, querían que dijera alguna cosa, por lo menos que rezongara por la mañana cuando les servía el café, y yo en cambio me precipitaba silenciosamente, como sobre suelas de goma, para obedecer sus órdenes, y no les concedía nunca una sonrisa, o si la concedía era una sonrisa enfermiza, una sonrisa de superioridad, y todo por culpa de ese ángel de la soledad que tenía posado sobre el hombro cuando bajé por la calle Montgomery esa noche cálida y vi a Mardou sentada en el guardabarros con Julien, recordé de pronto: «¡Oh!, ahí está esa chica con la cual quiero tener un asunto, quién sabe si anda con uno de esos muchachos», oscura, apenas se la veía en esa calle poco iluminada, con los pies envueltos en las correas de unas sandalias de aspecto tan excitante que sentí deseos de besarlos, aunque no me imaginaba nada todavía.

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