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Los subterráneos estaban gozando de la cálida noche delante del Mask, Julien en el guardabarros, Ross Wallenstein de pie, Roger Beloit, el gran cornetista de bop, Walt Fitzpatrick, que es el hijo de un famoso director de cine y se ha criado en Hollywood en un ambiente de fiestas de Greta Garbo al amanecer y Chaplin cayéndose al entrar borracho, varias otras muchachas, Harriet la ex esposa de Ross Wallenstein, una especie de rubia con rasgos delicados pero sin expresión, con un vestido de algodón sencillo casi de ama de casa, pero de aspecto suave y dulce como un vientre. Debo hacer una confesión más, como tantas otras que tendré que hacer antes de terminar: soy cruda, virilmente sexual, no puedo contenerme y habitualmente mani fiesto propensiones libidinosas y lo demás, como sin duda les sucede a la mayoría de mis lectores varones; confesión por confesión, soy canadiense, no aprendí a hablar en inglés hasta los cinco o los seis años de edad, a los dieciséis hablaba con un acento horrible y en la escuela era un desastre aunque después me puse a jugar al basquet y si no hubiera sido por eso nadie se hubiese dado cuenta de que poseía alguna capacidad para hacer frente al mundo (falta de fe en mí mismo) y me habrían encerrado en un manicomio por alguna especie de inadaptación…

Pero será mejor que hable de Mardou (es tan difícil redactar una verdadera confesión y explicar lo que ocurrió cuando uno es tan egomaníaco que lo único que puede hacer es escribir párrafos larguísimos sobre pequeños detalles personales mientras los detalles espirituales importantes sobre las demás personas pueden esperar sentados); de todos modos, como decía, también estaba Fritz Nicholas, el líder titular de los subterráneos, y le pregunté (habiéndolo conocido la víspera de año nuevo en un elegante apartamento de Nob Hill sentado con las piernas cruzadas como un indio sobre una alfombra mullida, con una especie de camisa rusa blanca y limpia y una amiga loca estilo Isadora Duncan con una larga cabellera azul sobre los hombros fumando marihuana y hablando de Pound y de peyote) (flaco y también él como un Cristo, con una mirada de fauno, joven y serio y una especie de padre del grupo, como cuando de pronto uno lo veía en el Black Mask, sentado, con la cabeza echada hacia atrás y los ojitos oscuros que observaban a todos con un especie de lento y repentino asombro: «Aquí estamos, hijitos, y ahora qué, queridos», pero también loco por la droga, todo lo que le pudiera dar una buena sacudida le atraía, a cualquier hora, y muy intenso) le pregunté: «¿Conoces a esta muchacha, la negra?»; «¿Mardou?» «¿Se llama Mardou? ¿Con quién anda?» «Con ninguno en especial por el momento, en su tiempo éste ha sido un grupo incestuoso», me dijo, una frase bastante rara, mientras nos dirigíamos hacia su viejo Chevrolet 36 sin asiento trasero estacionado en la acera de enfrente, delante del bar, dentro del cual había dejado la marihuana que luego fumaríamos todos juntos, ya que le dije a Larry: «Oye, ¿dónde podemos conseguir marihuana?» «¿Y para qué fumar con toda esa gente?» «Me gustaría estudiarlos en grupo», dije, sobre todo porque estaba delante de Nicholas, para que así pudiera apreciar mi sensibilidad, ya que era un forastero para ellos y así pensarían que a pesar de todo, en seguida, etc, habiendo advertido cuánto valían – hechos, hechos, hace mucho que la dulce filosofía me abandonó, con la esencia de otros años ya olvidados -incestuosos- y finalmente integraba el grupo otra gran figura, que sin embargo este verano no estaba allí sino en París, Jack Steen, un hombrecillo muy interesante tipo Leslie Howard que caminaba (más tarde le imitó Mardou para divertirme) como un filósofo vienes con los niazos muertos colgando a los costados, largos pasos lentos y fluidos, hasta detenerse en la esquina con una pose imperiosa y suave -también él había tenido algo que ver con Mardou y como supe más tarde de la manera más extraña- pero ahora él significaba para mí una primera migaja de información con respecto a esta mujer con la cual yo trataba de tener algo, como si no hubiera padecido ya suficientes dolores de cabeza, como si otros amoríos anteriores no me hubieran enseñado su mensaje de dolor; seguía buscando, buscando de por vida…

Del bar salían montones de personas interesantes, la noche me producía una honda impresión; una especie de Marión Brando de pelo oscuro estilo Truman Capote con un hermoso efebo delgado o muchacha con pantalones de chico y estrellas en los ojos y caderas tan suaves que cuando se metía las manos en los bolsillos se advería el cambio, y oscuras piernas delgadas que terminaban en pies pequeños, y esa cara, y tras ellos un tipo con otra bella muñeca que se llamaba -el tipo- Rob y es una especie de soldado de fortuna israelí con acento inglés, de esos que uno, supongo, encuentra a las cinco de la madrugada en un bar de la Riviera bebiéndose todo lo que tienen delante de los ojos por urden alfabético con un montón de interesantes amigos pertenecientes a algún grupo loco internacional de juerga. Larry O'Hara me presentó a Roger Beloit (y no me parecía posible que ese jovencito de cara ordinaria que tenía delante fuera el gran poeta que yo había venerado en mi juventud, mi juventud, mi juventud, es decir, 1948, insisto en decir mi juventud) «¿Roger Beloit? Soy Bennett Fitzpatrick» (el padre de Walt), lo que provocó una sonrisa en los labios de Roger Beloit; y Adam Moorad que finalmente había emergido de la noche mientras la noche se abría…

De modo que nos fuimos todos a casa de Larry y Julien se sentó en el suelo delante de un diario abierto sobre el cual había volcado la marihuana (L.A. de mala calidad, pero bastante buena de todos modos) y empezó a liar los cigarrillos, o a «retorcerlos», como me había dicho Jack Steen, el ausente, el día de Nochevieja, y ése había sido mi primer contacto con los subterráneos, se había ofrecido para liarme un leño y yo le había contestado bastante fríamente. «¿Por qué? Yo me lío los míos», e inmediatamente una nube había atravesado su carita sensitiva, etcétera, y me odió -y por tanto me volvió la espalda toda la noche- cada vez que se le presentó la ocasión; pero ahora era Julien el que estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, era él el que preparaba los cigarrillos y todos hablaban como zumbando, conversaciones que por cierto no repetiré, salvo que era algo así como, «Estoy buscando este libro de Percepied… ¿quién és Percepied?, ¿no lo han reventado todavía?», y cosas por el estilo, o mientras escuchábamos a Stan Kenton que hablaba de la música del porvenir y oíamos a un nuevo tenor que estaba abriéndose camino, Ricci Comucca, y de pronto Roger Beloit dice, con una mueca de sus labios expresivos, delgados y purpúreos: «¿Y ésta es la música de mañana?», mientras Larry O'hara nos cuenta las habituales anécdotas de su repertorio. Al venir, en el Chevrolet 36, Julien, sentado a mi lado en el suelo, había tendido la mano y había exclamado: «Me llamo Julien Alexander, algo tengo, he conquistado Egipto», y a continuación Mardou le había tendido la manu a Adam Moorad y se había presentado diciendo, «Mardou Fox», pero no se le ocurrió hacerlo conmigo, lo que hubiera sido mi primer atisbo de la profecía de lo que sucedería después, de modo que tuve que darle yo la mano y decirle, «Me llamo Leo Percepied…» v, siempre buscamos a los que realmente no nos buscan, ella en realidad estaba interesada en Adam Moorad, ya que Julien acababa de rechazarla, fría y subterráneamente; a ella le interesaban los flacos, ascéticos, extraños intelectuales de San Francisco y Berkeley, y no los vagos corpulentos paranoicos como yo, que viajaban en barcos y en trenes y escribían novelas y todas esas cosas odiosas que en mí son tan evidentes para mí y por lo tanto también lo serán para los demás; aunque sin ver, tal vez porque era diez años más joven que yo, ninguna de mis virtudes que de todos modos hace tiempo han quedado sumergidas bajo años de drogas y de desear morir, renunciar a todo y olvidarlo todo, morir en la estrella oscura: fui yo quien le di la mano a ella, no ella, ¡ah, qué tiempos!

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