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Jack Kerouac

Los subterráneos

Los subterráneos - pic_1.jpg

Traducción de J. Rodolfo Wilcock

Título de la edición original: The Subterraneans

Traducción del texto de Fernanda Pivano: Ignacio Martínez de Pisón

PRÓLOGO

Es posible que nuestra prosa no se recobre jamás de lo que le ha hecho Jack Kerouac. Amante apasionado del lenguaje, sabe cómo utilizarlo. Siendo un virtuoso nato disfruta desafiando las leyes y los convencionalismos de la expresión literaria que estorban la auténtica comunicas, sin trabas entre el lector y el escritor. Tal como él mismo ha dicho en su artículo «Los principios fundamentales de la prosa espontánea», [1]* «procura primero satisfacerte a ti mismo, que luego el lector no podrá dejar de recibir la comunicación telepática y la excitación mental, pues en su cerebro actúan las mismas leyes que en el tuyo». Y es tan íntegro que, a veces, parece estar actuando en contra de sus propios principios. Sus conocimientos, en modo alguno superficiales, aparecen en sus escritos como si tal cosa ¿Importa? Nada importa. Desde un punto de vista auténticamente creativo, todo da lo mismo, todo importa y nada importa.

Pero nadie puede decir de él que sea frío. Es cálido, esta siempre al rojo vivo. Y si está alejado, también está cerca muy próximo, como si se tratara de un hermano, de un alter ego. Está ahí, está en todas partes, es el señor Todo-el-mundo. Observador y observado a la vez. «Es un amable, inteligente y doliente santo de la prosa», como dice de él Ginsberg.

Suele decirse que el poeta, o el genio, se adelanta a su propia época. Es cierto, pero solamente debido a que también es un ser profundamente de su época. «¡No os detengáis!», nos va diciendo. «Todo esto ya ha ocurrido antes millones de veces.» («Siempre adelante», decía Rimbaud.) Pero los que se resisten a cambiar no entienden esta clase de palabras. (Todavía andan rezagados en relación con Isidore Ducasse.) ¿Qué hacen, pues? Le derriban de su alta percha, le matan de hambre, de una patada le hunden los dientes en la garganta. A veces son menos misericordiosos incluso: hacen como si el genio no existiera.

Todos los temas acerca de los cuales escribe Kerouac -esos personajes fantasmagóricos, obsesivamente ubicuos, cuyos nombres se pueden leer del revés; todas esas encantadoras visiones nostálgicas, íntimas y grandiosamente estereoscópicas de los Estados Unidos; todos esos paseos de pesadilla en góndola y en coche- así como el lenguaje que utiliza (algo así como el estilo Gautier pero en negativo) para describir sus visiones «terrenocelestiales», todas esas extravagancias desmesuradas, tienen una estrecha relación con maravillas tales como El asno dorado, el Satiricen y Pantagruel, y esto es algo que no pueden dejar de percibir ni siquiera los lectores de Time y Life, de las Selecciones del Reader's Digest, y los tebeos.

El buen poeta, o en este caso «el prosista bop espontáneo», siempre está atento al son de su época: el swing, el beat, el ritmo metafórico disyuntivo que brota tan veloz, tan alocada, tan peleonamente, y de forma tan increíble y tan deliciosamente salvaje, que nadie llega a reconocerlo una vez transcrito en el libro. Mejor dicho, sólo lo reconocen los poetas. Kerouac «lo ha inventado», dirá la gente. Con lo cual estarán insinuando que no es real. Lo que la gente tendría que decir es: «Este sí que ha sabido pillarlo». El lo ha pillado, lo ha cultivado, lo ha sabido escribir. («¿Lo pillas tú, Nazz?»)

Cuando alguien pregunta: «¿De dónde saca todo eso?», la respuesta es: «De ti.» No hay que olvidar que Kerouac se ha pasado toda la noche despierto, escuchando con los ojos y las orejas. Toda una noche de mil años. Lo oyó en el útero, lo oyó en la cuna, lo oyó en la escuela, lo oyó pegando la oreja a la pared de la bolsa de la vida, allí donde un sueño vale oro. Y, además, ya está casi harto de oírlo. Quiere dar un nuevo paso adelante. Quiere reventar. ¿Vais a dejar que lo haga?

Esta es una época de milagros. Los días del asesino loco han quedado atrás; los maníacos sexuales están ahora en el limbo; los atrevidos artistas del trapecio se han roto el cuello. Estamos en una época de prodigios, en la que los científicos, con la ayuda de los sumos sacerdotes del Pentágono, enseñan gratuitamente las técnicas de la destrucción mutua pero total. ¡Progreso! El que sea capaz, que lo convierta en una novela legible. Pero si eres un comedor de muerte no me vengas con literaturas. No nos vengas con literatura «limpia» y «sana» (¡sin lluvia radioactiva!). Deja que hablen los poetas. Puede que sean «beat», pero, como mínimo, no montan a caballo de un monstruo cargado de energía atómica. Creedme; no hay nada limpio, nada saludable, nada prometedor en esta época de prodigios; nada, excepto seguir contando lo que pasa. Kerouac y otros como él serán probablemente los que tengan la última palabra.

Big Sur, California

Henry Miller

INTRODUCCIÓN

Hace algún tiempo apareció en América un libro muy divertido titulado The In and Oul Book, una especie de prontuario para la gente á la page: estar in significa hacer las cosas adecuadas y estar oul significa hacer las cosas equivocadas. A propósito de la beal generation dice el libro: «Es Out decir que la beal generation es Out; pero la beal generation es Out».

No cabe duda de que la enorme campaña publicitaria llevada a cabo en América en torno al fenómeno de los beal ha perjudicado su movimiento del mismo modo que, en su momento, los fotógrafos desfloraron el mito de Marilyn Monroe a fuerza de inundar las revistas ilustradas con su imagen. Pero lo más curioso de esta saturación es que todos lo saben todo sobre ellos y que ya nadie tiene ganas de oír hablar de ellos, a pesar de que son poquísimos los que se han tomado la molestia de leer sus libros y sus poemas: por lo general el público se ha conformado con repetir los lugares comunes de la propaganda o los prejuicios y descuidos históricos de cierta crítica conservadora.

Los lugares comunes de la propaganda afectan sobre lodo a los beal en los aspectos más exteriores de su vida; y dado que estos aspectos están en continua transformación desde hace ya quince años, desde que el movimiento naciera, más que hacer una reconstrucción histórica de sus orígenes quisiera dirigir la atención hacia el escritor Jack Kerouac, autor de este Los subterráneos pero autor también de otros seis libros. Es el creador de la definición beat generation y es él quien distinguió las nuevas costumbres en cuanto aparecieron en América, recién acabada la guerra; en realidad es él quien las inventó en el acto mismo de distinguirlas y de describirlas más tarde en sus libros, ofreciendo un modelo de vida a la generación siguiente. Su función en la historia de la cultura americana presenta bastantes similitudes con la de Fitzgerald, quien también distinguió y recreó unas costumbres, y se convirtió en guía de la generación de la primera posguerra, la célebre lost generation. Durante un decenio los jóvenes se comportaron, pensaron y vivieron como Fitzgerald y los héroes de sus libros; y a su alrededor se formó pronto un séquito de imitadores que hizo las funciones de «grupo». La generación de esta posguerra se llamó beat, y sus guías y héroes fueron Jack Kerouac y Alien Ginsberg.

Por eso hablar de los escritores beat (los auténticos, los que dieron origen al movimiento) como de escritores de vanguardia hace sonreír: su figura pertenece ya a la historia de la cultura americana. Por lo demás, la vanguardia cultural americana está constituida desde hace unos años por el new dada, un movimiento de fondo anárquico pero de carácter europeo que tiene a sus exponentes más importantes en los compositores (John Cage, por ejemplo), en los escultores (Stankiewicz y Nevelson, por ejemplo), en los pintores (Rauschenberg, por ejemplo). Igual que los beat «calientes» de principios de la posguerra eligieron como uniforme los téjanos, las grandes cazadoras de piel y las sandalias, e igual que los beat «fríos» que se les sumaron en la Costa Oeste prefirieron como divisa prendas muy serias, oscuras y bien cortadas, con camisa azul y corbata negra, también los new dada han adoptado un uniforme; con cuellos almidonados (en homenaje a los viejos dada), brillantina en el cabello y ligeros zapatos franceses, frecuentan la alta sociedad y se comportan como snobs sin remedio. Los beat les detestan, por falsos y parásitos; y sin embargo el Museo de Arte Moderno de Nueva York ha tomado el asunto lo bastante en serio como para organizar una exposición, titulada Sixteen Americans, en la que precisamente están presentes diez artistas beat y seis new dada.

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[1] The Evergreen Review, Nueva York, Vol. 2 n." 5.

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