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– Pero yo creo que en ese paquete no hay bastante comida.

– Sí la hay, el agua la hincha.

– ¿Llevamos vino?

– No, allá arriba no va bien, en cuanto estás a gran altura no sientes necesidad de alcohol.

No le creí, pero no dije nada. Pusimos mis cosas en la bicicleta y atravesamos el campus hasta casa de Japhy empujando la bici por la acera. Era un claro y frío atardecer de las mil y una noches y la torre del reloj de la Universidad de California era una limpia sombra oscura destacándose sobre un fondo de cipreses y eucaliptos y todo tipo de árboles; sonaban campanas en algún sitio, y el aire era fresco.

– Va a hacer frío allá arriba -dijo Japhy, pero aquella noche se sentía muy bien y rió cuando le pregunté sobre el jueves siguiente con Princess-. Mira, ya hemos practicado el yabyum un par de veces más desde la otra noche; Princess viene a mi casa en cualquier momento del día o de la noche y, tío, no acepta el no como respuesta. Así que proporciono entera satisfacción a la bodhisattva. -Y Japhy quería hablar de todo, de su infancia en Oregón-. Verás, mi madre v mi padre y mi hermana llevaban una vida realmente primitiva en aquella cabaña de troncos, y en las mañanas de invierno tan frías todos nos desvestíamos y vestíamos delante del fuego, teníamos que hacerlo, y por eso no soy como tú en eso del desnudarse, quiero decir que no me da vergüenza ni nada hacerlo.

– ¿Y qué solías hacer cuando fuiste a la universidad? -En verano siempre trabajaba para el gobierno como vigilante contra incendios… Deberías hacer eso el verano que viene, Smith… y en invierno esquiaba mucho y solía andar por el campus muy orgulloso con mis bastones. También subí a unas cuantas montañas, incluyendo una larga caminata Rainier arriba, casi hasta la cima, donde se firma. Por fin, un año llegué hasta arriba del todo. Hay muy pocas firmas, sabes. Y subí cumbres de la zona de las Cascadas durante la temporada y fuera de ella, y trabajé de maderero. Smith, tengo que hablarte de las aventuras de los leñadores del Noroeste, me gusta hacerlo, lo mismo que a ti te gusta hablar de los ferrocarriles; tenías que haber visto aquellos trenes de vía estrecha de por allí arriba y aquellas frías mañanas de invierno con nieve y la panza llena de tortitas y sirope y café negro; chico, levantas el hacha ante el primer tronco de la mañana y no hay nada como eso.

– Es igual que mi sueño de Gran Noroeste. Los indios kwatiutl, la policía montada…

– Bueno, ésos son del Canadá, de la Columbia Británica; solía encontrarme con ellos en los senderos de la montaña. Pasamos empujando la bici por delante de varios edificios y cafeterías de la universidad y miramos dentro del Robbie para ver si había algún conocido. Estaba Alvah trabajando en su turno de camarero. Japhy y yo teníamos un aspecto curioso en el campus con nuestra ropa, y de hecho Japhy era considerado un excéntrico en el campus, cosa bastante habitual en esos sitios donde se considera raro al hombre auténtico; las universidades no son más que lugares donde está una clase media sin ninguna personalidad, que normalmente encuentra su expresión más perfecta en los alrededores del campus con sus hileras de casas de gente acomodada con césped y aparatos de televisión en todas las habitaciones y todos mirando las mismas cosas y pensando lo mismo al mismo tiempo mientras los Japhys del mundo merodean por la espesura para oír la voz de esa espesura, para encontrar el éxtasis de las estrellas, para encontrar el oscuro misterio secreto del origen de esta miserable civilización sin expresión.

– Toda esta gente -decía Japhy- tiene cuartos de baño alicatados de blanco y se llenan de mierda como los osos en el monte, pero toda esa mierda se va por los desagües y nadie piensa en ella y en que su propio origen está en esa mierda y en la algalia y la espuma de la mar. Se pasan el día entero lavándose las manos con jabón perfumado, y desearían comérselo escondidos en el cuarto de baño.

Japhy tenía montones de ideas, las tenía todas. Llegamos a su casa cuando anochecía y se podía oler a leña ardiendo y a hojas quemadas, y lo empaquetamos todo y fuimos calle abajo para reunirnos con Henry Morley que tenía coche. Henry Morley era un tipo de gafas muy informado, aunque también excéntrico; en el campus resultaba más excéntrico y raro que Japhy. Era bibliotecario, tenía pocos amigos y era montañero. Su casita de una sola habitación en una apartada calle de Berkeley estaba llena de libros y fotos de montañismo y había bastantes mochilas, botas de montaña y esquíes. Me asombró oírle hablar, pues hablaba exactamente igual que Rheinhold Cacoethes, el crítico, y resultó que habían sido muy amigos tiempo atrás y habían subido montañas juntos y no podría decir si Morley había influido en Cacoethes o a la inversa. Me parecía que el que había influido era Morley. Tenían el mismo modo de hablar bajo, sarcástico, ingenioso y bien formulado, con miles de imágenes. Cuando Japhy y yo entramos había unos cuantos amigos de Morley reunidos allí (un grupo extraño que incluía a un chino, un alemán y algunos otros estudiantes de una u otra cosa), y Morley dijo:

– Llevaré mi colchón neumático. Vosotros, muchachos, podéis dormir, si queréis, en el duro y frío suelo, pero yo no voy a prescindir de este colchón neumático, gasté dieciséis dólares en él, lo compré en los almacenes del ejército, en Oakland, y anduve por allí el día entero preguntando si con patines podría considerarse técnicamente un vehículo. -Y siguió así con bromas que me resultaban incomprensibles (y lo mismo a los otros) aunque casi nadie le escuchaba, y siguió hablando y hablando como para sí mismo, pero me gustó desde el principio. Suspiramos cuando vimos los enormes montones de cosas que quería llevarse al monte: comida enlatada, y, además de su colchón neumático, insistió en llevar un zapapico y un equipo variadísimo que no necesitábamos.

– Puedes llevar esa hacha, Morley, aunque no creo que la necesites, pero la comida en lata no es más que agua que tienes que echarte a la espalda, ¿no te das cuenta de que hay todo el agua que queramos esperándonos allá arriba?

– Bueno, yo pensaba que una lata de este chop suey chino iría bien.

– Llevo bastante comida para todos. Vámonos.

Morley pasó mucho rato hablando y yendo de un lado para otro y empaquetando sus inverosímiles cosas, y por fin dijimos adiós a sus amigos y subimos al pequeño coche inglés de Morley y nos pusimos en marcha, hacia las diez, en dirección a Tracy; luego subiríamos a Bridgeport, desde donde conduciríamos otros doce kilómetros hasta el comienzo del sendero del lago.

Me senté en el asiento de atrás y ellos hablaban en el de delante. Morley era un auténtico loco que aparecería (más tarde) con un litro de batido esperando que me lo bebiera, pero hice que me llevara a una tienda de bebidas, aunque el plan consistía en hacer que le acompañara a ver a una chica con la que yo debería actuar como pacificador o algo así: llegamos a la puerta de la chica, la abrió y, cuando vio quién era, cerró de un portazo y nos fuimos.

– Pero ¿qué es lo que pasa?

– Es una historia bastante larga -dijo Morley vagamente, y nunca llegué a enterarme de lo que pasaba.

Otra vez, y viendo que Alvah no tenía somier en la cama, apareció por casa como un fantasma cuando nos acabábamos de levantar y hacíamos café con un enorme somier de cama de matrimonio que, en cuanto se fue, nos apresuramos a esconder en el cobertizo. También nos trajo tablas y de todo, incluidas unas inutilizables estanterías para libros; todo tipo de cosas, como digo, y años después tuve otras disparatadas aventuras con él cuando fuimos los dos a su casa de Contra Costa (de la que era propietario y alquilaba) y nos pasamos tardes increíbles mientras me pagaba dos dólares a la hora por sacar cubos de barro de su sótano inundado, y él sacaba el barro a mano y estaba negro y cubierto de barro como Tartarilouak, el rey de los tipos de barro de Paratioalaouakak, y con una extraña mueca de placer en la cara; y después, cuando pasábamos por un pueblo y quisimos comprar helados y caminábamos por la calle principal (habíamos hecho autostop con nuestros cubos y escobas) con los helados en la mano y golpeando a todo el mundo por las estrechas aceras, como una pareja de cómicos de una vieja película muda de Hollywood. En todo caso, era una persona muy extraña desde todos los puntos de vista. Ahora conducía el coche en dirección a Tracy por aquella abarrotada autopista de cuatro carriles y hablaba sin parar, y por cada cosa que decía Japhy, él tenía que decir doce y la cosa iba más o menos así:

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