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– Te están esperando; el año pasado les leí todos tus poemas.

– No me importa. Mira esa niebla que hay ahí arriba y luego mira este oporto tan cálido, ¿no te hacen sentir que cantas al viento?

– No, no demasiado. Ray, ya sabes que Cacoethes dice que bebes demasiado.

– ¡Que se ocupe de su úlcera! ¿Por qué crees que tiene úlcera? Porque bebe demasiado. ¿Tengo yo una úlcera? ¡Nunca en la vida! ¡Bebo para alegrarme! Si no te gusta que beba, puedes ir tú solo a la conferencia. Te esperaré en casa de Coughlin.

– Pero ¿es que vas a perdértela sólo por un poco de vino?

– La sabiduría también está en el vino, ¡maldita sea! -grité-. ¡Toma un trago!

– ¡No quiero!

– Bueno, entonces beberé yo.

Y terminé la botella y volvimos a la calle Sexta, donde inmediatamente entré en la misma tienda y compré otra. Ahora me encontraba bien.

Japhy estaba triste y decepcionado.

– ¡Cómo esperas convertirte en un bikhu bondadoso o en un bodhisattva mahasattva si te emborrachas continuamente!

– ¿Has olvidado la última viñeta de los Toros donde el viejo se emborracha con los carniceros?

– ¿Y qué? ¿Cómo vas a entender tu propia esencia mental con la cabeza toda embotada y los dientes manchados y lleno de náuseas?

– No tengo náuseas, me encuentro bien. Podría flotar en esa niebla gris y volar por encima de San Francisco como una gaviota. ¿Te conté alguna vez lo del barrio chino este? Viví por aquí…

– También yo he vivido en el barrio chino de Seattle, y sé perfectamente lo que pasa en esos sitios.

Los neones de tiendas y bares resplandecían en el gris de la noche lluviosa. Me sentía maravillosamente bien. Después de cortarnos el pelo fuimos al almacén del Monte de Piedad y anduvimos de pesca en los cajones. Compramos calcetines y camisetas, cinturones y otras prendas viejas por muy poco. Yo seguía pegándole besos al vino: me había colgado la botella del cinturón. Japhy estaba enfadado. Luego subimos al coche y fuimos a Berkeley cruzando el puente bajo la lluvia y siguiendo hasta las afueras de Oakland, y luego hasta el centro, donde Japhy esperaba encontrar unos vaqueros de mi talla. Nos habíamos pasado el día entero mirando vaqueros usados para ver si me servían. Seguí pegándole al vino y al fin Japhy cedió y bebió un poco y me enseñó el poema que había escrito mientras me cortaban el pelo en el barrio chino:

"¡Moderna escuela de peluquería! Smith, ojos cerrados, padece un corte de pelo temiendo la fealdad. 50 centavos. Un estudiante de peluquero cetrino, García en su bata, dos chicos rubios, uno con cara asustada y grandes orejas. Mirando desde los asientos, dile: "Eres muy feo y tienes las orejas grandes." Llorará y sufrirá sin que ni siquiera sea cierto. El otro, de cara delgada, concentrado, vaqueros remendados y zapatos rotos me mira delicadamente. Chico doliente que se volverá duro y avaro en la pubertad; Ray y yo con una botella de oporto por dentro en este día lluvioso de mayo y no hay levis usados de nuestra talla en la ciudad y el estudiante de peluquero corta el pelo a lo barrio chino y el alumno maduro empieza su carrera en plena floración."

– ¿Ves? -dije-. No hubieras escrito ese poema sin el vino que te puso a tono.

– Lo habría escrito en cualquier caso. Tú eres el que bebes demasiado todo el tiempo, no sé cómo vas a llegar a la iluminación ni arreglártelas para estar en las montañas, andas todo el rato colina abajo gastando el dinero de las judías en vino. Acabarás tirado en la calle, lloviéndote encima, borracho perdido, y te llevarán a cualquier sitio. Entonces renacerás como encargado de bar abstemio para purgar tu karma. -Hablaba en serio y estaba preocupado por mí, pero seguí bebiendo.

Cuando llegamos a casa de Alvah, ya era hora de salir para la conferencia del Centro Budista. Dije:

– Me quedaré aquí emborrachándome y os esperaré.

– Muy bien -dijo Japhy, mirándome sombríamente-. Es tu vida.

Estuvo fuera unas dos horas. Me sentía triste y bebí demasiado y estaba mareado. Pero había decidido no dejarme vencer por el alcohol y resistir y demostrarle algo a Japhy. De pronto, al anochecer, Japhy entró corriendo en la casa borracho perdido y gritando:

– ¿Sabes lo que pasó, Smith? Fui a la conferencia budista y todos estaban bebiendo sake en tazas de té y todos se emborracharon. ¡Tenías razón! ¡Es todo lo mismo! ¡Todos borrachos y discutiendo del prajna! -Y después de eso Japhy y yo nunca volvimos a reñir.

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Llegó la noche de la gran fiesta. Prácticamente podía oírse el ajetreo de la preparación colina abajo, y me sentí deprimido.

"¡Oh, Dios mío! La sociabilidad no es más que una gran sonrisa y una gran sonrisa no es más que dientes. Me gustaría quedarme aquí y descansar y ser bueno."

Pero alguien trajo vino y me puso en marcha.

Esa noche el vino corrió colina abajo como un río. Sean había reunido un montón de troncos grandes para hacer una hoguera inmensa delante de la casa. Era una noche de mayo clara, estrellada, templada y agradable. Vino todo el mundo. La fiesta se dividió en seguida en las tres partes de siempre. Pasé la mayor parte del tiempo en el cuarto de estar donde ponían discos de Cal Tjader y había un montón de chicas bailando mientras Bud y Sean y a veces Alvah y su nuevo tronco, George, tocaban el bongo en latas puestas boca abajo.

Fuera, la escena era más tranquila, con el resplandor del fuego y gente sentada en los largos troncos que Sean había situado alrededor de la hoguera, y en la mesa un banquete digno de un rey y de su hambriento séquito. Aquí, junto a la hoguera, lejos del frenesí de los bongos del cuarto de estar, Cacoethes llevaba la batuta discutiendo de poesía con los listos locales, en términos como éstos:

– Marshall Dashiell está demasiado ocupado cuidándose la barba y conduciendo su Mercedes Benz de cóctel en cóctel por Chevy Chase y la aguja de Cleopatra; O. O. Dowler se pasea en limusina por Long Island y pasa los veranos chillando en la Plaza de San Marcos; y el apodado Pequeña Camisa Recia, qué queréis, se las arregla muy bien por Savile Row,con bombín y chaleco; y Manuel Drubbing es un culo inquieto que mira sin parar las revistas minoritarias para ver a quién citan; y de Omar Tott no tengo nada que decir. Albert Law Livingston está muy ocupado firmando ejemplares de sus novelas y mandando felicitaciones de Navidad a Sarah Vaughan; a Ariadne Jones le molesta la compañía Ford; Leontine McGee dice que es vieja. Entonces, ¿quién queda?

– Ronald Firbank -dijo Coughlin.

– Creo que los únicos poetas auténticos de este país, fuera de la órbita de los que estamos aquí, son el Doctor Musial, que probablemente esté murmurando detrás de las cortinas de su cuarto de estar en este mismo momento, y Dee Sampson, que es demasiado rico. Eso hace que nos quede el querido Japhy, que se nos va a Japón, y nuestro llorón preferido, el amigo Goldbook, y el señor Coughlin que tiene una lengua viperina. ¡Dios mío, el único bueno que queda soy yo! Por lo menos tengo un honrado trasfondo anarquista. Por lo menos tengo helada la nariz, botas en los pies, y protestas en la boca. -Se retorció el bigote.

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