– Y puedes quedarte con las playeras, además -dijo-. Tengo otro par más viejo que ése, pero igual de buenas.
– Mira, no puedo aceptar todo esto.
– Smith, ¿no te das cuenta de que es un privilegio regalar cosas a los demás? -Y lo hacía de un modo muy agradable. No había nada de navideño ni de ostentoso, sino algo casi triste, y en ocasiones sus regalos eran cosas viejas que tenían el encanto de lo útil y lo melancólico.
Nos metimos en los sacos de dormir, ya hacía un frío gélido, era alrededor de las once, y hablamos un rato más antes de que uno de los dos dejara de responder y en seguida nos dormimos. Mientras Japhy roncaba me desperté y seguí tumbado mirando a las estrellas y dando gracias a Dios por haber subido a esta montaña. Mis piernas estaban mejor, todo el cuerpo revigorizado. Los crujidos de los troncos apagándose eran como Japhy haciendo comentarios sobre mi felicidad. Le miré, su cabeza estaba metida en el saco de plumas de pato. Su forma acurrucada era la única cosa que se podía ver en muchos kilómetros de oscuridad saturada y concentrada de deseos de ser buena. Pensé: "¡Qué cosa más extraña es el hombre! Como dice la Biblia: "¿Quién conoce el espíritu del hombre que mira a lo alto?" Este pobre muchacho diez años más joven que yo haciéndome parecer un idiota que olvida todos los ideales y la alegría que tenía antes, en mis recientes años de bebedor decepcionado. ¿Y qué le importa no tener dinero? No necesita el dinero, lo único que necesita es su mochila con esas bolsitas de comida seca y un buen par de zapatos, y allá se va a disfrutar de los privilegios de un millonario en sitios como éste. ¿Y qué millonario con gota podría llegar hasta esta roca? Nos ha llevado un día entero llegar hasta aquí." Y me prometí que iniciaría una nueva vida. "Por todo el Oeste y por las montañas del Este, y también por el desierto, vagabundearé con una mochila, seguiré el camino puro." Y me dormí tras hundir la nariz dentro del saco de dormir y me desperté hacia el alba temblando; el suelo húmedo había atravesado el impermeable y el saco, y mis costillas estaban sobre un suelo más húmedo que el de una cama mojada. El aliento me humeaba. Me volví sobre el otro lado y volví a dormirme: mis sueños fueron puros sueños fríos como agua helada, pero sueños felices, no pesadillas.
Cuando me desperté de nuevo y la luz del sol era de un primigenio color naranja que llegaba a través de los riscos del este y bajaba por entre nuestras fragantes ramas de pino, me sentí como cuando era niño y había llegado el momento de jugar el día entero porque era sábado. Japhy ya estaba levantado y cantaba y haciendo aire con las manos avivaba un pequeño rescoldo. El suelo tenía escarcha blanca. Se alejó corriendo y gritó: "¡Alaiu!", y, ¡Dios mío!, de pronto oímos que Morley contestaba mucho más cerca que la noche anterior.
– Ya se ha puesto en camino. Despierta, Smith, y toma una taza de té, te sentará bien, ya verás.
Me levanté y pesqué las playeras dentro del saco de dormir donde las había tenido toda la noche para que se calentaran y me las puse, y también me puse la boina y di un salto y corrí unos cuantos metros por la hierba. El arroyo estaba helado, excepto por el centro, donde las burbujas se alejaban tintineando. Me tumbé boca abajo y tomé un profundo trago, mojándome la cara. No hay sensación mejor en el mundo que lavarse la cara en el agua fría una mañana en la montaña. Después volví y Japhy estaba calentando los restos de la cena de la noche anterior que estaba todavía bastante rica. Luego me acerqué al borde del risco y gritamos hacia Morley, y de repente lo vimos a lo lejos. Una delgada figura dos o tres kilómetros valle abajo moviéndose como un ser enano animado en el inmenso vacío.
– Esa pequeña mancha de allí abajo es nuestro ocurrente amigo Morley -dijo Japhy, con su curiosa voz potente de leñador.
Unas dos horas después, Morley estaba a una distancia desde la que podía hablar mientras saltaba las piedras finales en dirección a nosotros que lo esperábamos sentados en una roca al sol, que ya calentaba.
– La Asociación Femenina de Ayuda dice que debo presentarme aquí para ver si a vosotros, muchachos, os gusta llevar cintas azules cosidas a la camisa, dicen que queda mucha limonada rosa y que lord Mountbatten se está impacientando. Me parece que están estudiando el origen de ese reciente conflicto en el Oriente Medio, o preferirán tomar café. En mi opinión deberían tener más cuidado con un par de literatos como vosotros… -Y siguió así, sin parar y sin razón alguna, parloteando bajo el feliz cielo azul de la mañana con su apagada sonrisa, sudando un poco debido al prolongado esfuerzo matutino.
– Bueno, Morley, ¿estás preparado para subir al Matterhorn?
– Lo estaré en cuanto me cambie estos calcetines mojados.
11
Hacia mediodía nos pusimos en marcha dejando nuestras mochilas en el campamento al que probablemente nadie llegaría hasta por lo menos el año próximo, y seguimos valle arriba con sólo un poco de comida y un equipo de primeros auxilios. El valle era más largo de lo que parecía. Casi inmediatamente eran las dos de la tarde y el sol se estaba poniendo más dorado y se levantó viento y empecé a pensar: "¡Dios mío, vamos a tener que subir a esa montaña de noche!"
– Tienes razón, tenemos que darnos prisa -dijo Japhy, después de que le comunicara mis temores.
– ¿Por qué no lo dejamos y volvemos a casa?
– Vamos, vamos, fiera, subiremos corriendo a esa montaña y luego volveremos a casa.
El valle era largo, largo, largo. En su extremo superior se hizo muy escarpado y empecé a tener miedo de caerme; las piedras eran pequeñas y resbaladizas y me dolían los tobillos debido al esfuerzo muscular del día anterior. Pero Morley seguía caminando y hablando y me di cuenta de que tenía una gran resistencia. Japhy se quitó los pantalones y parecía un indio; quiero decir que se quedó en pelotas si se exceptúa un taparrabos, y avanzaba casi quinientos metros por delante de nosotros; a veces nos esperaba un poco para darnos tiempo a que le alcanzáramos, y luego seguía, moviéndose más deprisa, esperando escalar la montaña ese mismo día. Morley iba el segundo, todo el tiempo, unos cincuenta metros por delante de mí. Yo no tenía prisa. Luego, cuando la tarde avanzó, decidí adelantar a Morley y reunirme con Japhy. Ahora estábamos a unos tres mil quinientos metros de altura y hacía frío y había mucha nieve y hacia el este veíamos inmensas montañas coronadas de nieve y vastas extensiones de valle a sus pies y prácticamente nos encontrábamos en la cima de California. En un determinado momento tuve que gatear, lo mismo que los otros, por un estrecho lecho de roca, alrededor de una piedra saliente, y me asusté de verdad: la caída era de unos treinta metros, lo bastante como para romperme la crisma, encima de otro pequeño lecho de roca donde rebotaría como preparación para una segunda caída, la definitiva, de unos trescientos metros. Ahora el viento arreciaba. Sin embargo, toda esa tarde, en un grado incluso mayor que la anterior, estuvo llena de premoniciones o recuerdos, como si hubiera estado allí antes, trepando por aquellas rocas, con objetivos más antiguos, más serios, más sencillos. Por fin llegamos al pie del Matterhorn donde había una bellísima laguna desconocida para la mayoría de los hombres de este mundo, contemplada sólo por un puñado de montañeros, una laguna a más de tres mil quinientos metros de altura con nieve en las orillas y bellas flores y bella hierba, un prado alpino, llano y de ensueño, sobre el que me tumbé en seguida quitándome los zapatos. Japhy, que ya llevaba allí media hora, se había vestido otra vez porque hacía frío. Morley subía detrás de nosotros sonriendo. Nos sentamos allí observando la inminente escarpadura tan empinada que constituía el tramo final del Matterhorn.