– No parece excesivamente difícil -dije, animado-, llegaremos en seguida.
– No, Ray, es mucho más de lo que parece. ¿No te das cuenta de que son unos trescientos metros más?
– ¿Tanto?
– A menos que nos demos prisa y marchemos dos veces más rápido que hasta ahora, no conseguiremos regresar a nuestro campamento antes de que caiga la noche y no llegaremos al coche, allí, al lado de la cabaña de troncos, antes de mañana por la mañana.
– ¡Vaya!
– Estoy cansado -dijo Morley-, no pienso intentar el ascenso.
– Me parece muy bien -respondí-. La finalidad del montañero no es demostrar que puede llegar a la cima de una montaña, sino encontrarse en un lugar salvaje.
– Bueno, pues yo subiré -dijo Japhy.
– Pues si tú subes, yo iré contigo.
– ¿Y tú, Morley?
– No creo que lo consiguiera. Esperaré aquí.
El viento era muy fuerte, y pensaba que en cuanto subiéramos unos cuantos metros por la ladera estorbaría nuestra ascensión.
Japhy cogió un pequeño paquete de cacahuetes y uvas pasas y dijo:
– Ésta será nuestra gasolina, chico. Ray, ¿estás dispuesto a ir el doble de deprisa?
– Lo estoy. ¿Qué dirían los de The Place si supieran que he hecho todo este camino para rajarme en el último minuto?
– Es tarde, démonos prisa. -Y Japhy empezó a caminar muy deprisa y hasta corría a veces cuando había que ir hacia la derecha o la izquierda por aristas de pedregales. Un pedregal es un derrumbe de piedras y arena y es muy dificil de escalar, pues siempre se producen pequeños aludes. Bastaban unos pocos pasos para que nos pareciera que subíamos más y más como en un terrorífico ascensor, y tuve que tragar saliva cuando me volví a mirar hacia abajo y vi todo el estado de California, o así parecía, extendiéndose en tres direcciones bajo los amplios cielos azules con impresionantes nubes del espacio planetario e inmensas perspectivas de valles distantes y hasta mesetas, y si no me equivocaba todo el estado de Nevada estaba también allí, ante mi vista. Era aterrador mirar hacia abajo y ver a Morley, un punto soñador que nos estaba esperando junto al lago. "¿Por qué no me habré quedado con el viejo Henry?", pensé. Y ahora empecé a tener miedo a subir más, miedo a estar demasiado arriba. También empecé a temer que el viento me barriera. Todas las pesadillas que había tenido sobre caídas de una montaña, por un precipicio o desde un piso alto me pasaron por la cabeza con perfecta claridad. Y, encima, cada doce pasos que dábamos, nos sentíamos exhaustos.
– Eso es por la altura, Ray -dijo Japhy, sentándose a mi lado, jadeante-. Tomaremos unas pasas y unos cacahuetes y ya verás la fuerza que te dan.
Y cada vez que tomábamos aquel tremendo vigorizante, ambos trepábamos sin decir nada otros veinte o treinta pasos. Entonces nos sentábamos de nuevo, sudando en el viento frío, jadeando, en el techo del mundo, sorbiéndonos los mocos como chavales jugando a última hora de la tarde un sábado de invierno. Ahora el viento empezó a aullar como en las películas de La Mortaja del Tibet. La pendiente era demasiado para mí; ahora tenía miedo a mirar hacia abajo; lo hice: ni siquiera conseguí distinguir a Morley junto a la laguna.
– ¡Date prisa! -gritó Japhy, desde unos treinta metros más arriba-. Se está haciendo tardísimo.
Miré hacia la cumbre. Estaba allí mismo. Llegaría a ella en cinco minutos.
– Sólo nos queda media hora -gritó Japhy. No podía creerlo. Tras cinco minutos de rabiosa ascensión, me dejé caer y miré hacia arriba y la cumbre seguía donde antes. Lo que menos me gustaba de aquella cumbre era que todas las nubes del mundo pasaban a través de ella como si fueran niebla.
– En realidad yo no tengo nada que hacer allí arriba -murmuré-. ¿Por qué me dejaría enrollar en esto?
Japhy iba ahora mucho más adelante, me había dejado las pasas y los cacahuetes y, con una especie de solemnidad solitaria, había decidido llegar a la cumbre, aunque muriera en el empeño. No volvió a sentarse. Pronto estaba todo un campo de fútbol, unos cien metros, por delante de mí; cada vez era más pequeño. Volví la cabeza como la mujer de Loth.
– ¡Está demasiado alto! -aullé en dirección a Japhy, dominado por el pánico.
No me oyó. Avancé unos cuantos pasos más y caí exhausto panza abajo, resbalando un poco.
– ¡Está demasiado alto! -volví a gritar auténticamente asustado.
¿Qué pasaría si no podía evitar el seguir deslizándome hacia abajo por el pedregal? Esa maldita cabra montesa de Japhy seguía saltando por entre la hierba, allí delante, de roca en roca, cada vez más arriba. Sólo distinguía el brillo de sus suelas.
– ¿Cómo voy a seguir a un loco como ése?
Pero como un demente, como un desesperado, le seguí. Por fin llegué a una especie de saliente donde pude sentarme en un plano horizontal en lugar de tener que agarrarme a algo para no caer hacia abajo, y me acurruqué allí para que el viento no me arrastrara y miré hacia abajo y alrededor y tomé una decisión.
– ¡Me quedo aquí! -le grité a Japhy.
– Vamos, Smith, sólo quedan otros cinco minutos. ¡Estoy a treinta metros de la cumbre!
– ¡Me quedo aquí! ¡Está demasiado alto!
No dijo nada y siguió. Vi que se caía y resoplaba y volvía a ponerse en pie y reanudaba la marcha.
Me acurruqué todavía más en el saliente y cerré los ojos y pensé: "¡Maldita vida esta! ¿Por qué tenemos que nacer y sólo por eso nuestra pobre carne queda sometida a unos horrores tan terribles como las enormes montañas y las rocas y los espacios abiertos?", y recordé aterrorizado el famoso dicho zen: "Cuando llegues a la cumbre de una montaña, sigue subiendo." Y se me pusieron los pelos de punta.
¡Y me había parecido un poema maravilloso sentado en las esteras de Alvah! Ahora me hacía latir más deprisa el corazón y desear no haber nacido.
"De hecho, cuando Japhy llegue a la cima de esa cumbre, seguirá subiendo, lo mismo que el viento que sopla. Pero este viejo filósofo se quedará aquí. -Y cerré los ojos-. Además -pensé-, descansa y no te inquietes, no tienes que demostrar nada a nadie."
Y de repente, oí en el viento un hermoso grito entrecortado de una extraña musicalidad y mística intensidad, y miré hacia arriba, y allí estaba Japhy de pie encima de la cumbre del Matterhorn lanzando su grito alegre de conquistador de las cumbres y de Buda azote de la montaña. Era algo hermoso. Y también era cómico, allí arriba, en aquella no tan cómica cima de California, entre toda aquella niebla veloz. Pero tenía que reconocerle su valor, el esfuerzo, el sudor y aquel grito humano de triunfo: nata en lo alto de un helado. No tuve fuerza suficiente para responder a su grito. Anduvo de un lado para otro investigando fuera de mi vista el pequeño terreno llano (según dijo) que se extendía unos cuantos metros hacia el oeste y que después caía quizá hasta los propios suelos cubiertos de aserrín de Virginia City. Era una locura. Le oía gritarme, pero me acurruqué todavía más en mi rincón protector. Miré abajo hacia el pequeño lago donde Morley estaba tumbado con una hierba en la boca y dije en voz alta: