Bud y yo seguíamos sentados allí cruzados de piernas con unas chicas desnudas bailando delante y reímos dándonos cuenta de que era una situación familiar.
– Es como en una vida anterior, Ray -dijo Bud-, tú y yo éramos monjes en un monasterio del Tibet y las chicas bailaban para nosotros antes del yabyum.
– Sí, y éramos unos monjes viejos a quienes ya no les interesaba el sexo. En cambio, Sean y Japhy y Whitey eran unos monjes jóvenes y todavía estaban llenos del fuego del mal y tenían un montón de cosas que aprender.
De cuando en cuando, Bud y yo mirábamos toda aquella carne y nos relamíamos en secreto. Pero la mayor parte del tiempo, de hecho, durante casi todo aquel jolgorio, mantuve los ojos cerrados escuchando la música: trataba sinceramente de mantener el deseo fuera de mi mente a fuerza de voluntad y apretando los dientes. Y para eso, lo mejor era tener los ojos cerrados. A pesar de las desnudeces y todo lo demás, en realidad fue una agradable fiesta familiar y todo el mundo empezó a bostezar con ganas de irse a la cama. Whitey se fue con Patsy, Japhy subió a la colina con Polly y las sábanas limpias, y yo desenrollé mi saco de dormir junto al rosal y me dormí. Bud también había traído su saco de dormir y lo extendió sobre las esteras del suelo de la sala de estar de Sean.
Por la mañana, Bud subió y encendió la pipa y se sentó en la hierba charlando conmigo mientras me frotaba los ojos para despertar del todo. Durante ese día, el domingo, vino gente de todas clases preguntando por los Monahan, y la mitad de esa gente subió a la colina para ver la cabaña y a los dos famosos y locos bikhus: Japhy y Ray. Entre ellos, estaban Alvah, Princess y Warren Coughlin. Sean preparó la mesa de delante de la casa y puso vino y hamburguesas encima y encendió una hoguera y sacó sus dos guitarras y era un modo magnífico de vivir en la soleada California -comprendí en seguida- con todo aquel agradable Dharma y aquel montañismo relacionado con él. Todos tenían sacos de dormir y mochilas y algunos de ellos iban a hacer una excursión al día siguiente por las sendas de Marin County que son tan bonitas. Los presentes se dividieron, pues, en tres grupos: los que estaban en el cuarto de estar oyendo discos y hojeando los libros; los de la entrada que comían y escuchaban a Sean tocando la guitarra; y los de la cima de la colina que bebían té y se sentaban con las piernas cruzadas discutiendo de poesía y otras cosas, del Dharma también, o se paseaban por el prado viendo cómo hacían volar las cometas los niños, o las mujeres montando a caballo. Todos los fines de semana se desarrollaba la misma jira campestre, una escena clásica de ángeles y muñecas pasando unas horas en un vacío igual al vacío de la historieta de los Toros y la rama florida.
Bud y yo estábamos sentados en la colina mirando las cometas.
– Esa cometa no subirá bastante, tiene la cola demasiado corta -dije.
– Oye -dijo Bud-, eso está muy bien, me recuerda el problema principal de mis meditaciones. El motivo por el que no puedo alcanzar el nirvana: simplemente porque mi cola no es lo bastante larga. -Aspiró el humo y consideró seriamente lo que acababa de decir.
Era el tipo más serio del mundo. Consideró aquello toda la noche y a la mañana siguiente me dijo:
– La noche pasada me vi como si fuera un pez que nadaba en el vacío del mar, yendo a derecha e izquierda sin conocer el significado de derecha y de izquierda, sólo gracias a mi aleta caudal, esto es, a la cola de mi cometa. Así que soy un pez Buda y mi aleta caudal es mi sabiduría.
– Es infinita de verdad esa cometa -dije.
Durante esas fiestas siempre me eclipsaba un rato para echar una siesta bajo los eucaliptos, en vez de junto a mi rosal donde por el día hacía demasiado calor, y descansaba muy bien a la sombra de los árboles. Una tarde, cuando contemplaba las ramas más altas de estos árboles inmensamente altos, empecé a notar que las ramitas y las hojas de sus copas eran felices danzarinas líricas contentas de que les hubiera tocado estar allí arriba, con todo aquel murmullo del árbol balanceándose debajo de ellas, un árbol que bailaba y se mecía en un movimiento enorme y comunal y misteriosamente necesario, y así flotaban allí en el vacío expresando con el baile el significado del árbol. Noté que las hojas parecían casi humanas por el modo en que se doblaban y luego se alzaban y luego iban de un lado a otro líricamente. Fue una visión disparatada, pero hermosa. Otra vez, debajo de esos árboles, soñé que veía un trono púrpura todo cubierto de oro, con una especie de Papa o Patriarca Eterno en él, y Rosie por allí cerca, y en ese momento Cody estaba en la cabaña charlando con unos amigos y parecía que se encontraba a la izquierda de esta visión como una especie de arcángel, y cuando abrí los ojos, vi que se trataba simplemente del sol que me daba en los párpados. Y como decía, estaba aquel colibrí, un hermoso colibrí azul bastante pequeño, no mayor que una libélula, que se lanzaba en picado silbando sobre mí, diciéndome sin duda hola, todos los días, normalmente por la mañana, y siempre le contestaba con un grito devolviéndole el saludo. Finalmente empezó a asomarse por la ventana abierta de la cabaña, piando y zumbando con sus frenéticas alas, mirándome con unos ojillos redondos, y luego, zas, se iba. ¡Aquel colibrí! ¡Un amigo californiano…!
Con todo, a veces tenía miedo de que se lanzara directamente contra mi cabeza con su pico tan largo como un alfiler de sombrero. También estaba aquella vieja rata merodeando por el sótano de debajo de la cabaña, y era conveniente tener la puerta cerrada por la noche. Mis otros amigos eran las hormigas, una colonia de ellas que querían entrar en la cabaña y llegar hasta la miel ("Llamando a todas las hormigas, llamando a todas las hormigas. Hay que entrar y conseguir la miel", cantó un niño en la cabaña uno de aquellos días), así que fui hasta el hormiguero e hice un camino de miel que se dirigía al jardín de atrás y durante una semana disfrutaron de aquella nueva veta. Incluso me arrodillaba y hablaba con ellas. Había flores muy bonitas alrededor de la cabaña, rojas, púrpura, rosa, y hacíamos ramilletes con ellas, pero el más bonito de todos fue el que hizo una vez Japhy sólo con piñas y agujas de pino. Tenía aquella sencillez que caracterizaba toda su vida. A veces, entraba ruidosamente en la cabaña con la sierra y, viéndome allí sentado, decía:
– ¿Por qué te pasas sentado el día entero?
– Porque soy el Buda conocido por el Desocupado.
Y entonces era cuando la cara de Japhy se arrugaba con aquella divertida risa tan suya de niño, igual que un muchacho chino riéndose, con patas de gallo apareciendo a los lados de sus ojos y su larga boca muy abierta. A veces se entusiasmaba conmigo.
Todos querían a Japhy. Polly y Princess, y hasta Christine, que estaba casada, se habían enamorado locamente de él, y secretamente todas tenían celos de la favorita de Japhy, Psyche, que apareció el fin de semana siguiente realmente guapa con pantalones vaqueros y un cuello blanco sobre su jersey de cuello vuelto y una cara y un cuerpo muy delicados. Japhy me confesó que estaba algo enamorado de ella. Pero le costó trabajo convencerla de que para hacer el amor tenía que emborracharse antes, pues una vez que empezaba a beber, Psyche ya no podía parar. Ese fin de semana en que vino, Japhy preparó slumgullion para los tres en la cabaña, y luego Sean nos dejó su viejo coche y fuimos unos ciento cincuenta kilómetros costa arriba hasta una playa solitaria donde cogimos mejillones de las rocas batidas por el mar y los ahumamos en una gran hoguera de leña cubierta de algas. Teníamos vino y pan y queso, y Psyche se pasó el día entero tumbada boca abajo con los vaqueros y el jersey puestos sin decir nada. Pero en una ocasión levantó sus pequeños ojos azules y dijo: