Lucas se enfadó un poco. Se enfadó porque creía que lo que había dicho era importante. Hizo un ruido de enfado y se fue hacia la puerta. Anduvo con decisión. Hasta que se dio cuenta de que no sabía adónde iba.
– ¿Marcos? -le preguntó a María.
– Leyendo. En el cuarto -María preocupada.
Llegó al cuarto de Marcos después de entrar en todas las habitaciones de la casa y darse cuenta de que no eran el cuarto de Marcos.
Marcos cerró el libro al ver entrar a Lucas. A éste le gustó mucho el gesto; de hecho, creía que era importante lo que tenía que decirle y que merecía que cerrase el libro. Se sentó en la cama y esperó a que Marcos le preguntara. Marcos le preguntó a ver si quería decirle algo.
– Ando soñando cosas raras, Marcos -dijo al final.
– Qué cosas raras.
– Ando soñando que Rosa está muerta.
*
– ¿Y dónde trabaja Roma? -le preguntó María a Marcos.
– En el hospital.
– ¿Y está contenta?
– Es ginecóloga.
*
Aparecieron imágenes del interior de la catedral San X en la televisión. Tenía columnas gordas y ángeles gordos en las esquinas. El suelo estaba sucio, y las esculturas eran de piedra, igual que el aire. No se oía la voz del locutor. En el fondo, detrás del altar, estaba Jesús, en la cruz. Ése no es Jesús, dijo Lucas, Jesús estaba en mi taller. Allí estaba. Ese no es Jesús. Para los que vayan a la catedral puede que sea. Para mí no. El mío estaba en el taller. ¿Dónde está el tuyo, Marcos? Todo el mundo tiene uno. También María. En San Nicolás. Al final todos serán el mismo, seguramente. O, como mucho, habrá dos o tres en total. A Marcos se le ocurrió entonces que Bekebul era un bonito nombre para una lagartija criada en casa.
Después de la catedral apareció un helicóptero en pantalla. Debajo del helicóptero estaba Mozambique. No era Mozambique, sin embargo, lo que se veía en la televisión, sino el agua que tapaba Mozambique. Era una inundación Mozambique. Y la gente seguía en las copas de los árboles, esperando a los helicópteros. Pero había pocos helicópteros en Mozambique; o demasiadas personas.
*
– Voy a empezar a buscar un trabajo de oficina -Marcos.
– ¿Para qué? -María.
Marcos se quedó mudo.
– ¿Y la guitarra? -Lucas.
Marcos se volvió a quedar mudo. Y cada vez que le hacían quedarse mudo le dolía el estómago, y un poco la zona de las costillas.
*
Encendieron la televisión, cerca de las diez. Al parecer habían muerto tres personas en un partido de la selección brasileña o en un acto del carnaval. No se podía entender muy bien la noticia; estaban dando las dos informaciones -el partido de la selección y el carnaval- al mismo tiempo. Después se oscureció la pantalla. Eran imágenes del universo. En palabras del locutor «… según estudios de importantes científicos» dado el extraño comportamiento de una estrella que está «cerca» de nosotros «nuestro planeta podría sufrir daños irreparables», sobre todo en Siberia. «De todos modos, lo que tenga que ser ocurrirá dentro de ciento veinte años, y nosotros no estaremos, seguramente, en Siberia dentro de ciento veinte años, ja, ja.»
El locutor se rió ja-ja.
Marcos
Ahora por lo menos tengo esa opción: pasar todo el día en casa sin sacar la guitarra de la funda. Leer, comer, leer, mirar por la ventana, leer. Hasta la noche. Pero esa especie de vacación tiene un inconveniente; inmenso, no obstante: se me enfrían los pies. Y parece un problema insulso a primera vista, pero puede llegar a ser un enfriamiento de hasta diez horas. Y puedo estar leyendo la mejor literatura que se haya hecho nunca y no disfrutar, porque tengo los pies fríos.
Entonces no me queda otro remedio que tomar sopa. Pero hay veces que falla, que no llega hasta los pies, y me acobardo. Hay, sin embargo, otra forma de calentar los pies: leer la Biblia. Es la mejor forma, además, aunque haya una tercera posibilidad: el desenfreno. El desenfreno conmigo mismo o el desenfreno con Roma. Esta tercera forma es, con todo, la más imperfecta de todas, porque, además de los pies, también calienta la cara y el pecho, y no deja casi tiempo para leer literatura ni nada que tenga más de tres palabras seguidas.
Lucas está cada vez peor. Por una parte es bonito ver la enfermedad de Lucas, pero, aun así, me gustaría verle como para hacer cualquier cosa; me gustaría ver un Lucas de mi edad, por ejemplo. De todas formas, Lucas está más tranquilo desde que Roma viene más a menudo a casa. Le cambiamos los pañales Roma y yo. Y eso puede parecer dramático (si se es una persona dramática, como los notarios). Pero nosotros nos reímos de los pañales y de lo que significa tener que ponerse pañales. Porque somos igual de niños que Lucas, o igual de niños que los mismos pañales, o igual de niños que los adhesivos de los pañales, que a veces, sin previo aviso, dejan de adherir. No porque tengan una razón seria y contundente, sino porque se les ha metido entre ceja y ceja que no quieren adherir, y lloran y berrean, antes de cumplir su función y cerrar el pañal de forma impecable e higiénica. Y tanto a Roma como a mí nos parece bien ser igual de niños que los adhesivos de los pañales; si no podemos ser-por ejemplo- escritores o directores de cine, lo mejor que podemos hacer es ser igual de niños que un adhesivo de un pañal, que a veces adhiere y que otras veces no le da la gana de adherir.
Roma quiere ir a Lisboa. No tengo dinero.
Lucas. Ejercicios
Eran gente curiosa los faraones. Hacedme una pirámide aquí, para cuando me muera. No, así no. Más grande. Quinientos siete esclavos para hacer la pirámide. Cuarenta y tres muertos al final de la pirámide. Algo habrían comido que no les sentó bien. Lo he visto en la televisión. Las pirámides. Pirámides grandes. Pero los reyes eran peores. También lo he visto en la televisión. Los reyes ponían sus imágenes en las catedrales: Jesús, los apóstoles, ángeles y los propios reyes (Abelardo IV, por decir uno). ¿Qué tipo de cielo le dieron a Abelardo cuando se murió, después de echar a perder la catedral? Seguro que le dieron un trozo de cielo más pequeño que a los faraones, y más sucio. Y bien sé que a los faraones les dieron uno de los trozos más sucios. Pero don Rodrigo me ha dicho que Abelardo IV fue uno de los reyes más católicos y que no puede ser que no le den cielo. Me da igual. Que le den cielo también a Abelardo, porque no se puede dejar a nadie sin cielo, pero que le den un trozo sucio o, por lo menos, desaseado.
No sé si Rosa me creía. Yo creo que sí. Que las cosas que hacía con ella delante del espejo no las había hecho nunca antes, ni con nadie más. Y se lo he seguido diciendo después de que se murió. Me acuerdo perfectamente de aquella vez que le puse la mano debajo de la falda, en el tranvía, y de cómo retorció ella el dedo entre los botones de mi pantalón, y que ya sé que no fue más que un segundo, pero que no fue un segundo normal, que fue un segundo deportivo. Fue un segundo como los segundos de las olimpiadas, que no son segundos normales. Los segundos de las olimpiadas están un poco más rellenos que los demás segundos, y valen un poco más y pesan un poco más también. Por eso se lo sigo diciendo a Rosa, ahora que está muerta: «Aquel segundo fue un segundo como los segundos de las olimpiadas». Rosa no me contesta casi nunca. Seguramente no le explicaré bien lo de las olimpiadas.
El mundo es más pequeño de lo que se piensa. Es mucho más pequeño que el cementerio, por ejemplo. Yo he visto el mundo por la televisión, y es bastante pequeño.