A mí me gustan sin control, claro. Hay veces que les he seguido por la calle. Hasta que llegan a casa, o a la oficina, o a un servicio público. No más, claro.
A cuarenta metros parecen personas normales (también a treinta o a veinticinco, en algunos casos). De cerca no hay duda. Algunos tienen bien a la vista las características; otros más escondidas. Algunos las tienen todas; otros no. Pero, al final, siempre se nota quiénes son.
He aquí las características:
1. Suelen abrir los ojos con exageración, sin haber recibido, claro, sorpresa, disgusto o sobresalto alguno; por ejemplo, sentados en un parque, a las ocho y veinte de la tarde, en verano.
2. Destruyen a mordiscos cada una de sus uñas, como si fueran de otro, sin demasiada piedad.
3. Tienen la nariz larga.
4. Pronuncian mal, entre otras, la letra «erre» y la letra «ene».
5. Tienen la piel llena de manchas, como una alfombra beige.
6. Al levantarse de la cama, suelen tener gallos en el pelo, en la parte de atrás sobre todo (también junto a la oreja). Con forma de cuerno normalmente. Más de una vez llevan la etiqueta de la almohada colgada del pelo «Rodríguez Almohadas, S. L.»; todavía después de ducharse.
7. No cantan en la ducha; simulan entrevistas. Bien de radio, bien de televisión.
Y así son los que me gustan a mí.
Marcos tiene la nariz larga y suele andar con gallos en el pelo. En la ducha no sé lo que hace, pero me lo puedo imaginar.
7
Había otras dos cosas que hacía Marcos con verdadero placer cuando se metía en la cama: pensar y dormir. Pero si pensaba, no se sosegaba lo suficiente como para poder llegar a dormirse. Y si se quedaba dormido, tenía grandes dificultades para pensar. Cuando dormía, sin embargo, se le abría otro abanico de tres posibilidades, a cual más anárquica y sospechosa: podía empezar a soñar, podía volver a despertarse o podía, sonámbulo, levantarse de la cama y cantar. Cantaría, claro está, algo monótono, porque los sonámbulos son seres monótonos (los sonámbulos son monótonos hasta cuando se caen por las ventanas). Casi siempre elegía, pues, la opción de soñar. Y soñaba con exageración.
Había veces que, en vez de dormir, pensaba; pensaba con los ojos abiertos, en Semana Santa y en verano sobre todo. Y era entonces cuando elegía los temas más espectaculares para pensar sobre ellos: las guerras europeas, las alubias rojas o Dios. Pensaba durante un rato en Dios, en el cristiano, y también en los otros dioses, más desconocidos pero de mucho colorido siempre. Después hacía la prueba de retirar todos los dioses del mundo, pero los volvía a colocar rápidamente, cada uno en su sitio, y los volvía a quitar y los volvía a poner. También los cambiaba de sitio a veces. Para ver las caras de la gente. Marcos demiurgo. Pero se angustiaba. Marcos se angustiaba cada dos por tres. Y para no angustiarse, intentaba buscar otros temas; temas que tuviesen menos que ver con él, como por ejemplo el cuarto día de las olimpiadas, las piernas y los mareos de Lucas, un grupo de cuervos que volaba alrededor de una farola o las ranas. Y, de entre todos, solía elegir las ranas, por ser los demás temas menos humanos y más rigurosos.
María, por el contrario, sólo pensaba en una cosa cuando se metía en la cama. Pensaba en la mañana siguiente. De hecho, el único placer de María era levantarse cuanto antes. Dormía con escasez María, dormía sin convicción.
Desde la última visita del médico, apenas se levantaba Lucas de la cama (ya serían siete o cinco semanas). Era en la cama, por lo tanto, donde tenía Lucas todos sus placeres y todos sus desplaceres.
El día en sí
Marcos estaba en Lisboa con Roma, por eso estaban viendo Lucas y María la televisión, a las cinco de la tarde, porque de lo contrario estarían paseando, los cuatro, juntos, porque era verano y porque era vacaciones, pero «ya sabes, los jóvenes», y «hacen bien», y «aunque no hagan bien, ya habrán hecho lo que tengan que hacer, allí, en un hotel de Lisboa». O en una tienda de campaña, que son mucho más sinuosas que los hoteles. Estaba preocupada María. «Ya sabes, los jóvenes.»
María estaba segura de que Lucas no estaba atento a la televisión. Sabía que estaba mirando las esquinas de la sala, las polillas, las maderas. No entendía María qué tratos tenía Lucas con las polillas. Alguno sí.
Tampoco María atendía a la televisión. Seguramente porque tenía lana y agujas en las manos. Y la cabeza la tenía en Lisboa, y en las carreteras de Lisboa y en un hotel de allí y en la piscina del hotel y en las mareas de Lisboa y en los cortes de digestión.
Además, María no paraba de fijarse en la puerta de la sala. Era de cristal la puerta, del cristal de las botellas de anís. Del que deja ver y no deja ver. Y veía, María, sombras de personas detrás de la puerta, detrás del cristal de botella de anís. Llevó a cabo entonces un razonamiento tan ágil como sobrio: no podían ser Marcos y Roma, porque estaban en Lisboa; tampoco podía ser Lucas, porque estaba a su lado; no podía ser Ángel, porque eran años los que llevaba muerto. Pensó un poco más y dedujo que tampoco podía ser ella misma. Solamente le quedaba una quinta opción, la más filmable de todas: eran ladrones.
Le dijo a Lucas:
– Anda alguien.
– Será Marcos.
– Marcos está fuera.
– Serán ladrones entonces. ¿Les digo que se marchen?
– No. Déjales. Tendrán necesidad.
*
Y se enfadaron Marcos y María. Pero se enfadaron como se enfadan las tortugas y las lagartijas, de repente, con mucho aparato.
Lucas miraba a los dos y se acordaba de las polillas. Las polillas no discutían nunca. Pero es normal, porque las polillas acostumbran a estar solas. Por eso no discuten. Y ¿qué hacen las polillas? Funcionan un rato y después se mueren. También Marcos y María funcionaban, pero acto seguido discutían, se enfadaban, leían. Cosas, en resumen, a las que no se puede llamar funcionar, porque no son de provecho y porque cansan.
Lucas, tras esa impactante disquisición, escuchó a Marcos y a María con envidia. Él llevaba años sin discutir con nadie. Y decidió participar en la discusión, con frases que nada tenían que ver con el enfado de Marcos y María. Con frases como: «La mentalidad de la época de la República, eso es lo que necesitamos ahora» o «No debería nadie boicotear las olimpiadas».
Marcos miró de reojo a Lucas, y María fue a por las pastillas. Marcos aprovechó la pausa para irse de casa. Cerró la puerta con bastante golpe.
Pero cuando se le empezó a pasar el enfado -nada más llegar a la oficina-, se arrepintió: de lo que le había dicho a María, del portazo. Estuvo toda la tarde dándole vueltas a la discusión. María estaría enfadada, con toda la razón del mundo. Ahora tendrían que estar sin hablar; hasta una semana entera, posiblemente. Y eso era difícil de aguantar para Marcos. Y se volvió a arrepentir. Diecisiete veces se arrepintió durante la tarde. E1 enfado le había valido, por lo menos, para arrepentirse con promiscuidad.
Por la tarde llegó a casa con un poco de miedo. No sabía cómo le iba a recibir María. Con qué cara. Abrió la puerta con reparo, pero no había nadie. Fue a la cocina y, aunque estaba oscuro ya, vio que había algo raro encima de la mesa. Encendió la luz para ver que había miles de polvorones en la mesa y que si se quería ver el mármol, no se podía, porque estaba debajo de los polvorones. Los polvorones eran el vicio de Marcos.
Cuando llegó a casa, hora y media después, María le dijo ¿estaban ricos?, o algo parecido.
*
Marcos abrió el paraguas y pensó que todos los paraguas son insectos. Insectos negros, naranjas, verde-rosas. Y siguió pensando, y pensó que el paraguas tenía serios problemas para taparles a los dos, a Roma y a él, que necesitarían, por lo menos, otros dos paraguas más, uno para la derecha y otro para la izquierda, sobre todo cuando el viento; que necesitarían otros dos insectos más por lo menos. Que siempre llegaban al coche con la manga izquierda mojada o con la manga derecha mojada. Y que para no mojarse se apretaban el uno contra el otro, allí, debajo de un insecto, y que era entonces cuando más cerca sentía las partes del cuerpo de Roma, aunque fuera invierno, aunque tuviera trescientas siete ropas puestas.