Un recuerdo es de invierno. Con nueve años. En el tren. Olía a tren (es muy importante el olor, el olor a tren). Le pregunté a mi madre cuántas íbamos a comprar. Me dijo que tres o cuatro. íbamos a comprar figuras de Navidad. Mi madre, mi hermano y yo (mi hermano está muerto). Estaba oscuro ya, a las seis de la tarde. Enfrente de nosotros había dos chicos cambiando cromos. Pero no tuvimos envidia de ellos. Porque nosotros íbamos a comprar figuras de Navidad.
Entonces fue la impresión (con los pulmones llenos y con los zepelines aquí y los zepelines allí). No veía ni cromos, ni chicos cambiando cromos, ni a mi hermano, ni olores de trenes. En todo estaba la impresión (zepelines sobre todo, y los pulmones llenos de aire y llenos de algo más también, diría yo, llenos de algo así como chocolate, por ejemplo).
El otro recuerdo es de primavera. Era una mañana y lluvia. Ahora iba con mi padre, a ver fútbol, en tren. Tenía doce años, o trece. Mi hermano estaba muerto ya. El olor era after-shave, de mi padre. El vagón iba vacío. Sólo una pareja de personas mayores. Iban todo el rato mirando hacia delante, hasta que en una parada el hombre giró la cabeza y miró la cara de la mujer. Después siguieron mirando hacia delante todo el viaje. Y entonces me volvió aquella impresión, la de los zepelines y la de los pulmones.
Todavía sigo pensando que esos dos recuerdos que me llegaron al mismo tiempo son lo mejor que he tenido nunca. Quiero decir que desde entonces no me ha vuelto a pasar nada igual. Pero que si me ha pasado dos veces, por qué no me va a pasar otra. Por eso he decidido hacer la prueba. Por eso he decidido montar en todos los trenes que pueda. En todos los trenes.
4
El Día de Todos los Santos se venden bastantes flores, de Colombia la mayoría. Las expediciones del Shisha Pangma hacen un nuevo intento; no tienen conocidos en los cementerios. Y en la radio ponen sinfonías, en caso de lluvia o frente nuboso.
El día en sí
Lucas le dijo a María que no quería ir al cementerio, que estaba cansado y que quería ver las olimpiadas en la televisión, y que, si tenía tiempo, iba a leer el artículo del Annapurna en la revista, que le faltaba la mitad. Luego le explicó que uno de los de la expedición lo estaba pasando mal y que le decían que se volviera, que venía tormenta, que se veía claro en el cielo y en las ciento veinte pulsaciones por minuto que tenían.
María le dijo que el Annapurna no se iba a mover, que los dioses llevaban horas sin mover montañas, y que tenía días y días para ver las olimpiadas y solamente el Día de Todos los Santos para ir al cementerio.
Lucas se empeñó en que ya iría al cementerio dentro de dos semanas, que por qué hoy, que sólo faltaban doce días para que se acabasen las olimpiadas y «¿Por qué hoy, María?», que no lo entendía.
Cuando se vio sitiada, María le ofreció chocolate, para que se dejara de olimpiadas y Annapurnas y fuera al cementerio. Era un soborno el chocolate. Al principio se resistió Lucas, pero pronto empezó a imaginarse un Annapurna todo de chocolate, y pensó que era posible que en la retransmisión de las olimpiadas no hubiese atletismo, sino hípica, y que la hípica también era olimpiadas, pero un poco menos que el atletismo y que la gimnasia, y que se iba a aburrir igual viendo hípica y en el cementerio, pero que en la hípica se iba a aburrir sin chocolate.
– Si no nos damos prisa -dijo Lucas cogiendo la gabardina-, no llegamos a la misa.
*
En la estación solía haber más gente, eso sí, pero a Marcos le gustaba la avenida para tocar la guitarra. Era peatonal y era sin trenes. Por eso le gustaba más. Pero le gustaba, sobre todo, desde que empezó a recibir avisos.
Marcos tenía alguna manía. Nunca tocaba, por ejemplo, en el mismo sitio del día anterior. De un día para otro se movía, por obligación, nueve metros o cinco milímetros; pero, eso sí, cinco milímetros por lo menos, con tal de no tocar en el mismo sitio del día anterior. Así empezaron los avisos en la avenida: todos los días encontraba Marcos lienzos doblados hasta la angustia en el lugar del día anterior, debajo de una piedra, en una alcantarilla. Eran cuadros. Eran cuadros a pastel, cuadros con colores por todos los sitios. Eso eran en general. Las pinceladas tenían sentido del humor. Y eran avisos todos esos cuadros.
Y al ser avisos, tenían que tener algún significado, seguro; pero debían de ser avisos en sánscrito o, como mucho, avisos en esperanto, porque entender se entendían, pero poco.
Y estaban firmados: Roma Malo. Y la firma sí; la firma tenía un significado claro: «Me llamo Roma Malo y es Roma Malo la que te manda este aviso». Eso era lo que significaba. Roma Malo.
Estuvo a punto de coger el listín telefónico. Buscar el teléfono de Roma Malo, llamar a Roma Malo. Pero no, el listín no. Tenía que ser de otra manera. Pero tampoco estaba para perder el tiempo; podía aburrirse Roma Malo. Entonces se acordaba del listín otra vez. Pero no, era fácil el listín.
Una mañana encontró el cuarto lienzo en la avenida. Pero se atragantó un poco, porque había estado lloviendo. Se había mojado una esquina del lienzo, a pesar de estar bien metido entre dos piedras. Lo sacó con cuidado y empezó a desdoblarlo con la misma paciencia con la que comen los gatos las aceitunas. Lo primero que vio fue la firma, totalmente seca. Roma Malo.
El lienzo estaba mojado en el centro: el agua había esparcido los colores. Ya no eran pinceladas derechas, ya no eran líneas; ahora era un círculo en color. Y le parecía a Marcos, no se sabe muy bien por qué, que ese círculo era su respuesta a Roma. Y que el agua había contestado por él. Ese círculo que había hecho el agua era su que sí, su claro que sí, Roma, cómo no. Así quiso creerlo Marcos. Después tocó algo pensando en Roma, hasta que sintió la difícilmente delegable necesidad de expulsar ciertos líquidos de su cuerpo, cosa que en ningún modo impide el pensamiento romántico, pero que lo excluye, en cualquier caso, de su carácter sublime.
*
Desde la casa de Lucas y María hasta el cementerio había veintisiete balcones de madera. Lucas pensó que sería curioso morirse en el camino del cementerio. Pero no le apetecía morirse todavía; no antes de la final de cien metros lisos. Además, si llegase a morir en el camino del cementerio traería un grave problema a la conciencia de María, porque había vendido a su hermano por unas pocas onzas de chocolate, que era bastante peor que negarlo tres veces antes de que cantara el gallo. Por eso iba mirando Lucas a los balcones de madera y a las cesiones que hacían los perros al municipio en forma de volúmenes semicilíndricos y marrones. Y cuando vio y contó el balcón número dieciocho, se dio cuenta de que bajo su zapato cambiaba de forma uno de aquellos volúmenes semicilíndricos y marrones. Se empezó a reír, y María le preguntó «¿Qué?», porque no había visto, y le volvió a preguntar «¿Pero qué?», y fue entonces cuando se dio cuenta y ella también se empezó a reír. No se reían por el olor del zapato de Lucas, por supuesto; reían porque si algo había todavía que les hiciese disfrutar, era entrar en los céspedes a limpiarse las suelas de los zapatos (los Días de Todos los Santos sobre todo). Entraron, pues, a un césped y empezaron a restregar los zapatos contra la hierba, y gimieron y aullaron y barritaron, para escándalo de una mujer que pasaba por allí y que había tenido una educación ligeramente desacompasada.
*
– ¿Sí? ¿Quién es? -dijo María en el teléfono.