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Lucas desapareció tras una puerta con la revista en la mano, y Marcos se quedó sin saber qué hacer, fuera de juego, delante de María. María dijo que no quería espías en la cocina, que se fuese con Lucas, o a la habitación de Ángel, o a tocar la guitarra, que ya le llamaría para comer.

*

Lucas estaba leyendo una revista sin hacer demasiado caso a los demás:

«No sé lo que me pasa. Todo me da igual. (…) Me dan de beber, me quitan las botas y algunas ropas mojadas…, me dan algún masaje y me meten en el saco. No me importa nada; llego hasta el punto de abandonarme, de no resistir, que es lo que nunca debe ocurrirle a un himalayista. (…) Conmigo el Kangchenjunga se ha portado muy mal. Ya que estaba tan agotado, podía al menos haberme respetado y no haber desatado la ventisca. Ha sido una montaña cruel. (…) A mí el Kangche me ha tratado muy mal».

– … yo también, de joven… -siguió diciéndole María a Marcos, en la sala, en el sofá.

– Leía mucho María -apuntó Lucas levantando la lupa de la revista.

– La cuestión es escribir.

Ésa es la frase que dijo María, La cuestión es escribir, y no aclaró nada más, porque

empezó a acordarse de los libros que leía después de hacerse maestra; antes de la guerra también, pero sobre todo después de la guerra. No se podían leer, en general. Decían que los escribía Satanás y que Belcebú los traducía y los traía de Europa. María se los tragaba: a Satanás y a Belcebú, a los dos. Los masticaba bien además. Satanás sabía a jamón y Belcebú a patatas. A patatas fritas.

– ¿Hemos cenado ya hoy, María? -preguntó Lucas.

Lucas. Ejercicios

Ayer me vino don Rodrigo quejándose. Me dijo que a ver si no era demasiado joven el de la guitarra y los tirantes para vivir en esta casa. Yo le expliqué que no, que tiene humor. Entonces don Rodrigo se marchó, a las bombillas del cuarto de María. Eso es lo que le gusta, la luz. Más que la madera. A veces discutimos, a ver a quién le gusta más la madera, a él o a mí. Yo le digo que él tiene intereses culinarios y que eso no es noble. También le digo que tiene que salir a la calle, a ver cosas. El me dice que todo lo que quiere ver está en casa. Yo le explico que hay cosas grandes en el mundo, que están los tangos, por ejemplo, o los ocho-miles. Eso sí, el Himalaya es frío para una polilla. Bailábamos mucho Rosa y yo. Nos arreglamos desde el primer día. Tenía el cuerpo derecho yo entonces, después de la guerra. El tango: un paso, otro paso, atrás. Y Rosa.

Ahora son las escaleras. Las de casa las subo bastante bien, pero no las de San Nicolás. Me ahogo y el corazón me. Sobre todo con bochorno. Pero quiero subirlas todos los días, para saber que puedo. Y las escaleras son el Shisha Pangma también un poco. Cuando se empiezan a subir no se ve nada desde abajo, como si arriba sólo estuviesen el final de la escalera y el cielo. Pero al ir subiendo se empiezan a ver los arcos y los árboles y las personas. Las escaleras terminan justo en el sitio donde paraba el tranvía. Cuando había tranvía.

También la carpintería. Cuarenta y tres años en la carpintería. Antes había sido almacén de carbón. El carbón es una pintura sin educación. El taller estaba negro siempre. Limpiándolo todos los días también, negro el taller. Siempre. Sólo tenía una esquina limpia, a saber por qué. Puse una figura de madera allí, en la esquina limpia. Tampoco se puede decir que aquella figura fuera el propio Jesús. Era algo así como un primo de Jesús. No tenía ni cruz.

Jesús no tenía hermanos, pero primos sí. La cosa es que hice un primo de Jesús y lo puse en la esquina limpia del taller.

Don Rodrigo dice que a él también le cansan las escaleras, que no me preocupe.

María. Ficciones

Pilar me dijo que probara. Me decía que me metiera en el baño, a recordar cosas, sin más. Y que si se me acababan las cosas que tenía para recordar -en apariencia, claro-, que me inventara nuevas, que, total, lo mismo da recordar que imaginar, que la cuestión es hacer cosas; si es posible bien y disfrutando. Pero si no, un poco mal y disfrutando.

Desde entonces me paso horas en el baño y lo que recuerdo es algunas veces verdad y otras no. A veces se me olvida que la mentira es mentira. Lo de ayer por la tarde, por ejemplo. Me acordé de cuando estuve con Alberto. De cómo me abrió la puerta de su casa y de cómo me quitó el abrigo y del gesto que hizo al encender las velas de la cena y de que luego estuvimos.

Pero ése es un recuerdo bastante reciente, y me marea un poco y me da algo de calor también. Cuando salí del baño mi madre me preguntó «¿Qué?» y yo le contesté «¿Qué?», como si no hubiese hecho nada malo, y me fui a la cama. Pero se conoce que me faltaba todavía algún recuerdo porque en la cama seguía viendo a Alberto. Olía los olores también.

Por eso me gustan más los recuerdos antiguos, de cuando era niña. Era entonces cuando más escribía mi padre. Ahora también escribe algo, y yo le suelo quitar los cuadernos de vez en cuando. A decir verdad los deja encima de la mesa, a la vista; pero yo los cojo con miedo. Es más, los abro con los ojos cerrados. Mi padre escribe muchísimo mejor que yo:

«A excepción de alguna nimiedad y, claro está, siempre dentro de nuestros límites -que aunque insustanciales, eran límites-, llegamos a dar, en la década de los sesenta, indiscutible explicación a todo aquello que preocupaba a lo que de humano tiene el mundo. Reunimos toda ideología, lo aclaramos todo, dejando al futuro sin opción a contestar, ridiculizando a todo aquel que hoy quiera ser escritor, enterrando sus ganas. Podría suceder, sin embargo, que nuestra propia explicación careciese de fundamento, de esencia. Entonces, pero sólo entonces, allí donde hicimos de nuestra explicación baluarte, sin que llegue el terror a paralizarnos, emplazaríamos el objetivo personal, en forma, en cualquier caso, de búsqueda especializada. Pero todo esto, no cabe la menor duda, también quedó definido por nosotros, en la década de los sesenta».

Ahí está. ¿No lo decía yo? Lo bien que escribe mi padre. Por eso suelo traer a veces los cuadernos al baño. Quiero aprender. Pero no sé yo.

Una vez se me mojaron tres hojas del cuaderno.

3

Lucas le solía decir a Marcos que el día tiene dos partes. «Casi todos los días tienen dos partes: el día en sí y cuando el día empieza a dejar de ser día.»

Decía que el día en sí era para hacer cosas, para ir y venir, para serrar si había que serrar y para hablar si había que hablar. Pero que cuando el día empezaba a dejar de ser día las cosas cambiaban bastante. Cuando el día empezaba a dejar de ser día era para contar. Para contar las idas y venidas, para contar qué se había hecho con la sierra y para contar con quién se había hablado y de qué. Para eso era, esencialmente, el final del día. Lucas le contaba a Marcos que había una tribu en Australia en la que elegían a una persona. «Eligen a una persona para contador de la tribu. El contador ve cosas y piensa cosas. Después se las cuenta a los demás, cuando el día se va acabando.» Decía Lucas que ése era su oficio, que no tenía que cazar el contador, ni cocinar, ni pelear…, que era el contador de la tribu y que ése era su oficio.

Todo eso lo había visto Lucas en un documental.

«Y en esa misma tribu les quitan la cabeza a las cucarachas; es como una afición de ellos», siguió diciendo Lucas. «Pero, aun así, sin cabeza, tardan nueve días en morir las cucarachas.» Al final, según Lucas, morían de hambre; no porque les faltase el cerebro o las ocurrencias -tan típicas de las cucarachas-, sino porque no tenían boca por donde tragar.

Ese triste secreto de las cucarachas lo había visto Lucas en otro documental diferente, pero mezclaba los dos documentales. Con precisión y estilo.

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