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Lucas solía andar entre los vagones cuando no estaba Rosa. Hablaba con los que limpiaban los trenes. Ahora había tres chavales; hacía cuarenta años un viejo: Arturas. Eran elegantes las conversaciones entre Arturas y Lucas. ¿Mucha basura, Arturas? Menos que en el infierno. (…) ¿Qué tiempo va a hacer, Arturas? Mejor que en el infierno.

A Lucas le gustaba estar cerca de las ruedas de los trenes. Desde los andenes de las estaciones no podía ver las ruedas, pero sí desde allí; era un privilegio estar allí. Y solía coger un clavo en el taller y hacía dibujos en la roña de las ruedas, y algunos dibujos seguían en el mismo sitio al de una semana, cuando los volvían a traer a limpiar, pero muchos de ellos no eran ya ni siquiera dibujos, eran un poco más de roña encima de la roña de antes.

Cuando decidía que ya había andado lo suficiente entre vagones, se acercaba al balcón de la estación. Para Lucas era el balcón de la estación porque dejaba ver toda la parte baja del pueblo, y los últimos árboles, y el monte, y las setas, si se era joven y se tenía buena vista. Pero había niebla entre los árboles, el monte y las setas. En lugar del bochorno del pueblo. No una niebla caliente; una niebla simpática y una niebla como Dios manda.

Entonces se despedía de la estación y de quienquiera que estuviese limpiando los trenes, y andaba hacia la niebla. Andaba seguro. Y torcido. Conocía muy bien las calles cercanas a la estación: la panadería de Juan, la casa de su tía (la sopa de su tía), la plaza. Pero daba la vuelta a una esquina, y aparecían casas que no había visto nunca, rojas casi siempre, y otro parque y niños y madres nuevas. Lucas dejaba de estar tranquilo entonces. No entendía las calles nuevas.

Se sentaba en un pretil sin personalidad, se mareaba. No sabía el camino de la niebla. Ni el de casa. Casi siempre se le acercaba un policía municipal entonces.

– ¿Otra vez, Lucas? -le decía.

Lucas no le solía conocer, hasta que llegaba a su lado y le veía la barba.

– ¿Adónde ibas, Lucas?

– A la niebla -contestaba-. O a casa.

El municipal cogía a Lucas del brazo y le acompañaba a casa, igual que si estuviera dando de comer a uno o dos peces tropicales.

*

Roma se tumbó boca abajo, o bien esperó sentada. Marcos se puso al lado de Roma, o bien encima de ella. Roma dijo algo y Marcos respondió. Roma se arrodilló después, o bien se apoyó sobre su costado. Marcos cayó de la cama. Roma sonrió, o bien quedó mirando el siete de la sábana. Marcos cogió el cuello de Roma, o bien al revés. Marcos vio un anticiclón en las Azores; Roma en Gran Sol.

Cuando más aire necesitaba Marcos, sintió un mechón en la boca. Liberó la mano que estaba trabajando y trató de que su boca recuperase su función. Roma, menos alterada para entonces, intentó ayudarle.

Marcos dijo algo; Roma respondió. A Roma se le escapó un sonido, y Marcos se dio cuenta de que le estaba aplastando el muslo izquierdo con el codo.

Marcos empezó a utilizar un idioma especial; Roma también. Marcos dijo «lura, Roma» y Roma dijo «lura kidu» y «leda idus». Y siguieron diciendo palabras no tan significativas y de sentido mucho más oscuro.

*

Hay personas, según Marcos, a las que no queda más remedio que inventarles trozos de biografía. Sobre todo a aquellas que tienen dos, tres y hasta cuatro biografías diferentes. A los que, por ejemplo, estuvieron en la guerra de jóvenes, en el manicomio después y en las últimas patadas de la vida habían sido empresarios o algo peor. O a los que habían nacido y habían muerto en unos altos hornos pero que, en algún momento, habían pensado en dejar el trabajo e intentar conseguir una beca de pintura de la diputación.

Las biografías más aprovechables eran las que aparecían en los veranos de las ciudades. Como la del hombre que intentaba decir algo moviendo una especie de muñecos al lado de la fuente de la catedral. Marcos lo miraba con tensión: tenía siete muñecos y llegaba a mover hasta cuatro al mismo tiempo. No decía más que siete palabras; todas con acento totalmente sancionable.

Nació en Dresde, en 1947. El cuarto de siete hermanos. Ya desde pequeño le prohibieron dos cosas: la bicicleta y comer manzanas compartidas. También escribir cuentos. Y no los escribía pero se los contaba a sus hermanas pequeñas hasta que se enteró su padre. A partir de entonces, no le quedó otra solución que pensarse un cuento de vez en cuando. Sólo para él. Imaginaba oyentes diferentes, eso sí: algunos le increpaban; otros, los que no entendían el cuento, llegaban incluso a enfadarse, y la mayoría se quedaba como al principio. Había unos pocos, pobres de espíritu seguramente, que, después de escuchar el cuento, intentaban simular gozo o, los más instruidos, empatía. Así es como entendió que tenía que seguir mejorando los cuentos, que hacer un cuento no es abrir una botella de gaseosa o coger una babosa parda en el hábitat de la babosa parda.

Fue también su padre el que le matriculó en la universidad, como si para entonces no hubiera tenido dieciocho años. Allí lo enrevesaron de arriba abajo. Hasta convertirlo en ingeniero.

Acabó los estudios, y pasaron tres días y una tarde antes de que lo contratara una empresa. A partir de entonces salía a las siete y media de trabajar y era muy feliz de ocho menos cuarto a nueve de la noche.

Sería, posiblemente, el ser más inteligente de la empresa y, para el segundo año, tenía un cargo largo y un sueldo largo. Salía a las ocho y media de trabajar y era muy feliz de nueve menos cuarto a nueve de la noche.

Un día cumplió cincuenta y un años, y veintisiete días antes pidió la mañana libre en el trabajo para ir al dermatólogo. No llegó a la consulta. Un sobrino lo vio mirando al Elba, a las once y cuarto de la mañana, en calzoncillos. Allí es donde empezó a pensar el cuento de los siete muñecos, hasta que sintió un poco de frío y un poco de escándalo por todas y cada una de las aberturas del calzoncillo. A la hora de cenar.

Cuando el día empieza

a ser más noche que día

María estaba en la cocina. Lucas en la sala. Marcos no estaba. Sonó el timbre. María abrió despacio. Había un cuadro de unos dos metros en la puerta, junto a las escaleras. Un cuadro vistoso. María se asomó un poco: quería ver quién era el ser humano que había traído aquello. «¿Sí? ¿Quién es?» Llamó a Lucas entonces. Vino Lucas. «Un cuadro vistoso», dijo. Luego dijo «¿Quién lo ha traído?». «No sé.» También Lucas se asomó, con el mismo gesto que su hermana: «¿Sí?». En la escalera olía a alubias.

María no hubiera sabido definir el cuadro; no lo quería definir, además. O hubiera dicho, como mucho, «Un cuadro vistoso». Lucas lo hubiera definido diciendo «Vaya, vaya», o diciendo «Un cuadro vistoso».

María ya estaba cerrando la puerta cuando salió Marcos de detrás del cuadro. Con la mano izquierda sostenía el lienzo; con la mano derecha hacía gestos de interpretación poco clara. Lucas se alegró. También María se alegró, pero sin querer alegrarse.

– Regalo de Roma -dijo Marcos.

– ¿Para ti? -María a Marcos.

– Para Lucas -Marcos.

Lucas se derritió con el regalo y fue a contárselo a don Rodrigo. También María se derritió un poco.

– Es artista Roma, entonces -María a Marcos.

– No: médico -Marcos.

*

María no hizo mucho caso a Lucas. Pensó que su hermano seguía igual, que hablaba y hablaba pero no decía, o decía muy poco. O ni siquiera pensó todo eso; lo único que preocupaba a María en aquel momento era un bizcocho que poco a poco estaba tomando forma de zepelín marrón. Sin más.

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