Литмир - Электронная Библиотека

Sango Kerim y Kuame fueron los primeros en arrojarse uno sobre otro. En el centro de la refriega, trataron de atravesarse el costado por todos los medios, pero, una vez más, ni el uno ni el otro conseguían vencer. El sudor les perlaba la frente, se agotaban en vano; de pronto apareció Barnak, quien, con un rápido movimiento del brazo, decapitó a Sango Kerim. Su cabeza rodó tristemente por el polvo, y al caudillo nómada ni siquiera le dio tiempo de decir adiós a la ciudad que lo había visto nacer, pues la vida ya había escapado de su cuerpo. Kuame bajó la espada, no podía creerlo, su enemigo yacía ante él, a sus pies. Pero no le dio tiempo de alegrarse por la victoria: el viejo Barnak se había vuelto hacia él y lo miraba con ojos de loco. Ya no conocía a nadie, a su alrededor no veía otra cosa que cuerpos que atravesar. Hundió la espada hasta la empuñadura en el cuello de Kuame, que lo miró con ojos desorbitados por el asombro y se desplomó sin vida, ejecutado por su amigo a los pies de su enemigo decapitado.

En un abrir y cerrar de ojos, Barnak se vio atacado por decenas de guerreros de ambos bandos. Lo rodearon como cazadores que acorralan a una bestia salvaje y la matan a palos. Así murió, traspasado por decenas de lanzas, pisoteado y lapidado por los dos ejércitos.

Los guerreros perecían por todas partes, los golpes se amontonaban sobre los golpes; lentamente, todo se extinguía, ya no quedaban más que hombres con horribles heridas que se arrastraban con los codos intentando escapar al festín de las hienas, que ya infestaban la llanura. El último en morir fue Sako. Su hermano Danga le abrió el vientre, y sus entrañas se esparcieron por el suelo. En un esfuerzo supremo, consiguió herir a su hermano en un pie. Danga reía mientras la sangre le manaba del tendón seccionado, había ganado.

– Te mueres, Sako, y la victoria es mía, y míos son Massaba y el reino de mi padre. Te mueres, he acabado contigo.

Dejó el cadáver de su hermano a sus espaldas y quiso correr hacia Massaba para abrir las puertas de la ciudad como amo y señor, para gozar de lo que era suyo, pero la sangre seguía brotando de su herida. Ya no podía andar y cada vez se sentía más débil; de pronto, la ciudad le pareció infinitamente lejana. Empezó a arrastrarse sin dejar de reír, no comprendía que se estaba cumpliendo la predicción. Él, gemelo de Sako, que había nacido dos horas más tarde que su hermano, moría dos horas después de él. Sus vidas habían durado lo mismo, Sako lo había precedido en la muerte y lo esperaba, impaciente; Dango se vació de sangre lentamente. Y así como al nacer había caído de bruces sobre la sábana tinta en la sangre de su hermano, en ese momento agonizaba sobre el polvo enrojecido por la matanza. Todo se había consumado, la muerte del uno significaba el término de la vida del otro.

Cuando Danga expiró sin haber podido alcanzar las puertas de Massaba, un silencio inmenso se abatió sobre la ciudad, ya no quedaba nadie; era la hora de los carro – ñeros y del lento vuelo de los pájaros carniceros.

– ¿No lloras, Tsongor? – La voz de Katabolonga resonó en la inmensa cámara funeraria. El cadáver no respondió -. ¿No lloras, Tsongor? – repitió Katabolonga. Tsongor oía la lejana voz de su amigo, pero no respondía; no, no lloraba, aunque veía pasar a todos sus hijos, a todos los guerreros de Massaba, a los últimos combatientes. Estaban allí, ante sus ojos, con el rostro destrozado, con la mirada apagada por los años de guerra; estaban allí, avanzando con paso lento, como un cortejo moribundo. Veía a Kuame y a Sango Kerim, veía a sus dos hijos, Sako y Danga, que seguían enzarzados en la lucha; estaban todos allí. Tsongor no lloraba, no, tenía la sensación de estar viendo pasar una columna de locos sedientos de sangre; estaba inmóvil, ni siquiera intentaba llamarlos. Sólo desprecio, sólo sentía desprecio por aquellos combatientes que se habían matado del primero al último. No, no lloraba; al pasar junto a él, los muertos percibieron su presencia y bajaron la cabeza. Tsongor estaba allí, juzgándolos con su mirada de antepasado, Tsongor los dejaba pasar sin pronunciar palabra, sin intentar abrazarlos y besarlos en la sien por última vez. Fue entonces cuando los invadió la vergüenza y siguieron avanzando hacia la orilla, sin esperar nada más. Tsongor los miraba mientras se alejaban; estaban todos allí, no pasó por alto ningún cuerpo, ningún rostro. Estaba seguro de que Samilia no se encontraba entre ellos. Su cólera no hizo más que aumentar y, dirigiéndose a los condenados, habló al fin con voz pétrea, con la ira del padre ofendido.

– No teníais derecho – les dijo -, ningún derecho a morir. Samilia está viva, la habéis dejado sola. Debíais luchar por ella, pero os habéis destrozado del primero al último y la habéis olvidado. Ya no queda nadie para velar por ella. Os maldigo, no teníais derecho.

La tropa desapareció lentamente, nadie se atrevió a volverse. Tsongor se quedó allí, era la única sombra que no podía pasar al otro lado. Una voz lejana lo llamaba al mundo de los vivos. Tsongor la conocía, era la voz de Katabolonga.

– ¿No lloras, Tsongor?

No, no lloraba; apretaba los puños con cólera, maldiciendo a los condenados.

Suba seguía recorriendo los caminos, pero su comportamiento había cambiado. Era como una sombra miedosa, evitaba las ciudades, se mantenía alejado de los hombres. El asesinato del oráculo seguía torturándolo, la vergüenza no le daba tregua. Pensaba en su padre, en sus conquistas, en sus crímenes, y ahora creía comprenderlo. No paraba de reflexionar sobre las palabras del oráculo; sí, la anciana tenía razón, sólo se inspiraba asco. Ya no pensaba en las tumbas, y la idea de tener que dirigir otra obra lo horrorizaba; no, no construiría la última tumba, quería huir, desaparecer del mundo. Era un peligro para los hombres, sus manos podían matar. Lentamente, como un viejo decrépito, avanzaba hacia los grandes desfiladeros del norte, aquellas altas y escarpadas montañas, salvajes y abandonadas por el hombre. Sólo podía esconderse allí, allí, donde nadie iría a buscarlo. Quería desaparecer, y los grandes desfiladeros le parecían el abismo ideal para perderse.

Cuando llegó, el prodigioso espectáculo de las montañas lo dejó sobrecogido. Era un macizo muy accidentado, surcado por largos desfiladeros semejantes a angostos caminos de piedra, pasillos en los que apenas cabía un hombre; allí nada tenía medida humana. A veces, después de haber recorrido un desfiladero, llegaba al borde de un precipicio, y era como estar en una terraza: hasta donde alcanzaba la vista, no había otra cosa que el inmenso silencio de las montañas. Por primera vez desde el asesinato del oráculo, se sentía en paz; de vez en cuando, un halcón solitario rasgaba el cielo, estaba solo en un mundo salvaje. Suba se dejó llevar por su mula.

Durante tres días vagó por aquel laberinto de piedra, plegándose a los caprichos de su montura, sin comer ni beber, como una sombra que muere lentamente empujada por el viento. Al cuarto día, cuando las fuerzas lo habían abandonado por completo, se vio de pronto ante la entrada de un palacio excavado en la roca. Al principio creyó que tenía alucinaciones; pero la entrada estaba allí, austera y suntuosa. Era allí, sí, allí era donde había que enterrar a Tsongor, lo supo de golpe. Bajó de la mula y se arrodilló ante el palacio. Era allí. Tal vez fuera el mismo Tsongor quien había construido aquel palacio, sí, tal vez hubiera llegado allí y hubiera sentido por aquel lugar lo mismo que él ante el ciprés de las tierras soleadas; o tal vez aquel palacio silencioso e ignorado por todos hubiera existido siempre, olvidado por los hombres. Sí, allí era donde había que enterrar a Tsongor, un lugar suntuoso pero escondido, una tumba regia y majestuosa que ningún hombre encontraría jamás. Allí era donde debía reposar Tsongor, las montañas tenían su misma grandeza. Allí podría esconder su vergüenza, ya no le cabía duda, una tierra que no tenía la medida del hombre, infinitamente más bella y más salvaje, un lugar fuera del mundo; lo había encontrado.

29
{"b":"100869","o":1}