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– Mujeres de Massaba, ¿por qué me seguís? – Ellas bajaron la cabeza y no respondieron -. La suerte ha querido que nos encontremos en esta noche que para mí es la del exilio – continuó Suba -. Me alegro, la imagen de vuestros sonrientes y humildes rostros me acompañará durante mucho tiempo. Pero no os entretengáis más, el sol está a punto de salir, volved a la ciudad.

Al oír aquello, la lavandera mayor avanzó un paso y, sin alzar los ojos del suelo, respondió:

– Te hemos reconocido cuando la noche te ha puesto en nuestro camino, Suba, te hemos reconocido porque para nosotras eres el rostro de niño de la felicidad. No sabemos adonde vas ni por qué abandonas Massaba, pero te hemos visto y te escoltaremos. Eres de nuestra ciudad, no sería justo que vagaras así, solo, por los caminos del reino. Que no se diga que las mujeres de Massaba han abandonado a su dolor al hijo del rey Tsongor. No temas, no te pediremos nada, no nos acercaremos, nos limitaremos a seguirte adonde vayas, para que la ciudad esté siempre contigo.

Suba se quedó sin habla; contempló a aquellas mujeres y las lágrimas asomaron a sus ojos, pero consiguió contenerlas. Le habría gustado abrazar a cada una de ellas en señal de agradecimiento. Estaban inmóviles otra vez, esperando a que reanudara la marcha para seguir sus huellas. Suba se acercó un poco más y les dijo:

– Mujeres de Massaba, beso vuestras frentes por esas palabras que jamás olvidaré, pero no puede ser como decís. Escuchadme, Tsongor, mi padre, me confió una misión antes de morir, una misión que debo cumplir solo. No puedo ni deseo llevar escolta, me basta con vuestras palabras, las llevaré conmigo. Volved a vuestra vida, es la voluntad de Tsongor; desandad el camino, os lo pido humildemente.

Las mujeres permanecieron calladas largo rato; luego, la más anciana volvió a tomar la palabra:

– Sea como quieres, Suba. No nos opondremos ni a tu voluntad ni a la del rey Tsongor. Te dejamos aquí con tu destino, pero acepta nuestras ofrendas sin protestar.

Suba asintió. Entonces, lentamente, las mujeres empezaron a cortarse el cabello una tras otra; se cortaron j largos mechones mutuamente, hasta que cada una pudo j hacer una larga trenza; luego, se acercaron a Suba con i respeto y ataron a la silla de su mula las ocho trenzas, como otros tantos trofeos sagrados. Por último, desplegaron una gran tela negra y la ataron a un palo que sujetaron a la espalda de Suba. – Este velo negro – le dijeron – será el de tu luto y anunciará la desgracia que se ha abatido sobre Massaba allí donde vayas.

Tras lo cual, se prosternaron en tierra, saludaron a Suba y se fueron.

El día estaba a punto de nacer, la luz disipaba la bruma. Suba siguió su camino. El viento se alzó e hinchó el velo negro que las mujeres le habían colocado en la espalda; de lejos, parecía un navio que se deslizaba por los caminos del país, un jinete solitario que avanzaba al capricho del viento con el velo de las lavanderas flotando a sus espaldas como la larga cola de un vestido de luto, anunciando a todo el mundo la muerte del rey Tsongor y la desgracia que se había abatido sobre su ciudad.

Capitulo 3: La guerra.

Al alba, Sango Kerim bajó de las colinas a caballo y sin escolta en dirección a Massaba, llegó ante la puerta principal y la encontró cerrada. Constató que Samilia no estaba allí y que ninguno de los hijos de Tsongor había salido a recibirlo; constató que los guardias de la puerta estaban armados y que las murallas de la ciudad bullían con una actividad frenética; constató que la bandera de las tierras de la sal ondeaba junto a la de Massaba en las torres de la ciudad. Luego vio un perro viejo que merodeaba junto a las murallas, con la angustia de verse encerrado en el exterior de la ciudad, y desde lo alto de su caballo Sango Kerim se dirigió a él con estas palabras:

– Sea. Ahora es la guerra.

Y fue la guerra.

En el palacio, Sako, en tanto que primogénito, había ocupado el lugar de su padre. Liboko, jefe de las tropas de la ciudad, se encargaba del enlace con el campamento de Kuame, y éste, por su parte, se había instalado con su gente y su ejército en la colina más meridional. Los emisarios iban entre Massaba y el campamento para prevenir al príncipe de las tierras de la sal de los últimos movimientos de Sango Kerim y comprobar que no carecía de nada: agua, víveres, vino o heno para los animales.

Samilia se había instalado en la azotea, en el mismo lugar en el que su padre había pasado la última noche. Desde allí lo veía todo: las cuatro colinas del norte, que ocupaba Sango Kerim; las tres colinas del sur, donde estaba el campamento de Kuame, su futuro marido, y la gran llanura de Massaba, al otro lado de las murallas. Pensaba en los acontecimientos de la víspera, en el regreso de Sango, en la muerte de su padre, en la discusión que había tenido lugar en torno al catafalco y en los dos hombres que iban a luchar por ella.

«Yo no quería nada – pensaba -, me limité a aceptar lo que me ofrecían. Mi padre me hablaba de Kuame y me enamoré de él antes de verlo. Hoy mis hermanos se preparan para una batalla, y nadie me pregunta nada. Estoy aquí, inmóvil, contemplo las colinas. Pero soy una Tsongor, ha llegado el momento de querer, yo también libraré batalla. Dos hombres me reclaman como suya, pero yo no soy de nadie. Ha llegado el momento de querer con todas mis fuerzas. Y que aquel que se oponga a mi elección sea mi enemigo; es la guerra. El pasado ha vuelto en mi busca, di mi palabra a Sango Kerim. ¿Es que la palabra de Samilia no vale nada? Sango Kerim no tiene más que eso, mi palabra, a la que se ha aferrado durante todos estos años; no ha pensado en otra cosa. Es el único que cree en Samilia, y lo tratan como a un enemigo. Sí, ha llegado el momento de querer; la guerra está ahí, y no espera.»

Mientras en la azotea de palacio Samilia seguía sumida en esos pensamientos, los ejércitos de Sango Kerim descendieron de las colinas para tomar posiciones en la gran llanura de Massaba. Eran largas columnas de hombres que marchaban en orden de batalla; eran innumerables, parecían una riada humana deslizándose por las laderas de las colinas. Cuando estuvieron en mitad de la llanura, se detuvieron y se alinearon por clanes para esperar al enemigo.

Allí estaba el ejército de las sombras blancas, que mandaba Bandiagara. Los llamaban así porque antes de entrar en batalla se pintaban el rostro con arcilla blanca y se dibujaban arabescos en el torso, la espalda y los brazos. Parecían serpientes de piel calcárea.

A la izquierda de Bandiagara estaban los cráneos rojos, acaudillados por Karavanath' el Cruel. Llevaban el cráneo rapado y pintado de rojo, para indicar que tenían la sangre de sus enemigos metida en la cabeza, y el cuello adornado con collares, porque para ellos los días de guerra eran días de fiesta.

A la derecha de Bandiagara estaban Rassamilagh y su ejército. Era una muchedumbre inmensa y abigarrada, montada sobre camellos, que procedía de siete regiones diferentes; todos ostentaban sus colores, armas y amuletos particulares. El viento agitaba la tela de sus túnicas. Rassamilagh había sido elegido comandante de las tropas por los demás jefes. Su ejército parecía cabecear sobre los grandes y calmosos animales, un ejército al que sólo se le veían los ojos, clavados con dureza sobre Massaba.

Ante aquellos tres ejércitos reunidos estaba Sango Kerim con su guardia personal, un centenar de hombres que lo seguían a todas partes.

Así fue como se presentó el ejército de los nómadas de Sango Kerim, un ejército compuesto por tribus desconocidas en Massaba, un ejército heterogéneo, llegado de muy lejos, que, bajo un sol de justicia, lanzaba extrañas maldiciones hacia las murallas.

El ejército de Kuame, por su parte, tomó posiciones ante las puertas de Massaba. Kuame había pedido permiso a Sako para librar la primera batalla sólo con sus hombres para lavar la afrenta que le habían hecho la víspera y mostrar una vez más su lealtad hacia Massaba.

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