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Samilia lloraba. Sólo tenía dos años más que su hermano, se habían criado juntos, los lazos que los unían habían sido trenzados por las manos de la nodriza que les había dado el pecho, habían jugado a los mismos juegos en los pasillos del palacio. Samilia había velado por su hermano pequeño con la solicitud maternal de una niña. Ella era quien lo peinaba, quien lo cogía de la mano cuando tenía miedo, y ahora lo veía tomar la palabra y no reconocía su voz.

– Hermanos míos – dijo Samilia -, nos queda una última noche para estar juntos. Presiento que mañana empezarán para nosotros pruebas que nos dejarán desamparados y exangües. Nos crió el mismo padre, la sangre que corre por mis venas es la vuestra; hasta hoy éramos el clan Tsongor, los hijos del rey, su orgullo, su fuerza. El ha muerto y nosotros hemos dejado de ser sus hijos; a partir de hoy no tenemos padre. Vosotros sois hombres, mañana cada uno elegirá su camino. Presiento, como debéis de presentirlo vosotros, que ya nunca estaremos tan unidos como lo estamos hoy. No nos lamentemos, es así. A partir de mañana, cada cual trazará el camino de su vida, es natural, es necesario. Pero aprovechemos esta última noche que pasamos juntos. Que el clan Tsongor exista hasta el alba. Aprovechemos este tiempo, el tiempo de vivir y compartir. Que nos traigan de comer y de beber, que nos canten las tristes canciones de nuestro país. Digámonos adiós así, pasando juntos estas horas, porque tenemos que decirnos adiós, lo sé. Adiós a ti, Suba, a quien quiero como una madre quiere a su hijo; quién sabe qué encontrarás cuando vuelvas a nuestro lado…, quién sabe quién seguirá aquí para recibirte, lavarte los pies y ofrecerte la fruta y el agua de la hospitalidad…, quién sabe quién seguirá aquí para oír el relato de la vida que vivirás lejos de nosotros… Adiós también a vosotros, Sako y Danga, mis queridos hermanos gemelos, y adiós a ti, Liboko, que siempre fuiste mi consejero. Mañana empieza otra vida, y no sé si en ella aún seréis mis hermanos. Dejad que os estreche contra mi pecho uno a uno y perdonadme si lloro, es porque os quiero y porque es la última vez…

Samilia no acabó la frase, pues Suba la abrazaba ya con todas sus fuerzas. Las lágrimas resbalaban por sus rostros, y, como un río crecido desborda sus márgenes y va apropiándose de los arroyos cercanos, así las lágrimas fluyeron de los ojos del clan Tsongor, de Samilia a Suba, de Suba a Sako, de Sako a Liboko. Todos lloraban, pero al mismo tiempo sonreían, se miraban unos a otros como si quisieran grabar en su alma para siempre los rostros de aquellos a quienes amaban.

Cayó la noche. Pidieron de comer y llamaron a músicos y cantores, que cantaron a la tierra natal y el dolor de la partida, que cantaron los recuerdos del pasado y el tiempo que todo lo entierra. Los Tsongor estaban sentados muy juntos, se miraban, se abrazaban, se murmuraban miles de insignificancias que no hablaban de otra cosa que del amor que sentían los unos por los otros. Así pasaron aquella última noche en el palacio de Massaba, al son de las cítaras y del vino, que llenaba las copas con un dulce rumor de cascada melosa.

Los ecos de aquella última cena en común llegaron hasta la sala del catafalco como las indistintas notas de una dulce música y envolvieron el cuerpo del viejo Tsongor. Este oía aquellos sonidos gozosos desde el fondo de su muerte, se incorporó y ordenó a Katabolonga, que entendía el lenguaje de los muertos, que lo llevara allí.

Dos figuras avanzaron juntas por los desiertos pasillos del palacio en luto, procurando no dejarse ver; iban hacia la música, buscando por el dédalo del palacio la sala en la que todos estaban reunidos. Cuando al fin la encontraron, el viejo Tsongor se acurrucó en un rincón y contempló a sus hijos, reunidos por última vez. Los veía sentados muy juntos, con los brazos y las piernas entrelazados, con las cabezas juntas y los cabellos mezclados… como una carnada de perritos agolpados contra la barriga de su madre. Allí estaban sus hijos, reían, lloraban, se tocaban continuamente; corría el vino y la música llenaba los corazones de una melancolía voluptuosa.

El viejo rey muerto contempló a sus hijos en secreto y se dejó envolver, también él, por la dulce luz que bañaba la sala, por los olores y las voces. Estaban todos allí, sus hijos, ante él, felices. Entonces, como para agradecerles aquella noche compartida, murmuró para sí mismo:

– Está bien.

Y regresó a la marmórea gelidez de su catafalco.

El sueño acabó venciendo a los hijos de Tsongor, que se separaron, se retiraron a sus habitaciones y se durmieron a su pesar. El único que no se acostó fue Suba, que durante un rato vagó por los silenciosos pasillos del viejo palacio; quería despedirse por última vez, volver a ver las salas en las que había crecido, acariciar la piedra de las paredes y la madera de los muebles familiares. Anduvo como una sombra, impregnándose por última vez de aquel lugar; luego, descendió la gran escalinata del palacio y penetró en los establos. El cálido olor de los anímales y el forraje lo despejó, y Suba recorrió la calle central buscando una montura adecuada a su exilio, un pura sangre rápido, nervioso, un animal noble que lo llevara de un extremo a otro del reino con celeridad. Pero, mientras lo buscaba, comprendió que en todos aquellos caballos de raza, espléndidos y bien cepillados, había algo impropio del luto, y siguió avanzando hasta llegar al fondo de las cuadras reales, donde descansaban los caballos de tiro y las mulas. Se quedó inmóvil; eso era lo que necesitaba, una mula, sí, una mula de paso lento y obstinado, una montura humilde que no se rindiera ni a la fatiga ni al sol; una mula, sí, porque quería cabalgar despacio, obstinadamente, llevando la noticia de la muerte de su padre allí donde fuera.

Abandonó Massaba a lomos de la mula, que aún estaba entumecida de fatiga, abandonó su ciudad natal y a todos los suyos, los abandonó a la noche; para ellos empezaba una nueva vida, de la que él no sabría nada.

Tras una hora de marcha, cuando hacía mucho rato que había perdido de vista la última colina de Massaba, llegó a la orilla de un riachuelo que conocía bien porque de pequeño había jugado allí a menudo con sus hermanos. Echó pie a tierra, dejó beber a la mula y él se refrescó la cara con un poco de agua. Hasta que volvió a montar no advirtió que en la misma orilla en que se encontraba había un grupo de mujeres; eran unas ocho y lo miraban sin decir nada, procurando no hacer ruido, muy juntas. Eran mujeres de Massaba que habían ido al riachuelo en plena noche para lavar la ropa, pues sabían que la guerra era inminente y que pronto tal vez no podrían salir de la ciudad, y que en caso de sitio racionarían el agua, así que habían aprovechado aquella última noche de libertad para ir allí con sus sábanas, sus alfombras y su ropa, y sumergir sus manos en las frías aguas del arroyo. La llegada de Suba las había asustado, pero una de ellas lo reconoció y, al instante, todas, como una sola mujer, suspiraron aliviadas. Estaban allí, inmóviles y silenciosas. Suba las saludó afablemente con la cabeza, y ellas respondieron a su saludo con respeto; luego picó espuelas y se alejó, pensando en aquellas mujeres, pensando que eran las únicas que lo habían visto marchar, las únicas que habían compartido algo de aquella extraña noche con él. Iba pensando en todo eso cuando, de pronto, notó que lo seguían; se volvió y allí estaban, a unos centenares de metros. Se detuvieron al mismo tiempo que él, pues no querían alcanzarlo. Suba sonrió de nuevo y les dijo adiós con una mano, y ellas respondieron bajando la cabeza humildemente. A continuación espoleó a la mula y se lanzó al galope, pero, al cabo de otra hora de marcha, volvió a sentir su presencia a sus espaldas, se giró y las lavanderas seguían allí. Habían caminado siguiendo pacientemente sus huellas hasta dar con él, dejando atrás la ciudad, la colada y el riachuelo. Suba no lo comprendía, de modo que volvió grupas y, cuando tuvo a las mujeres al alcance de la voz, les preguntó:

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