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– Has venido… Sí, por supuesto… Has venido enseguida… sin aguardar ni siquiera un día. No, un día habría sido demasiado tiempo. Sí…

– ¿Quién eres? – le preguntó tranquilamente Kuame, que no comprendía qué sucedía.

Pero Sango Kerim no escuchaba.

– Has venido… – siguió diciendo -. Ni siquiera lo conocías…, pero aquí estás. Sí… Yo lo quería como a un padre. Cuando era niño, me pasaba las horas muertas mirándolo…, me acurrucaba en un rincón y lo observaba, porque quería aprender sus gestos, sus palabras… Como a un padre, sí, yo lo conocía. Has venido… para coger lo que deseas… a los mismos pies del muerto.

Kuame seguía sin comprender qué quería aquel hombre, pero la situación era cada vez más embarazosa, y, con tanta autoridad como rudeza, le espetó:

– Cállate.

Fue como una bofetada en el rostro de Sango Kerim, que guardó silencio y se puso aún más pálido; durante unos instantes, no dijo nada más, contempló el cuerpo del viejo Tsongor. Luego, sus ojos volvieron a posarse en Kuame, se deslizaron sobre él con desprecio, y se dirigió a Saleo con frialdad.

– He venido a buscar a Samilia.

Los hijos del rey Tsongor se levantaron como un solo hombre; Sako estaba blanco de cólera.

– Sango – dijo el primogénito del rey -, sería mejor que abandonaras la sala porque estás desvariando, y esto es indigno.

– He venido a buscar a Samilia – repitió Sango Kerim.

Esa vez, Kuame no pudo aguantar.

– ¿Cómo te atreves? – gritó.

Sango Kerim lo miró tranquilamente y respondió:

– Hago lo mismo que tú: como tú, vengo en un día de luto para pedir lo que es mío; como tú, sí, con el mismo impudor. Soy Sango Kerim, me crié aquí, con el rey Tsongor, crecí con Sako, Danga, Liboko y Suba, y pasé días enteros en compañía de Samilia; ella me prometió que sería mía. Al enterarme de que se casaba, vine para recordarle a Tsongor la promesa de su hija. Me prometió una respuesta, pero no ha cumplido su palabra, ha preferido morir. Sea. Hoy he vuelto y te digo que me llevo a Samilia. Eso es todo.

– Tú eres Sango Kerim y yo no te conozco – le respondió Kuame presa de la cólera -. No conozco ni a tu madre ni a tu padre, si es que los tienes. Jamás he oído tu nombre ni el de tus antepasados, no eres nadie, podría barrerte de un revés porque nos has insultado a todos, aquí, ante los restos del rey Tsongor. Ofendes el luto de una familia y me insultas.

– No tengo más que un pariente, en efecto – dijo Sango Kerim -, y a ése al menos lo conoces. Es el hombre que yace ahí, es el único que me crió.

– Es tu único pariente, dices, y ayer viniste a matarlo – replicó Kuame.

Sango Kerim se habría arrojado sobre su interlocutor para molerlo a palos, para hacerle pagar lo que acababa de decir, si, de pronto, la vieja y cascada voz de Katabolonga, que seguía sentado a los pies del muerto, no hubiera resonado en la sala.

– Nadie más que yo puede pretender haber matado a Tsongor. – El servidor se había puesto en pie, majestuoso, imponiendo a todos un profundo silencio -. Lo hice porque me lo pidió; del mismo modo, me levanto ante vosotros y digo lo que él quería que oyerais: la desgracia se ha abatido sobre Massaba, Tsongor os pide que enterréis vuestros planes de boda con su cadáver. Volved al lugar del que habéis venido y dejad a Samilia con su dolor. Tsongor no intenta ofenderos, desde el fondo de su muerte, os suplica que renunciéis. La vida no ha querido que Samilia se case.

Situados a uno y otro lado de Katabolonga, los dos hombres se miraban. Al principio lo habían escuchado con respeto, pero habían acabado impacientándose; en ese instante temblaban de rabia. Kuame fue el primero en hablar.

– En ningún momento he pensado en casarme con Samilia hoy, en este día de luto; esperar no es ninguna ofensa, seré paciente. Que el rey, en su muerte, no se inquiete. Si es necesario, esperaré meses, y cuando hayáis acabado de celebrar los funerales, sellaré con vosotros la unión de nuestras dos familias y de nuestros dos imperios. ¿Por qué iba a renunciar? No pido nada. Lo único que hago es ofrecer mi sangre, mi nombre y mi reino.

– Tú esperarás – dijo secamente Sango Kerim, fuera de sí -, sí, por supuesto, y entre tanto consolidarás tus posiciones. Te prepararás para la guerra, para que, llegado el día, no me quede ninguna posibilidad de tomar posesión de lo que me corresponde por derecho. De modo que lo digo aquí, ante todos vosotros: yo no espero.

Sako, pálido, se volvió hacia Sango Kerim y le gritó:

– ¡Insultas la memoria de nuestro padre!

– No, no espero – repitió Sango Kerim, tranquilo y altivo -. No obedezco a Tsongor, aunque lo quería como a un padre. Los muertos no dan órdenes a los vivos.

Katabolonga miraba a los dos rivales de hito en hito; intentaba comprenderlos, calibrar el odio que sentían el uno por el otro, pero no lo conseguía.

– Tsongor se mató por mis manos – dijo el viejo servidor -, porque sentía que la guerra se acercaba y no veía otro modo de evitarla. Se mató pensando que al menos su cadáver detendría vuestra carga, pero a pesar de todo corréis a arrojaros el uno sobre el otro, pisoteando sus palabras y su cadáver.

– ¿Quién pisotea el honor de quién? – preguntó Kuame con frialdad -. Yo he venido a casarme, me lo pidió el mismo Tsongor; he atravesado mi imperio y el suyo para venir aquí, y, en lugar de acogerme con alegría, mi anfitrión me invita a su funeral.

Una algarabía demencial invadió la estancia: todo el mundo hablaba a la vez, todos gritaban, todos gesticulaban, ya nadie se preocupaba del muerto, hasta que una voz firme y llena de autoridad impuso silencio.

– Por hoy, al menos, aún me debo a mi padre. Salid de aquí y dejadnos llorar.

Samilia se había puesto en pie y su voz había acallado el tumulto. Todos se quedaron inmóviles; luego, los hombres, avergonzados de que los llamaran al orden de aquel modo, obedecieron, pero antes de abandonar la sala Sango Kerim se volvió y declaró:

– Mañana al alba me presentaré ante las puertas de la ciudad. Si tus hermanos no te llevan ante mí, declararé la guerra a Massaba.

Sango Kerim salió y dejó atrás el viejo cuerpo del rey Tsongor, cuya seca y nudosa mano pendía sobre el suelo. Las antorchas iluminaban la sala. El clan Tsongor seguía allí, reunido en torno al padre por última vez, envuelto en un intenso olor a incienso. Lloraban la muerte del anciano, lloraban la vida de antaño, lloraban las batallas por venir.

Cuando los hijos del rey Tsongor volvieron a quedarse solos, Suba se volvió hacia su hermana y sus hermanos y les dijo:

– Hermana, hermanos, tengo que comunicaros algo y voy a hacerlo aquí, en presencia de nuestro padre. Lo vi ayer por la noche, me llamó a su lado. No puedo repetiros lo que me dijo porque me hizo jurar que no se lo diría a nadie, pero os digo esto: mañana me iré. No enterréis a Tsongor, embalsamad su cuerpo y ponedlo al abrigo, en los subterráneos de palacio, que repose allí hasta mi regreso. Mañana me iré y no sé cuándo volveré. Nuestro padre quería que hiciera lo que os digo. No me llevaré nada, sólo un traje de luto y un caballo. Estaré fuera mucho tiempo, años, toda una vida, quizá; olvidadme. No intentéis retenerme ni, más tarde, encontrarme. Lo que os pido es la voluntad de Tsongor. No quiero nada para mí, repartios el reino entre vosotros, haced como si yo hubiera muerto porque, a partir de mañana y hasta el día en que haya concluido la tarea que me encomendó Tsongor, abandono la vida.

Samilia, Sango, Danga y Liboko escuchaban y a duras penas podían contener las lágrimas. Suba era el menor, aún no había hecho nada, su vida era virgen; Suba era el menor, y era la primera vez que lo oían hablar así, con seguridad y firmeza. Les decía que renunciaba a la vida, que estaría muerto durante años; Suba hablaba y parecía haber envejecido de golpe. Sus hermanos se preguntaban por qué lo habría elegido Tsongor para llevar a cabo la tarea que necesitaba confiar a uno de sus hijos. ¿Por qué él, el más joven? Era un castigo que no merecía, renunciar a todo… de la noche a la mañana, y marcharse, a su edad, sin más equipaje que una túnica de luto.

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