Llegaron a las montañas púrpura y se internaron en los estrechos desfiladeros. Katabolonga miraba aquel laberinto rocoso, aquellos escarpados pasillos en los que el sol a duras penas conseguía penetrar, como habría mirado un lugar santo. La alta silueta de las rocas tenía algo de eternidad suspendida. Allí no había más seres vivos que algunas cabras monteses y grandes lagartos que se deslizaban de piedra en piedra.
Llegaron a la tumba tras una hora de marcha. Ante ellos se alzaba, la suntuosa fachada del palacio, excavada en la piedra ocre, parecía la silenciosa puerta que llevaba al corazón de las montañas.
Depositaron el noble cadáver de Tsongor en la última sala del palacio. Suba le puso la túnica real con la amorosa delicadeza de un hijo; luego, posó la mano en el pecho de su padre y se recogió durante unos momentos. Llamaba a su espíritu. Cuando sintió que el rey Tsongor volvía a estar allí, rodeándolo con su presencia, pronunció al oído del cadáver la frase que había conservado en la memoria durante tantos años:
– Soy yo, padre, soy Suba. Estoy junto a ti, escucha mi voz, estoy vivo. Descansa en paz, pues todo se ha cumplido.
Y besó la frente del rey Tsongor. De improviso, el cadáver sonrió con dulzura; oía la voz de su hijo y comprendía por su tono, más maduro, más grave que antaño, que habían pasado los años, que, a pesar de las guerras y las matanzas, al menos una cosa había ocurrido como había previsto. Suba estaba vivo y había cumplido su palabra. Había llegado el momento de desaparecer. Katabolonga se acercó lentamente, de una de las cajitas de caoba que llevaba colgadas del cuello, sacó la vieja moneda de Tsongor y delicadamente, sin decir palabra, la deslizó entre los dientes del muerto. Todo había acabado. Al término de su vida, Tsongor moría sin otro tesoro que la moneda que se había llevado consigo al iniciar su vida de conquistas. Así dio fin la lenta agonía del rey Tsongor. Sonrió con tristeza, como un ajusticiado, sonrió contemplando los rostros de su hijo y de su viejo amigo y murió por segunda vez.
Suba permaneció largo rato junto a la cabecera del cadáver. Conservaba en su mente la última expresión de su padre, aquella sonrisa triste y lejana que no le había visto esbozar en vida. Comprendía que para Tsongor no podía haber alivio; a pesar del regreso de su hijo y de la moneda de Katabolonga, el viejo rey había muerto pensando en Samilia, y ese recuerdo lo atormentaría incluso en la muerte.
Suba colocó la pesada losa de mármol y selló la tumba; todo había acabado, había cumplido con su deber. En ese momento, Katabolonga se volvió hacia él y le habló con suavidad.
– Ahora ve, Suba, y vive la vida que debes vivir sin temer nada. Yo me quedo con Tsongor, estaré aquí, no me moveré.
Y antes de que Suba pudiera decir nada, el gran rampante de arrugado rostro lo apretó contra su pecho y le indicó que se marchara. No había nada más que decir, Suba lo comprendió. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de la tumba. Katabolonga se quedó mirando la silueta de su espalda y murmuró una plegaria para encomendarlo a la vida; sentía que la muerte crecía en su interior.
«Ya está – se dijo -, ahora me toca a mí. Ya no iré más lejos. Soy el último del viejo mundo. El tiempo del rey Tsongor y de Massaba ha concluido, el tiempo de mi vida, también. No iré más lejos.»
Se acurrucó a los pies de la tumba, como un centinela, listo para saltar, con una mano en el pomo del puñal y la otra sobre el sagrado taburete de oro, y murió. Su cuerpo se inmovilizó como la piedra y permaneció así por toda la eternidad, como una estatua vigilante que prohibe el acceso a un lugar sagrado a los extraños. Katabolonga estaba allí, para siempre, con la cabeza orgu – llosamente erguida, con los ojos clavados en la puerta de la tumba y en Suba, que se alejaba lentamente.
El hijo del rey Tsongor abandonó las vastas salas excavadas en la roca, volvió a salir a la luz del sol y montó en su eterna mula. Rehízo el camino entre las altas rocas, que lo observaban en silencio. Durante todas las noches de aquel viaje no había dejado de hacerse la misma pregunta: ¿por qué le había confiado aquella tarea su padre?, ¿por qué lo había condenado al exilio y la soledad?, a permanecer lejos de los suyos, a ignorar la suerte de Massaba. ¿Por qué lo había elegido a él, Suba, el menor de sus hijos? A él, que soñaba con una vida completamente distinta, que tantas veces había estado a punto de abandonar para acudir en ayuda de Massaba. Eran preguntas que lo inquietaban a menudo, pero a las que nunca había hallado respuesta. Había envejecido y había acabado considerando aquella tarea como una maldición que lo excluía del mundo y de la vida, pero en aquel momento comprendió de pronto que, durante su gran noche en blanco en la azotea de Massaba, su padre lo había intuido todo; había visto la aterradora guerra que se avecinaba, había visto el sangriento sitio de Massaba y las infinitas matanzas que cubrirían de sangre la llanura, había presentido que el mundo iba a vacilar, que todo desaparecería, que no quedaría nada y que ni él ni nadie podría oponerse a aquel viento salvaje que se lo llevaría todo. Así que había llamado a Suba y lo había condenado a años de vagabundeo y trabajos para que, durante todo ese tiempo, se mantuviera alejado de la desgracia que todo lo devora, para que, cuando todo acabara, quedara al menos un hombre. Y había acertado, quedaba uno, el último superviviente del clan Tsongor.
Suba había cumplido su promesa, pero la triste sonrisa de Tsongor lo obsesionaba. Quedaba Samilia, olvidada por todos y maltratada por la vida. Al principio pensó en lanzarse en su busca, pero conocía la inmensidad del reino y sabía que jamás la encontraría, sería una búsqueda vana. Reflexionó largo rato sobre su mula hasta llegar al último desfiladero de las montañas púrpura, allí levantó la cabeza y contempló el paisaje que lo rodeaba. Las montañas estaban a su espalda, la inmensidad del reino, ante él. Era el último hombre de un mundo extinguido, un hombre maduro que no había empezado a vivir; le quedaba vivir. Sonrió, ya sabía lo que tenía que hacer, construiría un palacio. Hasta ese día había obedecido a su padre y erigido las tumbas, una tras otra; a partir de entonces debía pensar en Samilia. Construiría un palacio, el palacio de Samilia, un edificio austero y suntuoso que sería el coronamiento de sus trabajos. Trataría de igualar la belleza de su hermana, lo haría de tal modo que el palacio hablara al mismo tiempo del fasto de su vida y del fracaso de una existencia devorada por la desgracia. Sí, eso era lo que le quedaba por hacer. En las tumbas de Tsongor nadie entraría jamás, las había sellado todas, una tras otra, para que en su interior sólo reinaran el silencio y la muerte. El palacio de Samilia estaría abierto, como un albergue regio para los viajeros; los hombres acudirían de todas partes para descansar en él, las mujeres dejarían ofrendas para honrar el recuerdo de la hija del rey Tsongor. Un palacio abierto a los vientos del mundo, como un caravasar resonante de voces y ruidos. Construiría aquel palacio, y quizá un día Samilia oyera hablar de aquel lugar que llevaba su nombre. Era la única esperanza que le quedaba, que su hermana oyera hablar del palacio y volviera junto a él. Construiría un palacio para llamar a su hermana, y si Samilia estaba ya demasiado lejos, si jamás volvía, no todo se habría perdido: el palacio estaría allí para contar a todos la locura de los Tsongor, para honrar el recuerdo de Samilia y ofrecer eterna hospitalidad a sus hermanas errantes.