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Capitulo 2: El velo de Suba.

El luto envolvió Massaba de golpe. La noticia de la muerte del rey Tsongor se extendió por todas las calles, por todos los barrios, por todos los arrabales; saltó las murallas y corrió hasta las colinas del norte, donde llegó a oídos de Sango Kerim; tomó el gran camino empedrado del sur y salió al encuentro del cortejo de Kuame. De pronto, todo cesó. El día cambió de rostro: los vestidos y los adornos de boda desaparecieron para ceder el sitio a las túnicas de luto y las muecas de dolor.

Samilia estaba destrozada, su mente zozobró. No lo comprendía, su padre había muerto y los vestidos, las joyas y las sonrisas habían desaparecido. Una maldición le había destrozado la vida. Lloraba de rabia por la felicidad que le habían arrebatado. Le habría gustado maldecir a su padre por haberse quitado la vida el día de su boda, pero, en cuanto pensaba en él, le fallaban las piernas y, abrumada por el dolor, lloraba como una niña.

Los sacerdotes se llevaron el cuerpo del rey Tsongor, lo lavaron, lo vistieron y le aplicaron un ungüento que devolvió a sus facciones una vaga sonrisa de muerto. Luego colocaron el cadáver sobre un catafalco en la sala más grande del palacio, quemaron incienso y cubrieron las altas ventanas con grandes postigos de madera para impedir que entrara el calor y el cuerpo se descompusiera. Y, en la penumbra, tenuemente iluminada por un puñado de antorchas, comenzó el velatorio del rey. Sus hijos estaban sentados a un lado del cadáver por orden de nacimiento. Primero, los dos mayores, los gemelos Sako y Danga; Sako ocupaba el lugar del heredero, porque había salido el primero del vientre de su madre, y Danga, cabizbajo, estaba sentado junto a él; a continuación, el tercer hijo de Tsongor, Liboko, que tenía a su hermana Samilia cogida de la mano, y por último, en el asiento del extremo, estaba Suba, el menor, con rostro inexpresivo. No dejaba de pensar en la última conversación que había mantenido con su padre, intentaba comprender las razones de aquella muerte, pero no lo conseguía, y continuaba allí, con la mirada perdida, incapaz de explicarse cómo un día de alegría se había convertido en velatorio tan rápido.

Los hijos del rey Tsongor no se movían; todo el reino desfilaba lentamente ante ellos en la penumbra y el silencio. Los primeros en acudir fueron Gonomor, la mayor autoridad espiritual del reino, jefe de los hombres – helecho, y Tramón, que dirigía la guardia personal del rey; a continuación llegaron el intendente de palacio en representación de la corte; los dignatarios de Massaba; los antiguos compañeros de armas del rey, que, como él, habían pasado veinte años de su vida a caballo; los embajadores, los amigos y, por último, algunos hombres y mujeres de la ciudad, que consiguieron burlar los controles del palacio y se presentaron para dar el último adiós a su soberano.

Katabolonga estaba allí, sentado a los pies del cadáver, y a nadie se le ocurrió preguntarle nada. Lo habían encontrado en la azotea con el rey, con un cuchillo manchado de sangre en la mano; lo habían encontrado como se encuentra a un asesino, envolviendo aún el arma con el puño. Pero a nadie se le ocurrió culparlo, porque los cortes de las muñecas del rey decían bien a las claras que se había dado muerte él mismo y porque todo el mundo recordaba el pacto que unía a los dos hombres. Algunos visitantes, después de dar el pésame a la familia, incluso se acercaron a él y le murmuraron unas palabras al oído con dulzura. Katabolonga estaba sentado a los pies del rey al que había apuñalado y recibía, llorando, aquellas palabras de consuelo.

En el momento en que los últimos embajadores abandonaban la sala, anunciaron a Kuame, el príncipe de las tierras de la sal, que entró escoltado por sus compañeros más fieles: Barnak, el jefe de los mascadores de qat, y Tolorus, que comandaba las tropas del príncipe.

Al verlo, Sako pidió al resto de los visitantes que salieran para que la familia pudiera quedarse a solas con el príncipe y sus acompañantes. Kuame era un hombre hermoso, de ojos azul oscuro, noble porte y mirada franca. Era alto y fuerte, y su presencia emanaba calma y afabilidad. En primer lugar, se acercó al cuerpo de Tsongor y permaneció junto a él largo rato sin decir nada, con – í templando el cadáver con un rictus de dolor en el rostro; luego empezó a hablar, en voz alta para que todos lo oyeran:

– No era así, rey Tsongor – dijo en la penumbra con una mano posada en el catafalco -, como esperaba verte por primera vez. Me había hecho a la alegría de conocerte, a la alegría de tomar por esposa a tu hija y llamar hermanos a tus hijos. Creía que con el paso de los años me sería dado llegar a conocerte, como se llega a conocer una larga historia; quería estar a tu lado, como uno más de tus hijos, para velar por tu vejez. No era así, rey Tsongor, como debíamos conocernos, y no era la muerte quien debía invitarme a entrar en este palacio, sino tu vieja mano paternal, que me habría enseñado cada estancia, cada rincón, que me habría presentado uno por uno a todos los tuyos. Pero, en lugar de eso, tu mano muerta permanece inmóvil sobre tu pecho y no ves las lágrimas que vierto por ese encuentro que la vida nos ha negado.

Cuando acabó de hablar, Kuame besó la mano del difunto, se acercó a los hijos y les dio el pésame en voz baja uno por uno. Samilia esperaba su turno con la cabeza baja; se repetía sin cesar que no debía levantarla, que hacerlo sería impúdico, pero una extraña excitación iba apoderándose de la princesa. Cuando Kuame se arrodilló ante ella, Samilia alzó el rostro instintivamente, y la proximidad del príncipe la sobresaltó. Estaba allí, ante ella, y era hermoso, tenía los labios bien dibujados. No oyó lo que dijo, pero vio que sus ojos la miraban con fiebre, y gracias a esa mirada comprendió que Kuame aún la quería, a pesar del luto. Comprendió que había ido hasta allí para eso, para decirles a todos que, a pesar de aquella muerte, le habían prometido a Samilia y esperaría lo que fuera necesario para hacerla suya. Y ella se sintió agradecida; aún era posible un poco de vida, se lo decía aquel rostro, a pesar del dolor y del luto, a pesar de todo, se le ofrecía un poco de vida, puede que no todo estuviera perdido. No podía apartar los ojos de aquel hombre, que le decía que no todo había acabado ese día.

Sako se levantó para acompañar a Kuame y agradecerle su presencia, pero, en ese momento, la puerta de la sala se abrió bruscamente y, sin dar tiempo a que lo anunciaran, Sango Kerim entró acompañado por Rassamilagh, un hombre alto y delgado, vestido con ropa negra y azul. Durante unos instantes, todos permanecieron inmóviles y se observaron tratando de reconocerse.

Samilia contemplaba al hombre que acababa de entrar. Estaba estupefacta; era él, sí, Sango Kerim. El pasado resurgió ante ella de golpe; contempló a aquel hombre y, durante unos segundos, tuvo la sensación de haber vuelto a la época en que vivía con ellos, a la época en que su padre aún vivía, y eso la reconfortó. En su vida había algo inmutable, algo sólido, que no cambiaba; Sango Kerim volvía a rodearla con su presencia, como antaño. Samilia lo miraba con avidez, estaba allí, ante ella; en la desgracia, todavía podía contar con eso: la inmutable fidelidad de Sango Kerim. No había olvidado la presencia de Kuame, e intuía toda la violencia oculta en la confrontación de los dos pretendientes; sobre todo, sentía que en su interior crecía la tortura de la duda, pero, sencillamente, el rostro de Sango Kerim la reconfortaba. Era como si una voz lejana volviera a cantarle al oído las canciones de su infancia para tranquilizarla.

Ya todos lo habían reconocido, pero nadie se movía. Todos estaban al tanto de su regreso, todos sabían que el día anterior había visto a su padre y todos habían constatado con sorpresa hasta qué punto ese reencuentro había sido incapaz de suscitar la alegría del viejo Tsongor, hasta qué punto, por el contrario, lo había sumido en un profundo abatimiento. Pero ninguno se había atrevido a hacer indagaciones, y los preparativos de la boda, la ceremonia de los presentes y, en una palabra, la agitación general habían barrido todas las preguntas. Sin embargo, en ese momento volvieron a imponerse en las mentes de todos: ¿qué hacía allí?, ¿qué quería?, ¿qué le había dicho a su padre? A Danga y los demás les habría gustado hacerle aquellas preguntas, pero Sango Kerim permanecía inmóvil en mitad de la sala, con el rostro crispado; estaba pálido e intentaba disimular el temblor de sus manos, pero en vano. Desde que había entrado no dejaba de mirar a Kuame sin decir nada. Todo el mundo esperaba en silencio. Al fin, Sango Kerim, en quien convergían todas las miradas, tomó la palabra y se dirigió a Kuame, que lo escuchó sin comprender quién era aquel hombre, qué hacía allí y por qué se dirigía a él, que nunca lo había visto.

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