Volvió a montar con la certeza de que su viaje había acabado. Ya no le quedaba más que volver a Massaba. Había construido seis tumbas repartidas por todo el reino y había encontrado la séptima, la última morada de Tsongor. Ya sólo quedaba enterrarlo para que pudiera descansar en paz.
Ningún rumor, ningún ruido de batalla perturbaba ya el profundo sueño del rey. Tsongor y Katabolonga habían dejado de hablar, no había nada más que decir; sin embargo, el viejo rey seguía removiéndose en su tumba. Katabolonga creía que se debía una vez más a la moneda roñosa, que el deseo de pasar a la orilla de los muertos volvía a torturar a Tsongor, pero un día el difunto rey habló al fin, y hacía tanto tiempo que Katabolonga no oía su voz que dio un respingo, como un mono asustado.
– Legué mi imperio a mis hijos – dijo Tsongor -. Lo devoraron a bocado limpio y se mataron unos a otros sobre un montón de ruinas. No lloro por ellos, pero ¿qué le di a Samilia? Ni el marido que le había prometido ni la vida a la que tenía derecho. ¿Qué habrá sido de ella? De Samilia no sé nada, era mi única hija y no recibió nada de mí. A Suba tal vez le transmitiera lo que soy, pero Samilia es la parte que se me escapó. Sin embargo, fue para ella para quien más preparé mi legado. Quería darle un hombre, tierras; quería que mi vida sirviera para eso, para ponerla a cubierto, para que nada pudiera dañarla jamás; quería que mi sombra de padre velara por ella y sus descendientes. Pero no le dejé otra cosa que el luto, el luto por su padre y luego el luto por sus hermanos, uno tras otro, la muerte de sus pretendientes, el saqueo de la ciudad. ¿Qué recibió de mí? Promesas de fiestas y la ceniza de las casas saqueadas. Samilia es la parte sacrificada. Yo no quería eso, nadie lo quería, pero todos la olvidaron.
Tsongor calló y Katabolonga no respondió, no tenía nada que decir. Él también pensaba a menudo en Samilia. A veces se preguntaba si no era su deber buscarla para escoltarla allí donde fuera, para velar por ella, pero no había hecho nada. A pesar de la compasión que le inspiraba, sentía que su sitio no era ése. Su fidelidad consistía en esperar a Suba, no debía haber otra cosa, así que había dejado desaparecer a Samilia, como todos los demás. Y, como todos los demás, tenía remordimientos, porque sentía que aquella mujer era sagrada, sagrada por todo lo que había sufrido, sagrada porque todos, uno tras otro, sin ni siquiera darse cuenta, la habían sacrificado.
Suba tomó el camino de regreso. Cabalgó durante semanas, impaciente por volver a ver su tierra natal y preocupado por lo que encontraría en ella. Su mula había envejecido, avanzaba más despacio y se había quedado casi ciega, pero seguía llevándolo por los caminos del reino sin dudar nunca. De su silla aún pendían las ocho trenzas de las mujeres de Massaba, que el tiempo había encanecido, eran el reloj de arena de Suba. Había transcurrido toda una vida. Llegó a la cima de la más alta de las siete colinas al alba, Massaba estaba a sus pies. De golpe parecía haberse convertido en un pequeño e insignificante montón de piedras, sólo las murallas conservaban su imponente silueta. La llanura estaba desierta y los poblados de tiendas que antaño se apretujaban al pie de las murallas habían desaparecido. Ya ni siquiera se distinguía el trazado de los caminos que en otro tiempo llenaban muchedumbres de afanosos mercaderes, ya no quedaba nada. Lentamente, Suba bajó a la llanura y entró en Massaba.
Era una ciudad desierta, no se oía el menor ruido, no se percibía un solo movimiento en torno a aquellas piedras impasibles, todo se había desintegrado. Los habitantes que habían sobrevivido a la larga guerra habían acabado huyendo de aquel lugar maldito, lo habían dejado todo tal cual, las plazas, las casas en ruinas… El tiempo y la vegetación se habían apoderado de todo. En ese momento las fachadas estaban cubiertas de verde musgo y las malas hierbas prosperaban en los patios, en las azoteas, entre las tejas y en las grietas de los muros. Era como si la vegetación se hubiera tragado la ciudad poco a poco. La hiedra envolvía las casas que aún seguían en pie y el viento zarandeaba las puertas y formaba densos remolinos de polvo. Suba recorrió las calles de la ciudad con las mandíbulas apretadas. Massaba no había caído, no, se había podrido lentamente; los vestigios de los combates de antaño alfombraban las calles, fragmentos de cascos, astillas de cristal, trozos de máquinas de guerra calcinadas. Todo iba acudiéndole a la mente: los rostros de los que había dejado atrás, la presencia de sus hermanos, la última noche que habían pasado juntos, la víspera de su partida, las canciones, los licores que habían bebido. Recordaba la mano de su hermana acariciándole el brazo, recordaba las lágrimas que había vertido; era el único que sabía que todo aquello había existido. Su mula avanzaba en medio de la desolación, y él se sentía tan viejo como si tuviera varios siglos. Volvía a ver un mundo desaparecido, recorría calles devoradas por el pasado; era como un estúpido superviviente que ve morir a toda una generación de hombres y se queda solo, estupefacto, en medio de un mundo sin nombre.
Cuando entró en el viejo palacio del rey Tsongor, un fuerte olor le abofeteó el rostro. Una colonia de monos había trasladado su domicilio a las inmensas salas del edificio, se contaban por centenares, por miles, y las alfombras estaban cubiertas de excrementos. Saltaban de habitación en habitación agarrándose a las lámparas, y Suba tuvo que abrirse paso entre ellos apartándolos a puntapiés. Eran monos aulladores y sus agudos chillidos eran lo único que se oía en la ciudad, quejas de animal inarticuladas. A veces se pasaban la noche entera chillando de ese modo, dando desgarradoras serenatas que hacían temblar las paredes del palacio.
Suba bajó a la gran cámara donde reposaba su padre. Estaba a oscuras, avanzó despacio, a tientas, y tropezó varias veces. De pronto, en mitad de la sala, se oyó un brusco chasquido al que siguió un resplandor que lo deslumhró, alguien acababa de encender una antorcha.
Suba se quedó pegado a la pared durante unos instantes, estupefacto; poco a poco, distinguió el sepulcro sobre el que reposaba su padre. Junto a él había alguien, con el rostro iluminado por el resplandor de la antorcha.
– Tsongor te esperaba, Suba.
Reconoció aquella voz al instante, era como si se hubiera marchado el día anterior. El hombre al que tenía ante sí era Katabolonga, el portador del taburete de oro de su padre. Estaba allí, tan descarnado como una vaca sagrada, con las mejillas hundidas y una larguísima barba que se le comía el rostro. Estaba sucio, pero se mantenía bien erguido. Durante todos aquellos años se había alimentado de los monos que se aventuraban a bajar allí sin moverse jamás, permaneciendo siempre junto a la cabecera del muerto. Suba se sintió invadido por una alegría inmensa, quedaba un hombre, un hombre que conocía el mundo en el que él había nacido, que recordaba el rostro de sus hermanos, sabía lo hermosa que era Samilia y lo que habían sido las fuentes de Massaba. Quedaba eso; allí, en medio de los huesos de mono roídos y la oscuridad, quedaba un hombre que lo había esperado y podía pronunciar su nombre.
Juntos cumplieron la promesa que le habían hecho a Tsongor: cogieron el cadáver del rey con precaución y lo sacaron al exterior, allí construyeron una especie de camilla de madera que engancharon a la vieja mula, y Suba se puso en camino una vez más.
Abandonaron para siempre la soberbia ciudad de antaño al liquen y los monos. Caminaban a ambos lados de la mula sin hablar, los dos velaban por el cuerpo del rey muerto. De pronto, en el instante en que llegaron a la cima de la colina, oyeron el gran coro quejumbroso de los monos aulladores. Era como el último adiós de la ciudad o como la risa burlona del destino, que elevaba su grito de victoria en un país de silencio.
Suba llevó el cadáver de su padre a las montañas púrpura del norte. Durante el viaje, Katabolonga le contó lo que había ocurrido en Massaba: la muerte de Libo – ko, la desaparición de Samilia y la inexorable destrucción de la ciudad. Suba no le hacía ninguna pregunta, ya no le quedaban fuerzas, sólo lloraba. El rampante interrumpía su relato y, más tarde, cuando las lágrimas se secaban, lo reanudaba, así que Suba vivió la agonía de Massaba y de los suyos por boca del viejo servidor de Tsongor.