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Los guerreros de las tierras de la sal llegaron a los estentóreos sones de las caracolas que soplaban los jinetes de la guardia de Kuame.

A Kuame lo seguían tres jefes. El primero era el viejo Barnak, que mandaba a los mascadores de qat. Sus hombres llevaban el pelo largo y enmarañado y espesa barba; por efecto del qat tenían los ojos inyectados en sangre y hablaban solos, inmersos en las visiones de la droga que mascaban. De aquella turba polvorienta y sucia brotaba una algarabía demencial, parecía un ejército de mendigos delirantes. Su impavidez los convertía en adversarios temibles, pues el qat los preservaba del miedo y el dolor; se decía que, incapaces de sentir su propia carne, seguían luchando incluso heridos o con un miembro amputado. Murmuraban como un ejército de sacerdotes que entonara una oración sanguinaria.

El segundo era Tolorus, que conducía al combate a los surmas. Sus hombres iban con el torso desnudo, desafiando el miedo y los golpes; sólo se cubrían el rostro, que llevaban envuelto en tiras de tela. No temían morir en combate, sino que los desfiguraran, pues una vieja creencia de su país aseguraba que los hombres con el rostro desfigurado estaban condenados a errar para siempre y perdían sus bienes y su nombre.

El último era Arkalas, el soberano de las perras de la guerra. Eran hombres altos y fuertes que, sin embargo, entraban en combate acicalados como mujeres: se pintaban los ojos, se ponían carmín en los labios y se colgaban pendientes, brazaletes y collares de todo tipo. Era su forma de insultar al adversario en lo más vivo. Cuando herían de muerte a un enemigo, le decían al oído: «¡Mira, cobarde, te ha matado una mujer!» Las risas nerviosas de aquellos travestidos con espada, que se relamían pensando en la sangre que pronto iban a derramar, llegaban hasta las murallas de Massaba.

Los ejércitos estaban en posición uno frente al otro. Y, en lo alto de las murallas, todo Massaba se apretujaba para contar a los hombres de cada campo, para admirar las armas y los atuendos de aquellos extraños guerreros llegados de muy lejos; todo Massaba se aplastaba para presenciar el brutal encontronazo de los ejércitos. Las caracolas de Kuame dejaron de sonar, todo el mundo estaba preparado, el viento silbaba en las armaduras y hacía ondear las telas.

Entonces Kuame avanzó hacia la llanura, derecho hacia Sango Kerim; cuando estaba a diez metros de él, detuvo su montura y declaró:

– Vete, Sango Kerim, me apiado de ti, vuelve al lugar del que has venido. Todavía no es tarde para que vivas, pero, si te obstinas, de esta llanura sólo conocerás el polvo de la derrota.

Sango Kerim se irguió sobre su caballo y respondió:

– Declaro que no he escuchado tus palabras más que con un oído, Kuame, y sólo te respondo esto.

Y escupió al suelo.

– Tu madre llorará cuando le hablen de las heridas que voy a infligirte – dijo Kuame.

– Yo no tengo madre – replicó Sango Kerim -, pero pronto tendré mujer, mientras que tú no tendrás más compañera que la hiena que lamerá tu cadáver.

Kuame le dio la espalda violentamente y masculló entre dientes:

– Entonces, muere.

Luego volvió con sus tropas. Rojo de cólera, se irguió sobre los estribos cuan alto era y arengó a sus hombres. Gritó que lo habían ofendido y que los perros que estaban enfrente de ellos debían morir, gritó que quería casarse con la sangre aún caliente del enemigo sobre el pecho, y a sus gritos contestó el inmenso clamor de los guerreros de las tierras de la sal. Luego dio la señal. Los dos ejércitos se pusieron en movimiento al mismo tiempo y se precipitaron el uno hacia el otro. El choque fue brutal; del amasijo de hombres, caballos, lanzas, camellos y ropas se elevaban los relinchos de las monturas y las risas de los travestidos de Arkalas. Todo se confundía, los rojos cráneos de los hombres de Rassamilagh y las heridas abiertas de los primeros muertos; el polvo de la batalla se pegaba a los sudorosos rostros de los guerreros.

Samilia seguía en la azotea del palacio y contemplaba en silencio la inextricable masa de los guerreros, con el rostro tenso. A sus pies morían hombres, no podía entenderlo; que Kuame y Sango Kerim se batieran era explicable, puesto que ambos la deseaban, pero ¿los demás, todos los demás? Recordó lo que había dicho Katabolonga ante el ataúd de Tsongor. Samilia había reconocido las palabras de su padre conforme brotaban de los labios del viejo servidor, y no comprendía por qué ella misma no había dicho nada, pues le habría bastado con proclamar que acataba la voluntad de su padre, que rechazaba a ambos pretendientes y que todo había acabado. Pero no había dicho nada, y, al pie de las murallas, habían empezado a morir hombres. Samilia no sabía por qué había permanecido callada. ¿Por qué sus hermanos tampoco habían dicho nada?, ¿es que todo el mundo deseaba aquella guerra? Samilia contemplaba el campo de batalla, aterrada ante lo que había provocado. La guerra estaba a sus pies y llevaba su nombre, aquel sangriento amasijo tenía su rostro. Samilia se insultó entre dientes, se insultó por no haber hecho nada contra todo aquello.

El sol empezaba a calentar las piedras del camino. Suba seguía adentrándose en las tierras del reino, alejándose de Massaba y su rumor, alejándose de la guerra que se iniciaba a sus espaldas. Suba avanzaba sin saber adonde iba.

El paisaje se había transformado insensiblemente, las colinas habían desaparecido y una larga llanura cubierta de hierbajos y heléchos se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero, cuanto más avanzaba, más a menudo descubría la dulce huella de la mano del hombre a ambos lados del camino. Primero fueron unas tapias; luego, los campos de cultivo; y, por fin, las primeras siluetas en aquel paisaje infinito. Suba las veía, con el cuerpo doblado, trabajando la tierra, concentradas en sus tareas. De pronto oyó un grito, un grito agudo, de mujer; una campesina acababa de levantar la cabeza y había visto la mula y a su jinete, había visto el velo de luto y lanzado su grito de plañidera. Suba se estremeció; de todas partes surgían asombrados rostros de labriegos que se erguían a su paso. Durante unos instantes, el silencio fue absoluto, sólo se oía el ruido seco de las herraduras contra las piedras del camino. Hombres y mujeres dejaron sus herramientas en el suelo, se acercaron y se alinearon al borde del camino para ver pasar al enlutado jinete. Entonces Suba alzó la mano y esbozó el gesto sagrado de los reyes, el gesto que hacía Tsongor para saludar a la multitud, el gesto que sólo los miembros de su familia tenían derecho a hacer: un lento y solemne dibujo de los dedos en el aire. De inmediato, un concierto de gritos respondió al saludo. Las mujeres se pusieron a llorar, a golpearse el rostro con las palmas de las manos y a retorcerse los dedos; los hombres bajaron la cabeza y musitaron la oración por los muertos. Lo habían comprendido, aquel sencillo gesto les había hecho comprender que el mensajero procedía de Massaba, del palacio de Tsongor, y que anunciaba la muerte del soberano. Suba continuó su camino, y los campesinos empezaron a seguirlo, lo escoltaban. Suba no se volvió, pero los oía a sus espaldas y sonrió, sí, a pesar del dolor que lo embargaba, sonrió; satisfecho de aquella escena, por extraño que pudiera parecer, satisfecho de hacer surgir los gritos del pueblo por todas partes. Era necesario que la tierra misma se echara a gritar, que nadie pudiera seguir ignorando que Tsongor había muerto, que el imperio entero se paralizara. Sí, quería comunicar su dolor al corazón de todos los hombres con los que se cruzaba, el mismo dolor que lo desgarraba a él. No debía haber más trabajo, no debía haber más hambre ni más campos que cultivar, no debía haber más que un velo negro a caballo y la necesidad de llorar. A su espalda, la columna continuaba creciendo, y Suba sonreía con el orgullo del hombre enlutado, sonreía, atravesando los pueblos. Pronto lloraría todo el imperio. A partir de ese momento la noticia lo precedería, se extendería, crecería sin cesar, y pronto se oiría el inmenso llanto de todo un continente. Suba sonreía, el velo negro restallaba a su espalda y las plañideras gemían. Había que llorar a su padre, y lo lloraban. De un extremo del reino al otro. Que abran paso al mensajero. De un extremo del reino al otro. Que le abran paso y compartan su dolor.

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