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En Massaba la batalla duró todo el día. Diez horas ininterrumpidas de lucha, diez horas de golpes asestados y vidas segadas. Tanto Kuame como Sango Kerim confiaban en obtener una victoria rápida, romper las primeras líneas, poner en fuga al enemigo y perseguirlo hasta que se rindiera, pero, conforme transcurrían las horas, la fuerza del adversario los había obligado a instalarse en la batalla, a alternar las Líneas de frente para dar descanso a los guerreros, retirar a los heridos y volver al ataque con los músculos tensos por el esfuerzo y la boca rebosante de espuma. Sin embargo, la victoria seguía en el aire. Los dos ejércitos continuaban haciéndose frente, como dos carneros demasiado cansados para embestirse, pero demasiado bravos para ceder ni un palmo de tierra.

Cuando al fin se puso el sol y el combate cesó, los dos ejércitos estaban en el mismo sitio que al empezar la batalla. Ninguno había avanzado ni retrocedido, pero los muertos se habían amontonado al pie de las murallas de Massaba, donde formaban un inmenso campo de cuerpos indistintos en el que se mezclaban los colores de las vestiduras y las armas rotas. Tolorus, el viejo compañero de Kuame, había muerto; había luchado con rabia, pisoteando enemigos, haciendo temblar con sus gritos a quienes se le enfrentaban, adentrándose con furia en el bosque de lanzas que le oponían los cráneos rojos de Karavanath', avanzando como un demonio, sembrando el pánico a su alrededor, hasta que Rassamilagh lo distinguió en mitad de los combatientes y picó espuelas al camello. La carga del animal fue brutal. Pisoteando cuerpos a su paso, Rassamilagh llegó al fin junto a Tolorus, alzó su espada y de un golpe seco lo decapitó. La asombrada cabeza de Tolorus fue rodando hasta los pies de los suyos, y, por un instante, lloró la vida que acababan de arrebatarle.

Karavanath', por su parte, quería hundir su lanza en el pecho de Kuame a toda costa. Avanzaba derecho hacia él, exhortando a los suyos al combate, hablándoles de la gloria que alcanzarían si mataban al rey de las tierras de la sal. Pero no fue a Kuame a quien encontró; en su camino estaba Arkalas, el jefe de las perras de la guerra. A Karavanath' apenas le dio tiempo a ver a su enemigo, sólo oyó un tintineo de joyas y gritos de júbilo a su alrededor. Luego sintió que un cuerpo saltaba sobre él, unas manos lo atenazaban y unos dientes se le clavaban en la garganta. Así fue como Arkalas le quitó la vida a Karavanath', le cortó la yugular, y la muerte se abatió sobre los ojos de su enemigo. Este se estremeció una y otra vez, y vivió lo suficiente para oír la voz de su verdugo, que murmuraba: «Soy hermosa y te mato.»

A todos aquellos cuerpos de valientes abandonados por la vida se unían, en pútrido amasijo, los cadáveres de los caballos y los innumerables perros de guerra que se habían despedazado mutuamente y yacían rígidos, con las patas al aire. Cuando el combate cesó y los dos ejércitos regresaron a las colinas derrotados, agotados, tintos en sangre y empapados en sudor, parecía que hubieran parido un tercer ejército en la gran llanura, un ejército inmóvil, tumbado boca abajo. El ejército de los muertos, nacido tras diez horas de sangrientas contracciones, el ejército de todos los que permanecerían para siempre sobre el polvo de la llanura, a las puertas de Massaba.

Apenas abandonó el campo de batalla, con el cuerpo aún humeante por el esfuerzo del combate, Kuame se hizo anunciar en palacio. Quería entrevistarse con los hijos de Tsongor y discutir una estrategia para vencer a Sango Kerim al día siguiente, pero en los pasillos del palacio se encontró con Samilia, que le rogó que la siguiera. Kuame supuso que quería ofrecerle una colación, un baño, mil cosas para que olvidara las fatigas del combate, y la siguió. Para su sorpresa, la joven lo llevó a una pequeña sala en la que no había nada, ni bañera ni mesa preparada; nada, tampoco, para lavarse las manos y la cara. De pronto, Samilia se volvió hacia él, y su mirada lo sobresaltó; Kuame comprendió que las pruebas de aquel día no habían acabado.

– Tengo que hablar contigo, Kuame – dijo Samilia. El príncipe de las tierras de la sal se limitó a asentir -. ¿Me conoces, Kuame? – le preguntó Samilia. El guardó silencio -. ¿Me conoces, Kuame? – repitió la joven.

– No – respondió él.

Le habría gustado añadir que no necesitaba conocerla para amarla, pero no dijo nada.

– Y, aun así, luchas por mí – replicó Samilia.

– ¿Adonde quieres ir a parar? – le preguntó Kuame, y Samilia percibió la impaciencia en su voz.

– Voy a decírtelo – contestó mirándolo con calma. En ese momento Kuame supo con certeza que lo que oiría a continuación no iba a gustarle, pero no le quedaba más remedio que esperar y escuchar -. Cuando mi padre me habló de ti por primera vez, Kuame – continuó Samilia -, lo escuché con grandes ojos de niña que se bebían sus palabras. Me contó quién eras, la historia de tu linaje. Enumeró los esplendores que se atribuyen a tu reino, y confieso que el retrato que me hizo de ti me conquistó al instante. La boda quedó fijada, y yo tenía prisa por conocerte, una prisa sincera que ni el dolor de verme obligada a abandonar a los míos conseguía moderar. Pero la víspera de tu llegada mi padre me anunció el regreso de Sango Kerim y el motivo de ese regreso. No te ofenderé hablándote en estos momentos de un hombre contra el que has luchado y al que debes de odiar con todas tus fuerzas, sólo quiero que sepas que lo que ha dicho es cierto. Nos criamos juntos, y tengo de él mil recuerdos de juegos y secretos compartidos, lo recuerdo aquí, a mi lado, desde que tengo memoria. El día que nos dejó, fui la única a quien explicó el motivo de su partida. No tenía nada, por eso se marchó, para recorrer el mundo, para conquistar lo que no tenía: la gloria, tierras, un reino, relaciones, y, a continuación, regresar a Massaba, regresar junto a mi padre y pedirle a su hija como esposa. Nos lo habíamos jurado. Veo que sonríes, Kuame, y con razón. Eran juramentos infantiles, como los que todos hemos hecho alguna vez, juramentos que mueven a risa porque se hacen para olvidarlos. Pero, créeme, esos juramentos se vuelven aterradores cuando resurgen en tu vida repentinamente, con la autoridad del pasado. El juramento de Sango y Samilia. Yo también sonreiría como acabas de sonreír tú si hoy Sango Kerim no hubiera estado ahí, al pie de las murallas de Massaba. – Kuame fue a decir algo, pero Samilia le pidió que guardara silencio con un gesto de la mano y continuó -. Sé lo que ibas a decir: que el pasado que resurge así, con esa brutalidad, para reclamar una deuda, es una pesadilla, y que hay pesadillas que podemos destruir, y que eso es lo que intentas hacer con tu ejército, echar a Sango Kerim para que la vida retome su curso. Lo sé, lo sé, yo también lo he pensado. Pero ahora escúchame y pregúntate esto: ¿soy fiel si soy tuya? Sango Kerim pertenece a mi vida; si me quedo contigo, falto a mi palabra y traiciono mi pasado. Trata de comprenderme, Kuame, Sango Kerim sabe quién soy, conocía a mi padre, conoce secretos de mis hermanos que yo ignoro. Si me entrego a ti, Kuame, me convertiré en una extraña en mi propia vida.

Kuame estaba desconcertado. Oía hablar a aquella mujer y descubría con estupor que amaba su voz, que amaba su forma de expresarse, su salvaje determinación. Sólo fue capaz de murmurar:

– ¿Y qué me dices de la fidelidad a lo que deseaba tu padre?

Pero comprendió la debilidad de aquellas palabras al instante de pronunciarlas.

– He pensado en eso, por supuesto, y acataría su voluntad si la hubiera expresado, pero prefirió morir antes que elegir, me dejó esa dolorosa tarea. He tomado una decisión: me iré esta noche. Eres el único que conoce mis intenciones. No dirás nada, no me retendrás, lo sé, te lo pido. Iré a reunirme con Sango Kerim, y mañana todo puede haber acabado. Reúne a tu ejército y regresa a tu reino. Nadie debe sentirse ofendido, la vida se ha burlado de nosotros, eso es todo. Contra eso no se puede entablar batalla.

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