A medida que hablaba, Samilia s_e mostraba más suave y tranquila, y, a medida que escuchaba, Kuame sentía crecer la ira en su interior. Cuando Samilia calló, Kuame explotó:
– Es demasiado tarde para eso, Samilia, hoy ha corrido la sangre, hoy ha muerto mi amigo Tolorus. Yo mismo he recogido entre mis manos agotadas su cabeza cercenada y pisoteada por los caballos. Hoy me han insultado. No, no me iré; no, no te dejaré con tu pasado. Tú y yo estamos unidos, Samilia. Al juramento de antaño opongo tu promesa de casarte conmigo. Estamos unidos y nunca te dejaré en paz.
– Me voy esta noche – repitió Samilia -. Para ti es como si ya estuviera muerta. Míralo así.
Samilia retrocedió y se dirigió hacia la puerta de la sala. Pero Kuame, rabioso, gritó:
– ¡Desengáñate! A partir de ahora estarás allí, sea. Así que ahora hay una guerra que ganar. Iré a buscarte, romperé las filas de ese perro, decapitaré a sus amigos y arrastraré su cuerpo detrás de mí para que comprendas que te he ganado. Ahora hay una guerra, y la llevaré hasta el final.
Samilia se volvió por última vez y, en voz baja, como si escupiera al suelo, dijo:
– Si eso es lo que quieres, que así sea.
Y, apretando los puños con fuerza, desapareció. Kuame jamás le había parecido tan hermoso, jamás había sentido tantos deseos de ser suya. Creía sinceramente en lo que había dicho. Había preparado su discurso, había sopesado hasta el último argumento, quería ser fiel, creía en ello. Pero, mientras hablaba, había sentido crecer en su interior un sentimiento que no podía sofocar y que desmentía cada una de sus palabras. Vio a Kuame de nuevo como lo había imaginado la primera vez, como una promesa de vida. Había dicho todo lo que tenía que decir sin desfallecer, había resistido, pero ya no podía dudar de que lo amaba.
Desapareció jurándose que lo olvidaría, pero presentía que cuanto más se alejara de él más la obsesionaría.
En la sala del trono acababa de estallar una violenta discusión entre Sako y Danga. Desde la muerte del viejo Tsongor, Sako se comportaba como el rey, lo que irritaba a Danga, y la guerra no había hecho más que agravar las tensiones entre los gemelos. Danga estaba profundamente unido a Sango Kerim y lo sublevaba que su hermano tomara partido por un extranjero contra su amigo de la infancia.
También él había pasado el día en lo alto de las murallas, pendiente de la batalla; luego, en cuanto cesó la lucha, se dirigió a la sala del trono. Su hermano estaba allí, tranquilo, vestido con las ropas del soberano, lo que no hizo más que aumentar su rabia.
– No podemos seguir apoyando a Kuame, Sako – dijo.
– ¿Qué dices? – le preguntó Sako, aunque lo había oído perfectamente.
– Digo – repitió Danga – que porque tú quieres estamos apoyando a Kuame, y que eso no es justo. Sango Kerim es nuestro amigo, es a él a quien debemos lealtad.
– Puede que Sango Kerim sea nuestro amigo – replicó Sako, profundamente irritado por la conversación -, pero nos ha ofendido viniendo a perturbar la boda de nuestra hermana.
– Si no quieres apoyar a Sango Kerim – repuso Danga -, dejemos que arreglen este asunto entre ellos; que se enfrenten en duelo y que la obtenga el mejor.
– Eso sería una deshonra – respondió Sako con desprecio -. Debemos ayuda y hospitalidad a Kuame.
– No tomaré las armas contra Sango Kerim – aseguró Danga.
Sako se quedó mudo, estaba pálido y parecía ofendido en lo más vivo. Miraba a su hermano de hito en hito.
– Te agradezco la advertencia, Danga – dijo al fin con un hilo de voz -. Puedes hacer lo que te plazca.
Presa de la cólera, Danga empezó a gritar:
– ¿Quién te autoriza a darte esos aires de rey? Todavía no se ha hecho el reparto del reino. Arrastras contigo a todo Massaba. ¿Qué derecho tienes a hacerlo?
Una vez más, Sako se tomó su tiempo antes de responder y observó con frialdad el tenso rostro de su hermano.
– Nací dos horas antes que tú, eso basta para que sea rey.
Danga explotó, gritó que nada autorizaba a Sako a arrogarse el poder de aquel modo. Los hermanos se arrojaron el uno sobre el otro, rodaron por el suelo como dos perros rabiosos y, cuando al fin consiguieron separarlos, Danga, con el pelo revuelto y la túnica desgarrada, abandonó la sala limpiándose la sangre que le manaba de la boca.
Volvió a sus habitaciones y ordenó que prepararan sus cosas y que su guardia personal estuviera lista para partir en el más absoluto secreto. Una vez tomadas sus disposiciones, buscó a su hermana para despedirse; la encontró en el preciso instante en que dejaba a Kuame. Danga le anunció su intención de marcharse. Samilia estaba tan sombría como él.
– Me voy contigo – se limitó a decir.
Era noche cerrada cuando Danga y su escolta de cinco mil hombres abandonaron la ciudad. La guardia de las murallas pensó que se trataba de una maniobra nocturna, les deseó buena suerte y les abrió las puertas. Había empezado la sangría del clan Tsongor, y, en su solitaria tumba, el viejo rey exhaló desde las entrañas un largo gemido que sólo las columnas de los subterráneos pudieron oír.
En lo alto de las colinas, en el campamento del ejército nómada, la llegada de las tropas de Danga produjo estupor. En un primer momento, los centinelas creyeron que los atacaban, pero Danga pidió que lo llevaran ante Sango Kerim y, una vez le hubo explicado las razones de su presencia allí, un inmenso grito de júbilo sacudió todo el campamento. Ése fue el momento en que Samilia bajó del caballo y avanzó hacia Sango Kerim. Sango palideció, no podía creer que ella estuviera allí, ante él.
– Que tu alma no sonría, Sango Kerim – le dijo Samilia -, pues lo que se presenta ante ti es la desgracia. Si me ofreces la hospitalidad de tu campamento, ya no habrá tregua. La guerra será feroz, y, como un jabalí furioso, Kuame no cejará hasta abrirte el vientre y devorarte las entrañas. Me lo ha dicho él mismo, y hay que creerlo. Me presento ante ti y te pido hospitalidad, pero no seré tu mujer, no hasta que haya acabado esta guerra. Estaré aquí, compartiré esos instantes contigo, cuidaré de ti, pero no podrás gozar de mí hasta que todo esto haya acabado. Ya lo ves, Sango Kerim, lo que se presenta ante ti y te pide hospitalidad es la desgracia. Puedes echarme, no sería ninguna deshonra; muy al contrario, sería el gesto de un gran rey, puesto que con él salvarías la vida de miles de hombres.
Sango Kerim se arrodilló y besó la tierra que los separaba; luego, mirándola con el deseo acumulado durante todos aquellos años, le dijo:
– Este campamento es tuyo. Reinarás en él como tu padre reinaba en Massaba. Te ofrezco mi ejército, te ofrezco mi cuerpo y hasta el último de mis pensamientos, y, si eres la desgracia, quiero abrazar la desgracia con todas mis fuerzas y no sustentarme de otra cosa.
En el inmenso campamento del ejército nómada, los hombres se empujaban para ver a aquella por cuya causa había estallado la guerra. Sango Kerim la llevó ante Rassamilagh y Bandiagara y luego la condujo a una enorme tienda, en la que las mujeres tuareg de Rassamilagh, envueltas en sus velos, le prepararon la comida y le acariciaron el cuerpo con sus perfumadas manos para que el sueño se apoderara de ella con voluptuosidad.
Los hombres del campamento, animados por aquel refuerzo inesperado, se pusieron a cantar canciones de su lejano país. Llevados por el cálido viento nocturno, los retazos de sus cánticos alcanzaron las murallas de Massaba; los centinelas levantaron la cabeza y escucharon aquella música, que les parecía muy hermosa. Fue entonces cuando la noticia llegó a palacio. Tramón, jefe de la guardia especial, irrumpió jadeando en pleno consejo; Sako, Liboko y Kuame, enfrascados en la conversación, alzaron la cabeza como un solo hombre.
– Danga se ha unido a ellos – dijo Tramón intentando recobrar el aliento -. Con cinco mil hombres; y con Samilia.
Todos esperaban que Sako montara en cólera, que rompiera la mesa a puñetazos, pero, para sorpresa general, permaneció impertérrito. Simplemente, dijo: