Vagaba por los caminos, sin comer ni detenerse, abrumado por el cansancio y el horror, vagaba cabizbajo huyendo instintivamente de todo ser vivo. Quería estar solo, ser invisible. Creía que llevaba su crimen escrito en las manos. A veces, lloraba y murmuraba:
– Soy un Tsongor, soy un Tsongor, alejaos de mí.
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Samilia había abandonado Massaba como una cautiva que huye, sin llevarse nada. Los primeros días pensó que tendría que librar batalla y se preparó para hacerlo. Sango Kerim y Kuame no tardarían en darle alcance, y tendría que volver a gritarles que la dejaran. Estaba decidida, no quería ceder nada más, pero el tiempo pasaba y ni Sango Kerim ni Kuame se presentaban. Era evidente que nadie la perseguía, no se había equivocado, ya no era nada. Habían empezado la guerra por ella, pero, después del primer muerto, después del primer hombre que vengar, había dejado de ser el motivo de la lucha. La sangre llamaba a la sangre, y los pretendientes habían acabado olvidándola. Nadie la perseguía, salvo el viento de las colinas.
A partir de ese momento, la vida no fue para ella más que un vagabundeo nómada. Iba de pueblo en pueblo y vivía de la caridad de las gentes; por los caminos del reino, los campesinos dejaban de cavar la tierra para ver pasar a aquella extraña amazona y contemplaban a aqueÚa mujer de negro que avanzaba con la cabeza baja; nadie se le acercaba. Atravesaba regiones enteras sin despegar los labios, sin pedir otra cosa a la vida que fuerzas para continuar. Envejeció en los caminos, yendo siempre hacia delante. Acabó llegando a los confines del reino, y sin darse cuenta siquiera, sin dignarse mirar el continente que abandonaba, cruzó aquella última frontera y penetró en tierras inexploradas, yendo aún más lejos que el rey Tsongor en sus años mozos, dejando que a sus espaldas desaparecieran las tierras natales del reino y su antiguo sabor. Fue entonces cuando realmente ya no fue nada, ya no tenía ni nombre ni pasado; para quienes se cruzaban con ella no era más que una extraña figura con la que apenas se osa hablar y a la que se ve pasar con la vaga sensación de que en ella hay algo violento que es mejor evitar. La gente rezaba para que no se detuviera, y Sami – lia nunca se detenía. Avanzaba testarudamente por caminos y senderos, hasta no ser más que un punto que se pierde en la distancia.
Kuame y Sango Kerim se habían convertido en las secas sombras de dos cuerpos extenuados. La partida de Sami – lia les había oscurecido la mente, ya no pensaban, ya no deseaban, sólo querían morder y hacer sangrar a la tierra. En eso acababan tantos años de guerra, tanto matar, tanto esperar, para que a fin de cuentas ya no les quedara otra cosa que llorar que sus recuerdos de batalla; hasta los perros parecían reírse a su paso. La locura que hasta entonces había consumido sus carnes los envolvió por completo.
De Massaba ya no quedaba nada, era una ciudad destruida desde el interior. Las casas se habían caído, las habían desmontado piedra a piedra para tapar los agujeros de las murallas. Ya nada tenía forma, sólo se mantenía en pie un perímetro de muros que protegía un montón de ruinas de los asaltos exteriores. El polvo había reemplazado a los adoquines y los árboles frutales habían sido cortados y quemados. Samilia se había ido, y, al final del combate, la batalla estaba perdida para todos.
Así las cosas, Kuame y Sango Kerim reunieron a sus ejércitos en la llanura por última vez, y, por última vez, se dirigieron la palabra.
– Es el fin – dijo Sango Kerim -, lo sabes tan bien como yo, Kuame, sólo nos queda acabar lo que empezamos. Aún hay hombres que deben morir y todavía no han caído. Ninguno de los dos puede sustraerse a esta última batalla, pero quiero proclamar aquí la regla del último día, tras lo cual callaré y no conoceré otra cosa que la muerte y la furia. Ante nuestros dos ejércitos reunidos, digo esto: que quienes quieran irse lo hagan hoy. Todos os habéis batido dignamente. La guerra acaba hoy, lo que empieza a partir de ahora es la venganza. Quienes tengan un sitio al que volver, que vuelvan a él; quienes tengan una mujer con la que regresar, que partan de inmediato, y quienes no tengan la muerte de algún ser querido que vengar, que arrojen sus armas al suelo. Para ellos hoy se ha acabado todo; no habrán obtenido ninguna de las riquezas que esperaban ganar aquí, pero se van con vida, que la conserven celosamente. En cuanto a los demás, que se preparen para librar la última batalla; no habrá tregua, combatiremos día y noche, combatiremos olvidando Massaba y sus tesoros, combatiremos para vengarnos.
– Lo que dices es justo, Sango Kerim – respondió Kuame -, la guerra no pasará de hoy. Lo que nacerá a continuación será la carnicería de los rabiosos; los que aún pueden, que se vayan sin vergüenza y vuelvan al lugar del que vinieron para contar quiénes fuimos.
En las filas de los guerreros el silencio fue prolongado e inquieto. Todos se miraban, pero nadie se atrevía a moverse, nadie quería ser el primero en marcharse. Fue entonces cuando Rassamilagh tomó la palabra.
– Me voy, Sango Kerim. Hace mucho tiempo que perdimos esta guerra, hace mucho tiempo que me levanto como un vencido día tras día. Recuerdo con dolor la noche en que bebimos el licor de mirto del desierto y todo podría haber acabado. Te he seguido a todas partes, he soportado todo lo que tú has soportado, pero hoy me acojo a la paz. Si alguno de los presentes tiene que vengarse de mí, si alguien quiere hacerme pagar la muerte de un hermano o un amigo, me enfrentaré a él, pero si nadie se presenta, me marcho y entierro la guerra de Massaba en la arena de mi pasado.
Nadie se movió. Rassamilagh abandonó las filas lentamente, y eso fue el comienzo de una gran desbandada. En cada campo, en cada tribu, eran muchos los hombres que se decidían; los jóvenes porque aún tenían muchos años por delante y querían volver con sus familias, los viejos porque los dominaba un tozudo deseo de ser enterrados en su tierra. Por todas partes se veían guerreros abrazándose. Los que se marchaban se despedían de los que se quedaban, los abrazaban y los encomendaban a la tierra, les ofrecían sus armas, sus cascos y sus monturas, pero los que se quedaban no querían nada; eran ellos, por el contrario, quienes debían dar, decían que para ellos se acercaba el fin y que pronto no necesitarían otra cosa que la moneda que se desliza entre los dientes de los muertos. Confiaban a los que partían sus bienes, sus amuletos y mensajes para los suyos. Eran como un gran cuerpo que se divide lentamente; las filas iban clareando en uno y otro campo.
Los que iban a marcharse no tardaron en estar listos, y abandonaron la llanura ese mismo día. Era mejor que no estuvieran allí cuando empezara la batalla; de lo contrario, el espectáculo de sus compañeros atrapados en la tormenta volvería a llamarlos a las armas.
En la llanura sólo quedó un puñado de hombres: eran los locos de la guerra, impacientes por abrazar la venganza. Todos querían vengar a un hermano o un amigo y miraban con el odio salvaje del perro al hombre sobre el que se arrojarían.
El viejo Barnak era uno de ellos. Aquellos de sus compañeros que habían decidido marcharse habían depositado a sus pies su reserva de qat; había un auténtico montículo de hierba seca. Barnak se agachó lentamente, cogió un buen puñado y se lo metió en la boca; mascaba, escupía, volvía a agacharse y cogía otro puñado. Cuando acabó de escupir, a su alrededor no quedaban más que pedazos de raíces mordisqueadas.
– A partir de ahora jamás volveré a dormir – murmuró para sí.
Ningún hombre había consumido nunca tal cantidad de droga. Barnak se estremecía de los pies a la cabeza. Sus músculos, fatigados por los años, volvían a tener el vigor de las serpientes, y las visiones que lo asaltaban le hacían poner los ojos en blanco y le llenaban la boca de espumarajos. Estaba listo.
Se dio la señal y empezó la lucha, una última batalla de enajenados. Ya no había estrategia ni fraternidad que valieran, cada uno luchaba por su cuenta, no para conservar su vida, sino para arrancársela al enemigo que había elegido. Era como una pelea de jabalíes. Las cabezas reventaban, los chorros de sangre inundaban los rostros, las armaduras cedían. Un horrible clamor de estertores guerreros hacía temblar los viejos e inmóviles muros de Massaba.