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La expresión le ha gustado a Leonardo.

– ¡Bellísimo engaño! ¡Bellísimo engaño! Cierto, Nicolás. No hay duda de que es usted un buen literato. ¡Un bellísimo engaño! Y así dicho, ¿verdad que parece imposible que se hayan producido estrangulamientos y que César haya finalmente ahorcado a los Orsini que había retenido? Me han dicho que la anciana madre de los Orsini vaga por las calles de Roma pidiendo asilo, sin más compañía que la de dos criados. ¡Bellísimo engaño! Gracias, Maquiavelo, acabo de descubrir el aspecto compasivo del lenguaje cuando enmascara la realidad, esa realidad que tanto le gusta a usted. Yo sigo prefiriendo los sueños que son como estrellas del firmamento interior. Nicolás, nunca se extraviará aquel que mira fijamente una estrella.

– Jamás había soñado una situación como ésta, César. Las familias están vencidas. Dominamos el corazón de Italia. Vas a ir a Nápoles a asegurar una alianza con el Gran Capitán que nos permitiría plantar cara a los franceses si fuera necesario. Soy feliz, hijo mío. Soy feliz. Se habla de cómo administras los antiguos feudos de la Romaña, y tus súbditos no añoran a los antiguos dueños. Al contrario. Tenemos el ejército más poderoso de la península. Se acerca. Se acerca el momento.

– El momento llegará cuando la Toscana sea nuestra. Entonces podremos pactar de tú a tú con Maximiliano, con los reyes de España, con Luis Xii. No te sorprenda si en Nápoles pacto con el Gran Capitán otra alianza antifrancesa. La Iglesia, España, Venecia y mientras tanto crecer, crecer, crecer.

Alejandro contempla el panorama de viñedos oscurecidos y se recrea espiando de reojo la serenidad meditativa de César. Los dos a solas. En la contemplación de su hijo, el papa ultima la memoria, el sentido de una estirpe. Dice, reverente:

– César.

Y nada añade a pesar de que su hijo se ha vuelto a la espera de algo más.

– César -repite.

– Me parece mágico. Te das por aludido y hoy decir César es como mencionarte a ti y mencionar al gran Julio César. No sabes lo orgulloso que estoy. Necesitamos que tengas un hijo. Esa hija que te ha dado la francesa no nos sirve. ¡Un hijo! ¡Hemos de tener continuidad! ¿Por qué no está tu mujer a tu lado?

– No lo sé y sí lo sé. A veces quisiera verla, y se lo he pedido al rey de Francia, pero la retiene porque se cree que me presiona.

Otras veces ni la recuerdo. Quizá añoro a mi hija. Por cierto, estoy al habla con Isabel de Este para casarla con su primogénito. En cuanto a mi mujer, me pareció una muchacha muy impresionable.

– Todas las cortes se regocijaron ante su ingenuidad. Iba proclamando a los cuatro vientos lo bien que habías cumplido con ella.

¿Por qué no repites? Necesitamos un heredero.

– Joan tuvo un heredero. Será el futuro duque de Gandía.

– Está bajo el control de su madre, una loca, herida en su orgullo, no para de reclamarme el cadáver de Joan y de recriminarnos atribuyéndonos su muerte. Ha jurado inculcar a su hijo odio eterno a los Borja.

– Podríamos reclamar a tu nieto.

– Podríamos, si lo pactamos con el Rey Católico, por eso es también tan importante tu viaje de mañana a Nápoles. Tú y el Gran Capitán podéis entenderos. Dos grandes jefes frente a frente, más aún, un gran jefe y un caudillo, un rey de Italia. ¿Qué es eso?

Ha oscurecido y a los pies de Alejandro Vi ha caído un bulto que examina sin tocarlo. César se inclina.

– Es un búho muerto.

Ha levantado el cadáver del ave prendida por dos de sus dedos y Alejandro retira el rostro, asqueado.

– ¡Un búho muerto es señal de mala suerte! Es el símbolo de Átropos, la Parca que corta el hilo del destino. Cuando canta el búho alguien ha muerto o va a morir.

– Éste no ha tenido tiempo de cantar.

Lanza César el cuerpo del ave hacia los viñedos y el papa sigue su falso vuelo con disgusto.

– Vayamos a cenar.

Sirven los criados vinos especiados, primeros platos de frutas frescas y secas, y se introduce la liturgia del comer y el beber mientras Alejandro quiere intercambiar planes y César sólo informar de sus poderes.

– Las nuevas máquinas de Leonardo son extraordinarias. La plataforma inclinada me permitió entrar en Ceri sin apenas bajas y cuando ultime las máquinas que sueña…

– ¡Que sueña! Me gusta y me disgusta oírle hablar. Leonardo no cree en el hombre.

– No. No cree en el hombre.

Maquiavelo, que nunca sueña, tampoco cree en el hombre. Yo tampoco.

– ¿En qué podemos creer sino en el hombre?

– Pocas veces hemos hablado tú y yo de creencias.

– Sería improcedente hablar de creencias con un papa.

– Tienes razón.

Suda el papa y se le va la cabeza. Se lleva una mano a la frente y trata de concentrar la mirada en su hijo.

– César, ¿hay niebla en esta habitación? ¿Humo?

– No.

– Siento náuseas y todo me da vueltas.

Se ha levantado más pesado que fornido Alejandro Vi y no puede tenerse en pie, por lo que se precipita sobre la mesa sin darle tiempo a César para acudir en su ayuda. César consigue incorporarse y trata de llegar antes que los criados hasta el cuerpo de su padre, pero también a él le da vueltas la habitación, no puede avanzar, apenas logra tender los brazos marcando el espacio que los separa.

Estaría también él a punto de caer al suelo si no llegara a tiempo Miquel de Corella para sostenerlo. Confusamente se siente protegido, demasiado protegido, humilladamente protegido, ve cómo Corella se mueve y oye cómo grita órdenes.

– ¡Llevad a su santidad al Vaticano y a César a su palacio!

Juntos son fácilmente abatibles.

¡Montad guardia en la puerta de cada uno de los palacios! Avisad a los médicos.

Y César ve los techos de los aposentos por los que pasa, hasta sentirse absorbido por la blandura del lecho, con las manos torpes tratando de contenerse los sudores, en los ojos la fiebre y en los labios la pregunta.

– Miquel, ¿qué me pasa? ¿Qué le pasa a mi padre?

Y ve a Corella al fondo de un largo, demasiado largo recorrido para una mirada sorprendida.

– ¿Qué está pasando, Miquel?

¡Miquel! ¿Veneno? ¿Una conjura?

– Fiebres tercianas.

Se le oscurece todo lo que le rodea y al despertar ve el rostro de Vannozza inclinado sobre el suyo, en segundo plano Corella y Jofre.

– ¿Y mi padre?

– Sigue luchando.

– ¿Contra quién?

– Contra la fiebre.

Y pasa César por un desfiladero de cuyas paredes emergen espadas a medida que él intenta llegar al fin, al fin que nunca alcanza porque despierta.

– ¿Y mi padre?

Esta vez no hay respuesta en los labios de Corella, ni de Vannozza, mientras sus ojos desencuentran los de César.

– ¿Puede morir?

Asiente Corella.

– Pero aún no ha muerto, ¿no es cierto? No puede morir mientras yo esté así. ¡Ponme de pie! ¡He de ponerme de pie! ¿No comprendes que si mi padre muere vendrán a por mí?

¡Necesito que me crean fuerte!

Vannozza lava a un desnudo César con esponjas jabonosas y le ayuda a vestirse, a moverse por la habitación, a asomarse al mediodía sombrío del jardín nublado. Parece como si César se hubiera recuperado y pide asiento. Ya no está solo Corella, a su lado, en pie, Maquiavelo, anhelante, estudiando la actitud del Valentino.

– Y ahora decidme qué está pasando.

– Van mal las cosas, César.

Los enemigos de los Borja se han echado a la calle y persiguen a los más débiles de la familia. La guardia protege la agonía de tu padre.

– La agonía.

– La agonía. Los embajadores envían mensajeros con la gozosa nueva de que estás muriéndote.

– La agonía. ¿Ha oído, Maquiavelo? Muchas veces he pensado en lo que debería hacer si mi padre moría, pero no esperaba que eso se produjera estando yo postrado, sin capacidad de respuesta.

Se rebela Corella.

– Tú aún eres tú, César.

Y aún es César cuando en el marco de la puerta se detiene Burcardo enlutado y no le hace falta hablar para que todos entiendan, pero dice:

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