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Arrastrados cuando no empujados por las espadas, pasan los caballeros a un salón donde los espera un tribunal militar parapetado tras una larga mesa donde aún aparecen dispuestos los manjares de la cena.

Desconcertados los prisioneros por el contraste entre la severidad de los jueces y el colorido de los manjares, no aciertan si mirar a los unos o a los platos. Pero la voz de uno de los militares se impone.

– Vais a ser juzgados por delito de traición y proyecto criminal contra nuestro confalonero, César Borja. La cantidad de pruebas acumuladas es suficiente y determinante de una sentencia de muerte de la que sólo puede salvaros la generosidad de nuestro jefe.

– Jefe y anfitrión -matiza César.

Vitellozzo hincha el pecho y se encara a César.

– Basta de farsa. Supongo la sentencia. Muerte.

– Muerte.

Se descompone el todavía feroz aspecto de Vitellozzo y lloriquea:

– ¡Sólo pido que se me dé tiempo para que el papa me envíe una indulgencia plenaria!

No contesta César a Vitellozzo y espera otras propuestas. Los Orsini, demudados, están entre el sollozo y la indignación. Baglione ha bajado la cabeza. Olivaretto se dirige a Corella.

– Tú, que tan bien usas el puñal, dame uno. Prefiero darme la muerte que recibirla.

Corella le entrega un puñal y Olivaretto lo mira sorprendido, pero finalmente lo empuña. Se carga de valor, lanza un gemido y se clava el puñal en el lugar del corazón. Mana la sangre y se tambalea el caballero, pero no cae y capta que el puñal apenas si se ha introducido en su pecho. Se le acerca Corella y coge el puñal por la empuñadura sin desclavarlo.

– No ha habido el suficiente valor o la suficiente fuerza. Apenas si ha causado una herida de la que podrías sanar, Olivaretto.

– Tú que eres un asesino, empuja el puñal. Ahora. Quiero escoger el lugar donde muero.

– Prepotente imbécil. ¿Así arruinas la inteligencia y la obra de Dios? ¿No sabes que sólo Dios escoge el momento y el lugar? ¿Qué hago, César?

– No debiste darle el puñal.

Arráncalo y que se le aplique el veredicto. ¿Nada tienen que decir los demás?

– ¡Es un monstruoso equívoco!

– ¡César, te han mentido!

– ¡Jamás nos alzamos contra ti!

Pero César se aleja seguido por Corella hasta encontrar la soledad precisa para deliberar.

– Según lo convenido, salvo en los Orsini.

– ¿Vas a perdonar a esas ratas?

– No. Pero si los ejecutamos permitimos que su tío el cardenal Giambattista soliviante a sus clientes romanos. Respetemos el plan: mi padre debe cortarle la cabeza al jefe de la familia, Giulio Orsini, y al cardenal y luego iremos a por los sobrinos. Espero un mensaje de Roma que me confirme la desarticulación de la familia Orsini. De momento ejecutad a Vitellozzo y a Olivaretto y encadenar a los Orsini. Yo saldré a dispersar las escoltas.

Vuelve Corella al comedor donde se celebra el juicio y sale César sonriente y aliviado hasta la entrada de la calle donde aguardan los jefes de las escoltas de los invitados.

– No es preciso que esperéis.

La cena ha empezado y vuestros jefes quieren que lo paséis lo mejor posible. En las caballerizas hemos dispuesto manjares y bebidas para que lo paséis lo mejor posible.

– ¡Gracias, César!

Se repiten las gracias con entusiasmos decrecientes y César se solaza con el frescor del relente en su rostro púrpura por la infección. Por la cuesta sube una figura aquilina reconocida y César aguarda la llegada ligera de Maquiavelo, expectante, y con las preguntas puestas en el resuello.

– ¿Cómo ha ido?

– Según lo convenido.

Hay tanta admiración en los ojos de Maquiavelo que son inútiles las palabras.

– Los traidores están en pleno juicio. Ahora sólo falta que mi padre cumpla su parte.

No se decide a volver César al interior del palacio por el pasillo de negruras, pero al fondo de las tinieblas imagina las cabezas de los encadenados Olivaretto y Vitellozzo, retorcidas una tras otra por la destreza estranguladora de Michelotto. En una celda los Orsini aguardan bisbiseando oraciones. En sus aposentos, César pellizca apenas los alimentos que reposan sobre una inmensa fuente, Maquiavelo escribe sin descanso y Corella toca una guitarra.

– Habrá que esperar el eco de lo que ha ocurrido.

Mientras Corella combina los acordes, Maquiavelo reflexiona en voz alta lo que escribe.

– Hay que entender que el nuevo príncipe no puede responder al modelo convencional de un hombre bueno. A veces para defender al Estado hay que obrar contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión. El nuevo príncipe, pudiendo no separarse del Bien, en caso necesario debe saber entrar en el Mal…

Ajeno a lo que declama Maquiavelo, insiste Corella en los acordes y en su razonamiento.

– Ha sido un acto de legítima defensa. ¿Qué opiniones te interesan, César?

– Más bien debes preguntarme qué opiniones espero.

Las opiniones llegan a través de un Miquel de Corella entusiasmado por el balance. Tu padre ha dicho: César es un genio. Invitad al cardenal Orsini a los festejos por la toma de Sinigaglia, que nada sepa de la detención de sus sobrinos, y en cuanto llegue, lo introducís en la sala del Papagayo, lo encadenáis y me lo metéis en una mazmorra del castillo de Sant.Angelo. Los Orsini son ya puro pasado. Ahora a ver cómo reacciona Luis Xii. Orgullo de padre, sin duda, pero es que Luis Xii le comenta al cardenal D.Amboise y a Carlota de Albret: debes estar orgullosa de tu marido. Lo que ha hecho el Valentino ha sido una hazaña digna de un romano. César Borja tiene el temple de Julio César. Y de momento más suerte. Ha sido un golpe definitivo. Todas las familias italianas están aterradas.

– ¿Qué ha comentado Carlota?

– … ¡Tanta sangre! ¡Tanta sangre! Pero espera, hasta Isabel de Este se ha rendido y en la corte de Mantua, cuando Francesco de Gonzaga mostraba su preocupación ante el emisario portador de las nuevas, Isabel de Este estaba encantada: ¡ha sido una maravilla!

Voy a enviarle una carta a César proponiéndole que descanse después de tantos trajines y le voy a regalar cien máscaras. Creo que le gusta mucho disfrazarse. Su marido decía que había que aplastarle y ella que nada de nada: ¿aplastarle?

¿Por qué? Hay que aliarse con él.

Me ha ofrecido a su hija como futura esposa de nuestro primogénito.

¿Tan pronto? Un poco más y los casamos en tu vientre.

– ¿Y Lucrecia? ¿Qué ha comentado Lucrecia?

En pérgola de platonismos y contactos furtivos, Lucrecia y Bembo pasean mientras ella lee la carta que acaba de recibir de Francesco.

– Francesco está preocupado, pero me dice que su mujer está entusiasmada por lo ocurrido en Sinigaglia.

– Ha sido una magnífica jugada.

– ¿Qué será ahora de los Orsini?

– ¿Lo dudas?

Corella prosigue ante César el balance de los ecos triunfales y no se extraña cuando el Valentino le pide especial noticia sobre la acogida de Leonardo. Lo sabe de buena fuente Michelotto, porque ha sido Maquiavelo quien le ha relatado su encuentro con el artista en su taller lleno de recetas de cocina y de armas de guerra:

– ¿Qué le ha parecido lo de Sinigaglia?

– Muy trabajoso, señor Nicolás, muy trabajoso. Fíjese en esta máquina. Es un repetidor de disparos, de tal manera que con una sola pulsión pueden salir docenas de disparos continuadamente. Un artillero con esta máquina podría haber diezmado a todas las tropas conjuradas en pocos minutos.

– César se desespera. No necesita máquinas tan ambiciosas.

– Le he preparado ballestas mecánicas, catapultas jamás probadas, plataformas que permiten escalar las murallas más altas. Las próximas batallas de César pasarán a la historia de la ingeniería militar. Por eso me maravilla que lo de Sinigaglia haya sido en el fondo tan primitivo.

– Llevo tres meses casi día a día al lado de César y día a día consigue sorprenderme. Yo llegué a Sinigaglia cuando ya había empezado la gran representación y todo fue según lo había programado Cé sar. Esta vez había que hacerlo a base de más rústicos artificios y sobre todo del ingenio de un hombre singular, pero reconozca que ha sido un bellísimo engaño.

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