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– ¿Tan mal le tratamos en Ferrara? ¿Le urge llegar cuanto antes para ser papa? ¿No le vale ser tan poderoso como el papa? ¡Otro Borja, papa!

– Sólo la sangre me une con aquellos Borja: Alejandro, César, Lucrecia.

– ¿Llegó a conocer usted a mi abuela Lucrecia?

– Mal me calculas la edad, primo. Cuando Lucrecia murió, yo apenas tenía diez años, diez años muy alejados de sus pecados.

– ¿Mi abuela? ¿Una pecadora?

Aquí en Ferrara dejó huellas de santidad, incluso un cilicio con el que mortificaba al parecer su excesiva afición a la poesía y a los poetas.

– ¿Un cilicio?

– Eso creo.

– Alejandro, Lucrecia, César.

César Borja.

– No se puede hablar de él, ése sí que tiene mala fama, y en cambio yo me siento atraído por su leyenda.

– Eres demasiado joven y debes aprender a desconfiar de la belleza del diablo. César tenía la belleza del diablo.

– ¿Llegó a conocerle?

Se impacienta Francesc por la desorientación temporal del joven duque.

– Si no conocí a Lucrecia, ¿cómo pude conocer a César, que murió antes de que yo hubiera nacido?

– Ha pasado tanto tiempo, primo. "Aut Caesar aut nihil!" Un lema formidable, hay que reconocerlo. Pero ¿qué caballero se atrevería hoy día a utilizarlo? La única posibilidad de aventura está en las Indias, aunque no es fácil que los italianos lleguen allí. Aquello sí que es tierra libre, en cambio aquí todo está controlado. Quién pudiera proclamar a los cuatro vientos ¡yo o nada!

– También a mí me seducía esa proclama. De joven. ¡Cuánto infortunio en toda aquella corte!

Todo pecador tuvo su castigo.

– Bueno hubiera sido, primo, pero no es del todo exacto. La vieja Vannozza tuvo una larga vida y murió plácidamente. Miquel de

Corella fue un respetado condotiero al servicio de Florencia. Giulia Farnesio dejó esta vida como una gran señora ayudada por oficios pontificales. Doña Sancha de Nápoles tampoco tuvo castigo divino evidente. El hijo ilegítimo de Lucrecia, el llamado "infant de Roma"

, murió relativamente joven y sus propiedades pasaron a… ¿No las recibió usted, primo?

– No recuerdo.

– Cierto. Pasaron al ducado de Gandía.

– Las habré gastado "ad maiorem Dei gloriam".

– No lo dudo.

– ¿Y aquel infame asesor de César, el florentino?

– ¿Maquiavelo? No tuvo el éxito que al parecer reclamaba su talento, ni fue muy afortunado en su vida familiar. Tuvo mala suerte.

– No existe la suerte. Sólo existe el designio de la Providencia.

Sigue el general la Santa Misa postrado en la cama, escaso el séquito, mucha su piedad convulsa, y otra vez le conmueve hasta las lágrimas la proclamación del "Sanctus".

"Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sábaoth, Pleni sunt Caeli et Terra glória tua, Hosanna in excelsis, Benedictus qui venit in nómine Dómini, Hosanna in excelsis."

Dormita Francesc y le despiertan las voces que anuncian la inmediatez del viaje. Apenas tiene conciencia de que le alzan del lecho para dejar su cuerpo en las parihuelas que le conducen al camino que termina en Roma.

– ¿Está muerto? -pregunta el duque.

Alguien contesta:

– Poco le falta.

Abre los ojos Francesc en el jardín, cuando le ayudan a alzarse y a tomar sitio en la calesa, cubierto de mantas, apenas cabeza de polluelo la que asoma entre las cobijas protectoras. Pero aún tiene gesto para bendecir al joven Alfonso, al otro lado de la ventanilla, y advertirle:

– Que tu juventud no nuble tu cabeza. Arranca de tu memoria glorias inútiles. No hay más gloria que la de Dios. Recuerda: "Ad maiorem Dei gloriam".

Parece todo dicho, pero renace como asustado por un terror oculto, y cuando ya empieza a rodar la calesa grita con mucha más voz de la exigida por la apenas lejanía:

– "Aut Deus aut nihil!"

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