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– Muy profunda esa reflexión.

– En mi ánimo se mezclan las sensaciones contrapuestas: el alborozo por la caída de Savonarola y la tristeza por la inevitabilidad de su muerte.

– ¿Otra vez esa historia?

¿Otra vez ese fantasma? ¿Aplicas a un cretino como Savonarola esa delicada observación de que temes perder lo que no amas? ¿Es Savonarola la causa de tu melancolía o hay que buscarle razones menos espirituales?

Va a responder el papa pero el ujier anuncia que espera el embajador español y César inicia la retirada.

– Quédate si quieres.

– No soporto a ese imbécil con maneras de capador de cerdos.

– Haz algo mejor. Escóndete ahí detrás y juzga nuestro encuentro. No hay manera de que me entienda con ese macho cabrío.

Se esconde César y entra el malcarado embajador con los respetos mínimos, consistentes en besar el anillo papal y retroceder dos pasos para lanzar su mensaje sin más espera.

– Quisiera comunicarle en nombre de mis señores, los reyes Isabel y Fernando, que hay gran consternación en nuestros reinos por los sucesos acaecidos en la ciudad de Florencia con directa participación del canciller Remulins como auditor eclesiástico del proceso contra fray Girolamo Savonarola.

– No entiendo esa consternación, señor embajador, por cuanto Savonarola era un aliado del rey francés y por lo tanto enemigo de sus católicas majestades.

– Tal vez he empleado impropiamente la palabra consternación.

– Me lo temía.

– Será más apropiado hablar de preocupación. Nada que objetar a la eliminación de un enemigo político y de un intrigante profeta embaucador. Al contrario. En mi país hace tiempo que estaría criando malvas.

– ¿Entonces?

– Sus majestades contemplan lo ocurrido en Florencia en el marco general de unas estrategias poco amistosas, ya que no fueron informadas de los propósitos de su santidad.

– No he tenido otros propósitos que hacer justicia y sobre todo que la hicieran los florentinos.

– Nada de lo que pueda ocurrir en la península itálica debe permanecer oculto al reino de España.

Y en ese mismo orden de cosas sus católicas majestades lamentan no haber sido suficientemente informadas sobre la política de alianzas matrimoniales del Vaticano y sobre el propósito de César Borja de abandonar el cardenalato y dedicarse a la carrera de las armas.

– ¡Burcardo!

La llamada de Alejandro Vi desconcierta al embajador, y más desconcertado queda cuando Burcardo entra en el salón.

– No veo yo, con todos mis respetos, santidad, qué falta hace un jefe de protocolo en este cruce de afirmaciones.

– Precisamente por su condición de jefe de protocolo me va a ayudar a respetarlo por encima de la furia que me asiste.

– No se prive de enfurecerse su santidad.

– Eso también es cuestión mía, y prosiga usted con la ristra de sin sentidos que al parecer debe comunicarme. Tan sin sentidos que más los veo de su cosecha propia que del exquisito sentido común del rey Fernando de Aragón.

– ¡Soy un leal representante de las directrices de mis señores y por mí hablan los reyes de España!

– Y callan, porque la audiencia se ha terminado.

No sabe el embajador si estallar, pero Burcardo le propone ceremoniosamente el camino de salida en el que le acompaña, para dar entrada a un César hilarante que imita las maneras y los decires del embajador.

– ¡Mis católicas majestades me han dicho…! ¡Qué cabestro!

– Fernando de Aragón es muy listo y lanza por delante a este novillo para enviarme mensajes que él debería decirme de otra manera.

Pero no confían en nosotros y desconfían sobre todo de ti. César, es curioso. ¿Por qué en el fondo todos te tememos un poco?

6 El príncipe

César contempla su propia espada.

Recorre los grabados con la yema de un dedo y los recita para información de Corella, Llorca, Juanito, Montcada.

– Aquí pone César Borja, cardenal de Valencia, junto al buey insignia de la familia. Aquí podéis ver un sacrificio votivo.

Aquí motivos paganos, canéforas y sacerdotisas de cuerpos desnudos y el lema "Cum Nomine Caesaris Omen", para que nadie dude de que me guía el mismo empeño que al gran Julio César. Un cupido de ojos vendados pero armado y finalmente el paso del Rubicón y la leyenda "Iacta alea est".

– "Alea iacta est." La suerte está echada. Tus sueños se han cumplido.

– Todavía no, Miquel.

Se ha abierto la puerta y Burcardo invita a César a que le siga. César entrega la espada a Corella.

– Toma, Miquel. Guárdamela, no vayan a pensar sus eminencias reverendísimas que les voy a rebanar el cuello. Pronto me servirá de algo más que de adorno.

Atraviesa la puerta abierta que le ofrece Burcardo y se apodera, en largos pasos, del espacio que le deja un consistorio al que apenas asiste media docena de cardenales desganados presididos por Alejandro Vi. Al lado del papa, Ascanio Sforza estudia, calculador, cómo se instala César y todos esperan que el papa tome la palabra.

– La urgencia dictada por la situación, la voluntad decidida del cardenal de Valencia y las circunstancias derivadas de hechos que están en la mente de todos me aconsejan aceptar la propuesta del cardenal de abandonar su rango religioso para volver a la vida seglar y empuñar la espada en defensa de nuestro Estado, en defensa de la Iglesia. Recabo la opinión de sus eminencias reverendísimas para respaldar su decisión de abandonar la púrpura. Votos a favor y votos en contra.

Ni se molesta Alejandro en contar los votos, ni los cardenales en alzar los brazos y ya avanza Ascanio para acoger en un abrazo silencioso a César, abrazo que repite la rala concurrencia para retirarse a continuación en seguimiento de Ascanio. No bien salidos los cardenales del salón tratan de obtener información de Ascanio, que finge distanciarles corriendo más que andando.

– ¿Y no nos dirás qué se trama, Ascanio? ¿Qué habéis pactado el papa y tú?

– Todo ha obedecido al principio heracliano.

– ¿Qué pinta Heracles en esta historia?

– Heráclito, que no Heracles, cardenal. Todo fluye, nada es y los Borja necesitan un soldado, un príncipe, no un cardenal. Su santidad me ha asegurado que el nuevo estado de César no significará expolio para ninguna de nuestras familias.

– Sólo faltaría.

– Pero ha de darle una buena dote al nuevo capitán del Vaticano, porque si no lo hace así no habrá princesa que quiera casarse con él, y su santidad pica alto: Carlota de Aragón, hija del rey de Nápoles. Por ser cardenal de Valencia, ya estaba bien dotado económicamente.

– Carlota de Aragón, la hija del rey Federico de Nápoles, lo rechazó porque dijo no querer ser una "cardenala".

– Quién sabe si ahora el cardenal será Jofre y César se meterá definitivamente en la cama de doña Sancha como marido y copropietario de sus posesiones napolitanas.

Quién lo sabe. Lo cierto es que el caballero es temible y el Tíber acaba de arrojar nuevos cadáveres.

A César le basta con mirar despreciativamente a quien le estorba y Miquel de Corella hace el resto. En aquellos territorios que usurpan, Ramiro de Llorca es el administrador de sus bienes y sus vasallos y tan despótico que las gentes añoran a Corella o al mismísimo César.

Bajan las voces y se acercan las cabezas para oír en labios de Sforza lo que a pocos metros Alejandro pregona a voz en grito, en la soledad del salón que puebla a solas con César. Desde la aparición de los cuerpos de Pere Caldes y Pantalisea, el Tíber no tiene bastante agua para los cadáveres de nuestros enemigos políticos. Me parece un exceso. Ya me pareció un exceso lo de Perotto y Pantalisea. El guardador de tu hermana y su doncella, asesinados, atados de pies y manos, arrojados al río.

– Muy mal guardó a mi hermana Perotto y aún peor su doncella, porque consintió como alcahueta.

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