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Acepta el conmovido carcelero el manuscrito, pero ya forma parte Savonarola de la cuerda de presos, en compañía de sus dos hermanos de congregación, y a la plaza de la Signoria llegan cual tres almas blancas, ante la presencia de los ocho mandatarios, obispos y cardenales, Remulins en lugar privilegiado, mientras los ojos de Savonarola repasan los detalles instrumentales de su ejecución. Las cruces de madera. La leña amontonada para la fogata. Hacia la víctima avanza un obispo y proclama:

– Por especial mandato del Santo Padre, yo te separo de la Iglesia militante y triunfante.

Hay serenidad en la voz de Savonarola cuando responde:

– De la militante, sea. De la otra no te corresponde a ti.

Corrige el inquisidor sus palabras.

– Yo te separo de la Iglesia militante.

Pasan los frailes ante los jueces eclesiásticos y se detienen frente a Remulins.

– Vais a ser ajusticiados.

A la santidad de Nuestro Señor complace liberaros de las penas del purgatorio concediéndoos la indulgencia plenaria por vuestros pecados y devolviéndoos la prístina inocencia. ¿La aceptáis?

Asiente Savonarola, le secundan Domingo y Silvestre. Pasan ahora ante el tribunal civil y Ceccone proclama:

– Oídos y examinados vuestros torpísimos delitos, os condenamos a ser ahorcados. Después vuestros cuerpos serán quemados.

Recorren los últimos tramos hacia el cadalso insultados por la plebe, mientras los arrapiezos lancean desde abajo las maderas del tablado para herir las desnudas plantas de los pies de los frailes.

Todo lo contempla Maquiavelo grave, pero no conmovido, como si asistiera a un fenómeno de la Historia inevitable. Por los ojos de Savonarola y por sus rezos pasan las ejecuciones sucesivas de fray Domingo y fray Silvestre y cuando le llega el turno entrega el cuello

a la soga y a la saña del verdugo.

Arde la hoguera y, entre las llamas sin límites, los tres cuerpos.

El verdugo se seca el sudor y contempla su obra satisfecho y agradablemente sorprendido cuando el joven Maquiavelo le elogia su trabajo.

– Espléndida ejecución, maestro.

– ¿Lo ha notado? Hay una gran diferencia entre hacerlo bien y hacerlo mal. Ahora ya sólo resta arrojar al Arno las cenizas de estas basuras.

– He observado que, casi recién colgado Savonarola, ha recogido usted el cadáver y lo ha arrojado a las llamas. Notable celeridad.

Explota el verdugo a carcajadas.

– ¡Buen observador! He pensado, mételo cuanto antes en las llamas por si conserva un soplo de vida y así experimenta el mismo calor que va a notar en el infierno.

Las risas del verdugo suben hacia el cielo, donde vuelven a flotar las campanadas de gloria.

Burcardo, de rodillas, lloroso, con un rosario en las manos, invoca a Dios:

– Acoge en tu seno a fray Girolamo Savonarola, que tuvo más de santo que de pecador y perdona a los que le destruyeron porque no sabían lo que se hacían.

Es tanta la emoción de Burcardo que acaba estallando en sollozos, que inmediatamente corrige, recupera la respiración, se pasa las manos por la cara y exhala los malos aires contenidos. Vuelve a ser el Burcardo hierático y autocontrolado el que se pone en pie a la espera de que los pasos y el ruido de los alabarderos confirmen la inminente llegada de Alejandro Vi. Llega el papa con el ceño cerrado y claridad de encargos sobre lo que debe hacer su jefe de protocolo.

– Me va muy bien que estés aquí, Burcardo. Tengo un encargo preciso. Tenemos boda.

Como Burcardo se limita a asentir con la cabeza, Alejandro Vi le pregunta:

– ¿No te interesa saber quién se casa?

– Sin duda, santidad, pero todo conduce a la evidencia de que la desposada es la señora Lucrecia y el afortunado marido el duque de Bisceglie, Alfonso de Aragón.

– Estás bien informado. Y quisiera explicarte el carácter que ha de tener esa boda. Yo no la veo como un acontecimiento fastuoso a la manera del anterior matrimonio con Giovanni de Pesaro. Habría que adoptar una cierta discreción, sin que tampoco parezca que escondamos nada.

– Si me permite su santidad, yo ya tenía un bosquejo de cómo podría celebrarse el enlace. La percibía como una boda íntima, en familia, habida cuenta del carácter afectuoso y reservado que se atribuye al joven príncipe. Los familiares de los Borja empleados en el Vaticano, los cardenales Borja y Llopis, el obispo Joan Marrades.

– Añade a Ascanio Sforza.

– El cardenal no es de la familia.

– Pero es un aliado de los napolitanos y le gustará ser invitado. Yo compensaría tanta austeridad inicial, con la que estoy de acuerdo, con un espléndido banquete nupcial posterior. ¿Qué te parece?

– Muy equilibrado, santidad.

– Pues no se hable más. Adelante, Burcardo.

Se inclina Burcardo en prueba de aceptación y de retirada pero le retiene un último comentario de Alejandro Vi.

– ¿Te has enterado de lo de Florencia?

– ¿A qué se refiere su santidad?

– A la ejecución de Savonarola.

– Algo he oído.

– ¿Qué se comenta?

– No he oído comentarios.

– Vamos, Burcardo. Una noticia así no circula sin comentarios.

– No suelo parar mientes en los comentarios, santidad. Volviendo al escenario de la boda, ¿qué le parece don Joan de Cervello como sostenedor de la espada sobre la cabeza de los novios?

– ¡Excelente idea!

No bien ha salido Burcardo vase el papa en busca de la puerta secreta que comunica sus dependencias con el salón oculto y al llegar allí le espera Giulia Farnesio envarada y esquiva.

– ¡Giulia! Al verte recupero la mirada.

– Palabras, sólo palabras.

– ¿Cómo puedes decirme una cosa así?

– Han pasado semanas sin haber sido convocada. Y no sólo he recibido esta humillación sino que hay pruebas evidentes de que poco queda del viejo afecto.

– ¿Pruebas?

– Se habla de que otras mujeres pasan por el lecho del papa.

– La leyenda.

– Se habla de que esas relaciones han tenido frutos.

– Me atribuyen los hijos naturales a docenas.

– También mi familia ha sido agraviada. Un Orsini era candidato a la mano de Lucrecia y ha sido desechado. Francesco Orsini, duque de Gravina.

Alejandro ha conseguido coger una mano a Giulia, que sigue sin darle la cara.

– Todo tiene una explicación, desalmada paloma. ¿Cómo puedes suponer desafección en mí? Si rehuí el encuentro fue fruto de la conmoción que me causó la muerte de mi hijo. Hice voto expreso de nuevas costumbres, pero mi carne es débil y ante ti son débiles mi carne y mi espíritu. Tampoco podía fomentar el escándalo en tiempos de ajuste de cuentas a Savonarola.

El infeliz fraile me acusaba de lascivo y durante su proceso era recomendable la prudencia.

– Atiendo a esas razones, pero ¿y el rechazo del hermano de mi marido? ¿El rechazo de Francesco Orsini como marido de Lucrecia?

– Razones de Estado, paloma mía. Me interesaba mucho la boda con un Orsini porque acallaba los rumores sobre la participación de la familia de tu marido en el asesinato de mi hijo, pero ya conoces la necesidad de ligarnos a Nápoles.

Lloriquea Giulia:

– ¡Me siento tan abandonada!

– Más abandonado me siento yo cada vez que te imagino en brazos de tu marido, en brazos del rencor de ese inválido que en ti debe vengarse de mí.

– Mi marido no me humilla.

– Me humilla a mí en ti. Hablaré con Adriana y volveremos a fijar nuestros encuentros.

Trata Alejandro de llegar al cuerpo a cuerpo, pero Giulia lo rechaza con delicadeza.

– No. Hoy todavía no.

– ¿Cuándo?

– Muy pronto.

La casi huida de la mujer la asume el papa con una melancolía aliviada, y en ese mismo estado de ánimo regresa al salón del trono, donde le aguarda César.

– Te veo extraño. Estás contento, pero no estás contento.

– ¿Quién no teme perder lo que ya no ama?

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