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Mentre, il novo dolor dunque l.accora, non riponete l.onorata spada anzi seguite lá dove chiama.

Vostra fortuna dritto per la strada che vi puó dar, dopo la morte anchora mille et mille anni, al mondo honor et fama."

Los ojos de Vannozza han pasado del desconsuelo al ilusionado seguimiento del recitar de su marido, pero fatalmente buscan a Alejandro, empalagoso e infantil ante Giulia, y más allá de las puertas, el jardín, descubren el primer abrazo, el primer beso entre César y Sancha, previos al encarnizamiento de los cuerpos.

4 El último desfile de Joan de Gandía

Sobre la campiña de yeso pintada de verde, nervaduras de ríos en añil, colinas nevadas, castillos soñados. Los ojos del papa arrodillado coinciden con la maqueta de sus sueños de conquista y al señalar los castillos enuncia el nombre de sus dueños, que es el de sus enemigos.

– Colonna, Orsini, Orsini, Colonna, Orsini, Orsini, Orsini, ¡Orsini!

La concentración de sus ojos y de su contenida cólera no le ha permitido ver la entrada de Lucrecia en la estancia y a su estela Adriana del Milá, que ha quedado en la puerta, preocupada pero retenida por la prudencia. Tienen fiebre los ojos de Lucrecia y prisa sus pequeños pies alados para llegar junto al papa arrodillado y permanecer allí, con los puños cerrados y los labios temblorosos, a la espera de que acudan las palabras. No repara en ella Rodrigo hasta que en el inventario de un castillo más alejado su mirada se hunde en el regazo de la muchacha y los ojos suben hasta descubrir, primero, el rostro y, luego, su conmoción. Silencio hasta que el papa, arrodillado, trata de apoderarse de las manos de su hija, manos que le rechazan, gesto que permite el estallido de las palabras.

– ¡No me volverás a ver!

Se ha izado el pontífice hasta la enormidad y ahora se revuelve hacia Adriana, que desde el dintel le recomienda sosiego y que deje pasar el temporal.

– ¿Así castigas mis ojos, hija mía?

– ¡Has jugado conmigo! Me has prometido varias veces sin pedirme parecer y después de haberme casado con Giovanni Sforza algo le has hecho para que huya a Pesaro como un poseído. Además, ¿qué quiere decir esto?

Tiende a su padre un pergamino que él acoge benevolente y ojea para quitar importancia a su contenido.

– Pura fórmula.

– ¿Pura fórmula que el general de los agustinos se traslade a Pesaro a pedirle a mi marido la separación porque el matrimonio "no se consumó"? ¿Alguien me ha preguntado a mí si el matrimonio se consumó?

Consigue Rodrigo apoderarse de sus manos y la atrae, dominando el rechazo de Lucrecia con su fuerza.

– Entiéndeme bien. Tú eres una Borja, por encima de todo eres una Borja y los Borja tenemos una finalidad de la que tú eres un instrumento, como lo soy yo. Acabo de llamar a Joan para que lo deje todo y vuelva de Gandía. Ha de dirigir la campaña contra los Orsini. Uno por uno, esos castillos han de caer. ¿Me ha opuesto Joan alguna razón personal? No. Vendrá a pesar de que acaba de tener un heredero y su mujer María Enríquez vuelve a estar preñada. Él es un Borja. ¿Y tú? La boda con Giovanni Sforza fue un error y no hay que persistir en el error. No te faltarán maridos. Me interesa una alianza con Nápoles, y tu cuñada Sancha tiene un hermano muy bien parecido, Alfonso de Aragón.

Serías duquesa de Bisceglie.

Logra Lucrecia zafarse de la retención, correr hacia la puerta y desde allí revolverse y gritar:

– Me habéis buscado a un bastardo del rey de Nápoles. Por lo que veo, los Borja vamos de bastardo en bastardo. ¿He de consumar o no he de consumar ese nuevo matrimonio? Te comunico que me meto en el convento de las dominicas de San Sixto y no pienso volver a veros.

Queda el papa con la palabra en la boca cuando sale corriendo Lucrecia, Adriana del Milá tras ella, previa disculpa de su desairada situación. Por unos instantes resta Rodrigo conmovido, pero se alza de hombros y vuelve a sus castillos al tiempo que entra César y su séquito para rodear la maqueta, comentarla, valorarla. Más benévolo César, despectivo Corella y con voluntad de dar una lección de conocimiento de lo que llama "arte de diseño". Pinturicchio no sabe reproducir castillos. No tiene la contundencia de un gran "Artifex polytechnes", del estilo de Leonardo, capaz de urdir toda clase de ingenios, como su maestro Verrocchio. Los artífices son hijos de Mercurio y en las atribuciones astrales de Mercurio están la orfebrería, la escultura, la pintura, la astronomía, la música y todo lo que tiene que ver con el cálculo y la técnica.

– Desde las formulaciones de Marsilio Ficino, los artistas aparecen como mercurianos y practicantes de la unidad de las artes a través del "diseño". ¿Sabéis qué es eso? La capacidad de crear materialmente desde los imaginarios de la inteligencia, mediante la geometría, que es el armazón de todas las cosas, y la ingeniería, la acción, las manos y los materiales finalmente. Leonardo ha hablado de esa relación entre mente y manos, sin dividirla en las acciones de las diferentes artes. El artista es, ha de ser "El Gran Diseñador". Yo ese talento no lo aprecio en esta maqueta.

Sopla y resopla Alejandro Vi, con los acumulados incordios de Lucrecia y el sabelotodo de Corella.

– Miquel, tú sí que eres un gran diseñador, con el "punyalet" (Puñalete). Me basta con lo que ha hecho Pinturicchio. Esos castillos caerán en nuestras manos uno tras otro.

– ¿Por obra del Espíritu Santo?

César sustituye a un voluntariamente desplazado Corella.

– Por obra de tu hermano y de las tropas a su mando. He ordenado a Joan que vuelva cuanto antes a Roma.

Hay sorna en la mirada que se cruzan César y Miquel de Corella, pero deja el cardenal en boca de su lugarteniente la respuesta.

– Sin duda grande es el deseo de servirse de su hijo el duque de Gandía, pero ¿qué experiencia de asedios tiene? ¿Qué estrategias de asaltos a fortalezas ha aprendido?

Alejandro Vi es poseedor de una verdad secreta, porque sonríe a solas con su secreto.

– En su día sabréis con qué efectivos cuento y, desde luego, Joan de Gandía no estará solo.

Levanta, caballero sobre su caballo, Joan de Gandía la vista hacia la ventana y decae su alegría de fugitivo cuando contempla la gravedad herida del rostro de María Enríquez, con el niño en brazos, las piernecitas deslizadas sobre la gravidez del vientre de su madre. Retiene Joan la imagen en su mirada, como si quisiera absolverla de la tentación del olvido, quedársela para siempre, el relativo siempre del que es capaz. Finalmente alza dos dedos hasta su frente a manera de despedida y sólo encuentra la sequedad de los ojos de la mujer después de las lágrimas, una sequedad brillante y furiosa, que permanecerá en la estela de su galopar por un pasillo de tiempo y arboledas hasta llegar al mar y ya en el barco, a medida que se alejan las costas de Valencia, siente que se despega con demasiada facilidad de la patética despedida de María, de los últimos meses de su vida, atraído como un imán cada vez más fuerte por los horizontes de Roma y el núcleo magnético del Vaticano.

Ya en los corredores pontificios desemboca en el centro del remolino succionador, esos besos en las mejillas de su padre, el abrazo cordial de César y una broma tímida de Jofre que ni siquiera entiende pero ríe. Y no pregunta quién es el hombre de mirada estudiadora que le contempla desde un ángulo de la sala porque sus ojos buscan a Vannozza y la encuentra junto a Canale y luego a Lucrecia, pero no está su hermana.

– ¿Y Lucrecia?

– De Lucrecia, ya hablaremos en su momento. ¿Bueno el viaje?

Danos noticias de España. ¿Tu hijo? ¿Y el que viene? ¡Bravo, Joan! Todo sale según nuestros planes.

– ¿Qué pasa con Lucrecia?

– Eso me pregunto yo, ¿qué pasa con Lucrecia?

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