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– Se acerca el final.

Miquel de Corella ocupa todo el horizonte ante los ojos enrojecidos de César.

– Algo hay que hacer y lo haré yo.

Cree ver Alejandro en su delirio una irrupción violenta de Corella en sus aposentos, al frente de tropa y portadores que cargan con tesoros y documentos, sin que nadie discuta la segura empresa de Miquel. Es Miquel quien le saluda y asegura:

– Tranquilo. César lo guardará todo en lugar seguro.

Luego el desmayo. El delirio que protagoniza frecuentemente la ansiedad por su hijo: ¿qué habrá sido de César? Un Alejandro Vi demacrado, hinchado, acompañado de Burcardo, su médico y de dos criadas, mal protegido por una soldadesca desinteresada que bebe cuanto puede y contempla recelosa el amenazador más allá de la ventana.

Burcardo escucha con los ojos entornados lo que habla la soldadesca.

– Si vienen a por él, yo me marcho por la puerta trasera.

– Allá se las compongan. ¡Voy a dejarme matar yo por este moribundo!

– Más vale que calléis. César aún vive.

– César está muriéndose.

– Pero Corella vive.

– Lo que le dejen vivir los otros.

Por los ojos de Alejandro Vi pasan lentos paisajes inseguros que creía haber olvidado, paisajes de Xátiva, la silueta indeterminada de su madre, fragmentos de vivencias con su tío y con su hermano Pere Lluís, la ceremonia de la coronación, Giulia Farnesio desnuda, a punto para las yemas de sus dedos, y sus labios emiten los nombres y los deseos.

– "Pere Lluís, a on t.has ficat? Que has trobat al Joan?

Joan! Fill meu! Mare! Mare meua! Quina foscor! Oncle, quina foscor!" (1)

[16]Una mano marmórea le tiende la eucaristía y los labios no aciertan a encontrarla. Alguien tiene que abrirle la boca para introducírsela y cuando la ha tragado los labios de Rodrigo se mueven para rezar más que recitar:

– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor." (2)

Es tan evidente que ha muerto que los cuerpos escapan a la amenaza de la muerte dando pasos atrás y alguien da la voz de alarma.

[17]-¡Vayámonos antes de que asalten el palacio!

– ¡Vayámonos!

No todos secundan la alarma, pero Burcardo, el sacerdote y las dos religiosas restantes terminan por retroceder y dejar al hinchado cadáver entregado a la soledad absoluta de la alcoba fúnebre.

Tocan las campanas a muerto, pero no las oye Leonardo da Vinci, afanado entre sus maquetas, cuando ve entrar a un Maquiavelo tan desencajado como desencantado.

Nada dice, pero el artista adivina y sanciona:

– ¿Han muerto?

– De momento ha muerto Alejandro Vi. César lucha con la muerte y toma decisiones que no parecen de César. Sólo tiene una salida: volver a la Romaña, recuperar sus tropas e imponer sus condiciones al futuro papa. César aún es el confalonero del Vaticano, y el papado sin las tropas de César no existe.

Derriba Da Vinci las maquetas más próximas. Las observa melancólico.

– Estas máquinas van a llegar tarde. Leonardo, Leonardo, eres un pobre vagabundo otra vez. Me parece que me voy a Francia, siguiendo mi estrella, mientras tenga un sueño estaré vivo. Seguiré mi programa de vida. Penetrar en el fondo de la realidad natural, escrutar en la caverna que se nos ha dado como morada, interrogar las estrellas, anatomizar todo lo viviente, ordenar ciudades, dictar sus leyes y, ¡ay!, curar la melancolía y la locura. La melancolía es consecuencia de la consciencia de la fragilidad del hombre en su relación con el mundo y la Providencia. ¡Bien venida la melancolía! Lo volveré a intentar, en Francia. El cardenal D.Amboise me ha hecho ofertas muy suculentas.

Hablando de suculencias, ¿sabe que estoy estudiando un pastel de zarzillos?

– No es el momento, por favor.

– Las máquinas de guerra poco me van a dar. Hay un tiempo para la guerra y otro para el placer.

Contempla Da Vinci las maquetas y escoge súbitamente la del carro blindado, la toma con dos dedos, se la lleva a la boca y se la come mediante ansiosos bocados.

– ¿Qué hace?

– Me la como. Yo la creé, yo me la como. Suelo hacer las maquetas de mazapán, querido Nicolás.

Toma la maqueta de la disparadora múltiple y se la ofrece.

– ¿Gusta?

Tiende el cardenal Della Rovere una caja de madera primorosamente repujada a un César Borja que sonríe hierático sentado en un sillón, Corella armado al lado, Vannozza portadora de tisanas, Burcardo concentrado junto a Giuliano della Rovere.

– Te he traído las mejores yemas de los conventos romanos.

– ¿Aún existe Roma? Me hablan de saqueos y de asaltos a las propiedades de los Borja, a aquellas propiedades no defendidas por mis soldados.

– Teníais demasiadas propiedades. No hay bastantes soldados para defenderlas. Algo hay que hacer y vengo a ofrecerte mi colaboración. Ante todo, ¿qué hacemos con el cadáver de tu padre?

– Ha muerto papa y debe ser enterrado como un papa.

– No hay ambiente en Roma para un entierro como su santidad se merece, pero hay que enterrarlo, es cierto. Por eso he venido con Burcardo, para que escoja un ceremonial suficiente, pero no provocador. Por otra parte tu salud te impide asistir a las exequias, pero no haberte agenciado de todos los archivos y tesoros personales de su santidad.

Señala Della Rovere irónico a Corella.

– Tu lugarteniente pasó por San Pedro y cargó con todo. Amenazó incluso a un cardenal con cortarle el cuello si no le dejaba actuar a sus anchas.

– Todo está a buen recaudo.

Informa César sin dar tiempo a Corella a intervenir y añade:

– No es un buen momento para el enfrentamiento. Hay que elegir papa y yo controlo a más de la mitad de los cardenales. ¿Quieres ser papa? Podemos pactarlo.

– No, no es el momento. A los dos nos interesa un papa de transición.

– Un anciano moribundo: ¿Costa? ¿Piccolomini?

– Piccolomini.

– ¿No está demasiado moribundo?

– Sólo Dios lo sabe.

– Bien. Sea Piccolomini, pero quiero exequias dignas para mi padre. En cuanto pueda hablaremos de la estrategia política y de dominio militar. Corella parte para la Romaña a mantener en pie a mis tropas.

Se levanta César dando por terminada la audiencia y temen por su estabilidad Corella y Vannozza, gesto que no escapa a la percepción de Della Rovere, aunque César va hacia él y trata de abrazar y ser abrazado vigorosamente.

En los ojos de Della Rovere hay satisfacción al comprobar la debilidad de César entre sus brazos, pero se retira entre muestras de buena voluntad. En cuanto ha salido el cardenal, César se tambalea y necesita ayuda para alcanzar el lecho. De nuevo tiembla y suda.

Corella y Vannozza se miran preocupados. Burcardo se limita a anotar mentalmente cuanto ve con los ojos semicerrados. César le reclama con la mirada.

– Burcardo. Vete a vestir a mi padre. No conviene que un papa sea enterrado desnudo.

– No está desnudo, duque.

– Vístele como a un papa.

Parte Burcardo mientras César se dirige a Corella.

– No pierdas ni un minuto.

Parte hacia la Romaña y vigila las tropas. Que cierren murallas.

Que no dejen entrar gente armada si no saben la contraseña. Todas las familias se han alzado. Giovanni Sforza ha vuelto a Pesaro, los Colonna han recuperado sus propiedades, los Orsini… todo empieza a desmoronarse.

Sigue hablando César, pero Burcardo sale definitivamente de la casa y no se detiene hasta llegar a los aposentos del Vaticano donde el papa muerto permanece apenas vestido y solo sobre su cama.

Lo amortaja trabajosamente Burcardo, con la nariz fruncida, como única concesión ante el comienzo de putrefacción del cadáver. Luego riega al muerto con una gran botella de perfume. A pesar de su delgadez. Burcardo suda cuando contempla su obra, se santigua, se arrodilla y reza. En esta posición le sorprende la entrada de Della Rovere en la sala mortuoria. Va acompañado de dos cardenales,

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[16] (1) "¿Pere Lluís, dónde te has metido? ¿Has encontrado a Joan? ¡Joan! ¡Hijo mío! ¡Madre! ¡Madre mía! ¡Qué oscuridad! ¡Tío, que oscuridad!"

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[17] [17](2))Cuando la noche expande sus tinieblas; de los brutos los párpados se cierran y los enfermos se crecen en dolor.

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