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– ¿Me dejas o no me dejas?

¿Por qué quieres poseerme si me vas a dejar?

– Sancha, ¿a qué juegas? Te he pedido que me siguieras. Tú también has perdido esta batalla, pero podemos ganar la guerra. Los Borja no podrán controlar con una mano a los franceses y con la otra a los españoles. Ahora se han puesto de acuerdo para acabar con la nobleza italiana y con el rey de Nápoles.

Ahora. Pero mañana…

– No me gustan los vencidos.

Estoy cansada de vencidos.

– Por eso prefieres a César o al Gran Capitán.

– ¿Qué me reprochas? ¿Cómo puedo defenderme? Una mujer de mi condición puede formar una corte y tener sus poetas y sus amantes platónicos o no, pero su vida y su vientre dependen de los hombres, como siempre. Bastante hago con proteger a mi hermano. Es el único vencido que merece mi compasión.

Le coge las manos Ascanio y abandona el sarcasmo para acceder a la ternura.

– Un día volveré y nuestros enemigos ya no existirán.

– No volveremos a vernos, Ascanio, y nuestros enemigos gozan de muy buena salud.

Los truenos y los relámpagos iluminan el cielo de Roma y a su luz sale Sforza a la calle y Sancha corre para volver cuanto antes a palacio. Nada más entrar en el zaguán un trueno más fuerte que los otros conmueve los muros del edificio y de las dependencias de arriba llegan el estrépito de derrumbamientos y una nube de polvo y astillas que desciende por la escalera y sale al encuentro de doña Sancha. Superada la sorpresa asciende los escalones y corre en compañía de alabarderos alarmados y cortesanos despavoridos. Todos los pasos conducen al salón del trono y al desembocar en él se percibe que el techo se ha derrumbado y convertido en un montón de escombros. Un criado grita histérico:

– ¡Su santidad está debajo!

Al trabajo de desescombro se suman todos los palaciegos, Sancha, Lucrecia, su marido, Adriana del Milá, y finalmente consiguen llegar al pontífice, enmascarado por el polvo y la palidez del desmayo. Lo conducen al lecho y las mujeres lo lavan con pañuelos de hilo humedecidos en agua de rosas, mientras el médico Torrella le examina las articulaciones y la sangre del párpado. Tiene fiebre de noche, fiebre vigilada por el médico y las mujeres, también por un César intrigado ante la dimensión del destrozo que ha sufrido el techo, y lo comenta con sus acólitos.

– Extraña coincidencia. Orso Orsini muere a causa de un oportuno derrumbamiento sobre su cabeza y a su santidad le ocurre otro tanto.

– Se construye sin rigor. Habrá que ahorcar al arquitecto o cambiarlo. ¿No ha hecho tu padre venir a Bramante a Roma?

– ¿Es sarcasmo, Corella?

– Es deducción. ¿Qué otra causa podemos buscar? ¿Un duelo entre los Borja y los Orsini a base de derrumbamientos? Por Roma se habla de la maldición de Savonarola.

Se interrumpe Corella porque ve pasar a un Remulins casi furtivo en dirección a las estancias papales.

– Pero quien mejor podría decirnos si Savonarola está en condiciones de maldecir a alguien es Remulins. ¡Remulins! ¿Savonarola está en condiciones de maldecir al Santo Padre desde los infiernos?

– Savonarola no está en los infiernos. Yo mismo le transmití la indulgencia plenaria por encargo de su santidad, minutos antes de morir. Se supone que estará en el Purgatorio, incluso en el Cielo.

– Demasiada generosidad. ¿Y si ha ido al Cielo y desde allí intriga contra nosotros?

Remulins sonríe cautamente.

– Savonarola era demasiado inocente.

– ¿Era inocente o era tonto?

Responde secamente Remulins:

– Era inocente.

– Si era inocente o era un inocente, da lo mismo. ¿Por qué fue condenado?

– Porque era un peligro.

Saluda Remulins sin gana y recupera su andadura seguido por la sonrisa sarcástica de César.

– Sabes qué te digo, Corella.

Este Remulins amaba a Savonarola. Estos viejos galápagos, él o mi padre, temen perder lo que no aman.

De la habitación cercana llegan risas y correrías que sobresaltan a Adriana del Milá. Contempla el dulce dormir del convale ciente Alejandro, deja las habitaciones papales y va hacia el núcleo del jolgorio para encontrarse a Alfonso, Lucrecia y Sancha revolcándose y jugando a agresiones blandas, leves insultos en el contexto de una batalla preamorosa a la que se suma Sancha poniéndose de parte de Lucrecia y entre las dos dominando a Alfonso contra el suelo.

– ¡Ríndete!

– ¡Jamás!

Pone la voz hombruna Sancha.

– ¡Pagarás cara tu osadía!

Y provoca un ataque de risa en Lucrecia, que le hace perder el control y permite a Alfonso liberarse del acoso.

– Sois temibles. Nunca he visto un cocodrilo, pero por lo que cuentan sois dos cocodrilos.

– ¡Ñam! ¡Ñam!

Amenazan las mujeres con las bocas abiertas como suponen las abren los cocodrilos, pero Alfonso se recompone y anuncia:

– Basta de juegos por hoy.

Me reclaman deberes propios de mi sexo.

– ¿Rubia o morena?

Golpea festivamente Lucrecia a Sancha por lo que ha dicho, pero la napolitana ha corrido a abrazarse a su hermano.

– ¿Verdad que somos muy felices? ¿Hemos despejado las nubes de los primeros encuentros? ¿Recordáis las batallas campales del banquete de bodas? ¡No paramos de cruzarnos insultos entre nosotros!

¡Bastardo! Fue la palabra preferida.

Se suma Lucrecia a los hermanos para formar el triángulo de la felicidad en el que parece sumergido el muchacho, pero reacciona y proclama:

– Me voy. Las mujeres sois más empalagosas que la miel.

– No seas imprudente. No salgas solo a la calle.

– Me acompañan Albanese y dos o tres más. Quedad tranquilas.

Besa Alfonso a Lucrecia, saluda con una mano a la silenciosa Adriana del Milá y va hacia un rincón de la habitación donde duerme en la cuna su hijo Rodrigo. Se inclina para besar la frente del bebé y desatiende la enternecida expectativa de las mujeres para ganar la calle y perderse la euforia de Lucrecia, que ha cogido las manos de Sancha para decirle:

– ¡Soy tan feliz!

Ya está en la calle Alfonso seguido por sus tres acompañantes, que dialogan relajados y se distancian, sin percibir que al paso del príncipe han salido cuatro hombres enmascarados con los puñales en ristre. Tiene tiempo Alfonso de sacar la espada, pero dos puñales se ceban en su tórax y en su pierna, cae al suelo y tratan de arrastrar su cuerpo los asaltantes.

– ¡Auxilio! ¡Socorredme!

Por fin han percibido el altercado los guardaespaldas y corren hacia el lugar donde es arrastrado el cuerpo ensangrentado del duque.

Las espadas se cruzan, pero los asaltantes huyen más que luchan y dejan en el campo de batalla la sanguinolenta presencia yaciente de Alfonso y el desolado estupor de sus guardianes. Por fin Albanese lo coge en brazos y gana trabajosamente el portón del que salieran, dejando en el empedrado estelas de sangre. Es el propio Albanese el que desemboca en la sala donde Sancha y Lucrecia se hacen confidencias, truncadas a la vista del cuerpo exangüe del príncipe, la pálida faz, la sangre ganando el suelo y tiñendo las manos, el cuerpo de las mujeres cuando lo abrazan.

– Conmigo ha llegado el terror.

¿No le parece una simplificación, señor Maquiavelo?

– No he reunido la suficiente teoría sobre eso. Todavía. Pero analizo sus pasos, César, y sólo veo acciones lógicas si tenemos en cuenta lo que pretende, la finalidad de una empresa. La violencia es necesaria para construir la sociedad, y estamos en tiempos de violencia. Debe ser patrimonio del poder, porque si no, la violencia es desorden. O la aplicas o te la aplican. Se habla del terror de los Borja, pero al lado del terror de condotieros como los Bentivoglio, Malatesta o los Baglione, los Borja han sido seráficos.

También el terror hay que medirlo.

– No debe ser excesivo.

– No debe ser ineficaz, gratuito. Lo verdaderamente nefasto es el terror gratuito e inútil.

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