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– Lo necesito a mi lado.

– ¿Como filósofo o como filólogo?

– Como experto en ciencia militar.

– Muy halagador, pero un experto en ciencia poca cosa es sin un técnico.

– ¿Algún nombre en concreto?

– Leonardo, Leonardo da Vinci. Tiene un cerebro total capaz de pintar más allá de Masaccio y Botticelli y de imaginar las máquinas futuras. Pero de todo su maquinismo yo me quedo con el militar. El asalto a las fortalezas tiene un antes y un después de Leonardo da Vinci.

– Tengo carta libre para conquistar la Romaña. Un primer paso para esa unificación de Italia de la que usted ha hablado.

– Más que unificarla, se trataría de cohesionarla y crear un sistema que la pusiera al abrigo de los bárbaros. Por desgracia el poder de los papas no ha ayudado a fortalecer a Italia, sino a debilitarla. Tal vez usted pueda cambiar ese mal signo. Italia vive un momento de esplendor cultural que no se corresponde con su poquedad política. Usted puede conseguirlo.

Está en muy buena situación. La espada y la Iglesia. Ha comprendido la Historia, es usted un político, se ha dado cuenta de que vivimos una auténtica revolución que sepulta lo viejo y abre paso a lo nuevo y está hecho de la madera de los príncipes. Sólo ha de vigilar un imponderable.

– ¿La fortuna?

– No. No creo en la presencia de la fortuna en la Historia, sino en la eficacia de la razón, en la virtud frente al azar. El riesgo no puede venir de la fortuna o de la Providencia, sino de la tendencia de los hombres a temer lo demasiado nuevo. Entonces entre lo viejo y lo nuevo se impone lo inevitable. El hombre es un pésimo agente histórico. Por eso no escribo para los hombres, escribo para los príncipes y para los amigos.

– Los necesito en Roma, a Leonardo, a usted.

– Estudiaré la oferta. Es curiosa la condición humana. Lo que a mí me gusta de verdad es jugar a las cartas en mi casa de la Toscana y comer nueces o "finocchiona" acompañada de vino trebbiano. Pero lo que me seduce es vivir las acciones del poder desde cerca.

– A mi lado eso está a su alcance.

– ¿Qué opina de todo ello su santidad?

– Se recupera del accidente.

– Tuvo suerte. También tuvo suerte su cuñado el príncipe Alfonso de no morir a manos de los sicarios.

– Suerte. He aquí una palabra que jamás hubiera imaginado en sus labios.

– A veces hay palabras inútiles que son inevitables hasta que no les encontremos sustitución.

Se retira Maquiavelo meditativo y emerge del segundo plano Miquel de Corella para acoger el comentario de César.

– Maquiavelo es el único sabio que conozco que no dice nunca tonterías.

– Es singular.

– ¿Singular? Miquel, el adjetivo es un inmenso elogio en tus labios.

– Se han acabado los tiempos de la retórica y han empezado los del riesgo de pensar, imaginar, escribir sin la protección excesiva de los patrones, aunque todo el mundo finja reproducir los cánones clásicos, grecolatinos. Maquiavelo piensa por su cuenta y cita a Tito Livio y a otros sabios de la antigüedad para disimular que piensa por su cuenta. Fíjate que jamás cita a los padres de la Iglesia.

– Retén su observación sobre el terror inútil.

– No pienso en otra cosa desde el frustrado atentado contra tu cuñado. Fue un acto de terror inútil.

– Habría que remediarlo.

– Estoy en ello.

– Si quieres te puedo dar una razón moral.

– No las necesito, pero adelante.

– Esta mañana pasaba bajo las ventanas de los aposentos de Lucrecia y Alfonso y alguien me ha lanzado una ballesta desde la ventana.

Tiende César la ballesta a Corella.

– Utilízala como prueba si es necesario.

– ¿Has visto a quién la lanzaba?

– He creído ver a Alfonso.

– ¿No tienes la seguridad?

– He creído ver a Alfonso.

Deja Corella a César y se traslada a las dependencias donde Sancha y Lucrecia cuidan del herido. La llegada de Corella es acogida con recelo por Sancha, sin que Lucrecia pueda salir del abatimiento con que contempla a otro marido que ha estado tan cerca de la muerte. Examina Corella al yaciente y tuerce el gesto, mientras Alfonso le contempla con los ojos muy abiertos y se remueve inquieto.

– Mal aspecto tiene, señoras.

He pensado que quizá de la generosidad del Santo Padre pudiéramos esperar un permiso que juzgo importante para la recuperación de don Alfonso.

– ¿Le preocupa la recuperación de mi hermano?

– Nos preocupa a muchos, porque de esa recuperación depende el orden de las cosas. He pensado que el herido ganaría tranquilidad y capacidad de recuperación fuera de Roma.

– ¿Dónde? -pregunta recelosa Sancha.

– En Nápoles.

Se ha iluminado el rostro de Sancha y exclama:

– ¡No pensaba en otra cosa!

¿Recuerdas que te lo he dicho, Lucrecia?

Lucrecia asiente pasando progresivamente de la actitud desmayada a la expectante.

– ¡Habría que proponérselo a su santidad en la primera ocasión!

– ¿Por qué no ahora mismo? Las ideas, como los humores, hay que vaciarlos en seguida.

– ¿Por qué no ahora, verdad, Lucrecia?

Coge Sancha de una mano a Lucrecia, tira de ella para arrancarla del manoseo con su marido y vuelan las dos mujeres lejos de la

habitación mientras contempla la huida Corella estimativamente, para luego volverse hacia el yaciente y cada vez más inquieto príncipe. Hay compasión en los ojos de Corella, pero no en la mano que busca el puñal, mientras corren las dos mujeres y retiran los obstáculos que se les oponen hasta llegar a los pies de un Alejandro Vi sentado en el lecho, encolerizado, levantando la voz a los que le acompañan, César, Remulins y varios cardenales.

– ¡Así que nosotros somos responsables de la caída de Savonarola! ¡Él no hizo nada para merecer la muerte! Me parece, Remulins, que necesitas un descanso.

Trata de oponer Remulins alguna explicación y Alejandro de impedírselo, pero las dos mujeres destruyen la lógica de la situación y la una y la otra componen la totalidad de un discurso.

– ¡Corella ha tenido una idea excelente!

– ¡Trasladar a Alfonso a Nápoles para que se reponga!

– ¡Podríamos salir en pocas horas!

– Siempre que su santidad lo autorice.

Truena Alejandro Vi:

– No toleraré que Lucrecia se mueva de Roma.

Lucrecia llora con los sollozos más insoportables que su padre le haya soportado jamás.

– No me rompas el corazón, hija mía. Estoy convaleciente yo también. ¿Vas a abandonarme? Que se vaya tu marido y ya estudiaremos si le sigues y cuándo.

Ya es suficiente para Sancha, no para Lucrecia, pero el entusiasmo de la cuñada la hace salir de su reserva y la sigue en el camino de regreso a la habitación.

– ¿Qué te parece, César, mi decisión?

– Sabia.

– ¿Sólo sabia? Cuando te pones enigmático superas a Burcardo. ¿Y sobre lo de Savonarola?

¿Qué hacer? No pasa día sin que los pasquines me acusen de asesino.

– ¿Qué hacer con un muerto?

¿Con cualquier muerto?

Remulins sentencia sin cambiar la nota fría de su voz:

– Enterrarlo. Es decir, olvidarlo.

Las mujeres prosiguen su carrera y llegan otra vez a las puertas del aposento donde dejaron a Alfonso. Pero se detiene bruscamente su avance, porque en la puerta hay gente armada y al frente de ella Miquel de Corella, con las piernas abiertas, los brazos primero en jarras, luego abiertos para abarcar, contener el ímpetu de las mujeres que presienten lo peor.

– No es aconsejable que entren.

– ¡Alfonso!

– ¿Qué le ha pasado a mi marido?

Corella siente agredida la ternura que sus ojos y su disposición expresan hacia Lucrecia. Apenas puede balbucirle:

– Un desgraciado accidente.

Hay rabia y cólera en doña Sancha cuando trata de ganar con las uñas el rostro de Corella. La poderosa mano del hombre encierra la muñeca de la muchacha y la detiene.

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