Sus católicas majestades no acatan que de la noche a la mañana un allegado de su santidad como el llamado César el Valentino siga siendo Valentino por arte de birlibirloque, dejando de ser cardenal de Valencia para ser duque de Valence.
Se han adelantado Burcardo y Remulins tratando de contener con la proximidad de su presencia la irascibilidad del embajador, pero el papa detiene su avance con un gesto y exclama con toda la majestad que puede conservar:
– ¡Váyase, señor embajador, por esa puerta, que el descendiente de Pedro no ocupa esta silla para soportar insultos de un mal educado!
– ¡Qué educación ni qué niño muerto, santidad! No estamos en justas florales, ni hay desviados poetas feminoides que tañan la lira o el cencerro. Estamos hablando de negocios de Estado y represento a
la primera potencia conocida, una primera potencia que rinde más servicios a la cristiandad que un pontificado corrupto y moralmente repudiado por todas las conciencias cristianas.
– ¡Fuera! "Fora d.ací! Fora de Roma! Malparit! El dia que vas neixer, la teva mare t.hauria d.haver escanyat!" (1).
– ¡Hable en cristiano! Por los clavos de Cristo. Representante de Dios en la Tierra, ¿no? ¡Pues qué mal representado está Dios!
Vamos a convocarle un concilio para que ponga orden cristiano en esta Babilonia. Me voy, ¡pero un día de éstos me seguirá su santidad, encadenado, en el fondo de una barca que lo llevará a España y lo meteremos en el más lóbrego castillo donde se perderá su rastro pero no su pecadora, siniestra memoria! [9] Es un papa alzado y colérico el que persigue con sus gritos la retirada del embajador.
– "Malparit! Pou de merda!" (2).
Y no se queda corto el embajador, que insulta mientras retrocede sin dar la espalda.
– ¡Hereje! ¡Anticristo!
Miquel de Corella bebe espaciada, profundamente, cabecea, negador.
– Mal lo veo, César. Esa zorrilla napolitana está jugando con nosotros, y su padre el rey Federico va diciendo que no quiere casar a su hija con un bastardo de cura.
– Me interesa más la alianza con el rey que con la dama. Pero hay que encontrarle una sustituta.
Entra un desolado Luis Xii seguido de D.Amboise, de Della Rovere y de un tercer hombre desconocido rústico y receloso, como un campesino disfrazado de noble o un noble disfrazado de campesino.
El rey tiende una mano cansada para ser besada y la otra abierta sobre el corazón.
– ¿Cómo puede luchar un rey contra el corazón de una mujer?
César, permítame que le considere como un hijo y que por lo tanto el rechazo de la dama lo viva como un padre también rechazado.
– Es un honor tanta solidaridad, y entre todas las posibles alternativas sólo me quedo con la que pueda complacerle, majestad.
Hemos iniciado un matrimonio político mucho más interesante que cualquier otro.
– Sólo queda la alternativa de otra Carlota, Carlota de Albret, de la muy noble familia que reina en Navarra. Nos acompaña su padre, Alain de Albret, padre del rey Juan de Navarra. Hemos traído un retrato que no está a la altura de la bellísima dama para que el señor duque juzgue por sus ojos.
Sostienen entre D.Amboise y Della Rovere el retrato de Carlota de Albret y Corella comenta en voz baja junto a una oreja de César:
– "Cara llarga, nas encara mes llarg i figa llarga, suposo" ( [10]3).
– "El que menys compte es la figa. El pitjor es el nas (4).
Esperan el rey y sus acólitos que salgan Miquel y César de su jerga, y salen para que César discursee, remolón:
– Notable y alargada belleza, que aprecio en lo que vale. Han pasado los meses y necesito terminar mi estancia en Francia. Volver a Roma. Tal vez a Gandía y así estar cerca de mis sobrinos, los hijos del infortunado duque de [11] [12]Gandía, sometidos a una educación rígida y oscurantista por parte de su madre, María Enríquez. No quisiera reducir el problema de mi boda a un expediente forzado por el tiempo.
– Buena disposición. D.Amboise leerá la lista de elementos más notables de la dote que ofrece el señor duque a la familia Albret.
– Con la venia, majestad, yo quisiera ver la bula por la que su santidad permite que el señor César deje de ser cardenal. No quisiera ver a mi hija excomulgada.
– Ya te lo he confirmado, Alain.
– Quiero verla.
– Palabra de rey.
– Yo quiero verla.
Remueve Corella el papeleo que reposa en una mesa adjunta, extrae un documento y lo mete bajo la nariz de Alain de Albret. Lo lee el hombre con los ojos, mientras sus labios silabean trabajosamente y de pronto alza la desconfiada mirada en la que envuelve a cuantos le rodean.
– ¡Está en latín!
D.Amboise se muestra paciente con Alain.
– Yo la he leído, Alain, y dice lo que debe decir. César Valentinois es un seglar, como tú.
– Tampoco me gusta nada que mi hija sea considerada un plato menor. ¿No quiere la napolitana?
¡Pues a por la otra! ¿En qué estado moral va a casarse mi pobre hija? Es una muchacha muy sensible.
Continúa, paciente, Luis Xii:
– Ya has leído el inventario de la dote, Alain, y es generoso.
– Todo es poco para mi chiquilla.
– Todo es poco para el esplendor de la dama, es verdad, suegro.
¿Me permite que le llame suegro?
Y estoy dispuesto a reforzar esa dote.
Los ojos rómbicos de Alain de Albret tratan de leer en el rostro de César el valor exacto del añadido.
– No es mala idea, pero ¿en qué medida? Exijo ser el administrador de la dote y además que se conceda a mi hijo Amanieu la púrpura cardenalicia.
Estalla D.Amboise:
– ¿Amanieu cardenal? ¿Qué meritos ha contraído ese zascandil para ser cardenal?
– Pues mira quién habla.
¿Quieres que te explique por qué eres tú cardenal? ¿Si tú eres cardenal, por qué no puede serlo mi Amanieu?
Están cerca las caras de los arqueados cuerpos de Alain de Albret y del cardenal George d.Amboise, y pone paz el rey.
– Alain. Lo importante es lo que nos une, y no dudo yo que su santidad otorgará la púrpura a tu hijo, el querido Amanieu, y que George le dará su voto con todo su corazón. Sin reservas.
Vuelve a sentarse el viejo correoso y repasa la lista de la dote que le ha tendido D.Amboise. Cabecea reticente.
– Aquí pone dinero el papa, pero yo quiero dineros más cercanos. Al fin y al cabo la boda también interesa a su majestad porque refuerza la Corona de Navarra frente a los apetitos expansionistas de Castilla y Aragón. Con esta boda el señor César se convierte en primo de su majestad, y algo vale eso. ¿De cuánto dinero sale avalador su majestad?
Se instala en su asombro el monarca y, cuando va a pasar a la cólera, irrumpe la voz conciliadora de César.
– Comprendo todas sus reservas, querido suegro, insisto en llamarle así, y el rey, no me equivoco, sale fiador de todo lo que avala, teniendo en cuenta que con este matrimonio yo emparento con los reyes de Francia y desde mi condición de duque de Valence participaré en el esplendor de su corte.
Aún no está convencido el viejo y en primera instancia rechaza el pergamino, el tintero y la pluma que Della Rovere ha situado ante él.
– Habrá que esperar. He de consultarlo con mi almohada y con mi Carlota.
Admite César socarronamente la reserva de Alain de Albret y no le ha abandonado la socarronería cuando semanas después avanza tan bien puesto como siempre por un pasillo de caballeros que le conduce junto a Carlota de Albret, con las largas facciones ruborizadas, la larga cara clavada en el pecho mediante la barbilla y con ella la mirada alejada de cualquier encuentro con su marido. El cardenal D.Amboise declama las palabras de la ceremonia, pero los pensamientos de César están lejos y sus ojos divagan hasta encontrar a la turbada Carlota de Nápoles. Ella cree que el Valentinois la mira, pero César sólo ve la distancia más corta hacia el lecho. Luego sus labios, su cuerpo, secundan la liturgia, su final, el largo camino hacia el banquete rodeado de ale grías convencionales y luego hacia el dormitorio, adonde los acompañan D.Amboise y el viejo Alain. Entra la pareja. También los testigos, que se sientan en la penumbra más alejada del lecho iluminado.