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– ¿Ha sido mal considerada la boda entre Lucrecia y Alfonso de Bisceglie?

– No podría ser contemplada de otro modo.

– ¿Ni siquiera mi viaje puede borrar ese efecto? ¿No puedo yo servir, como agradecido rehén, de prueba de nuestro respeto a los intereses de Francia?

– Hemos olvidado la sangrienta burla inflingida a nuestro antecesor, Carlos Viii, durante su expedición a Italia. Yo no quiero un rehén, César. Quiero un aliado. Necesito un caudillo con alma de príncipe que me ayude a doblegar a las ciudades italianas que se resisten a aceptar el nuevo signo de los tiempos. ¿Qué puede hacer el Estado ciudad frente al Estado nación? El poder del príncipe ha de ser total, mi consejero D.Amboise me ha aconsejado que recaude impuestos sin pactarlos. El Estado moderno necesita dinero porque precisa expansión y soldados con que conseguirla.

Le abandona el rey, siempre seguido de D.Amboise y Della Rovere, a su voluntad y César se encamina a ser presentado a Carlota de Nápoles. Una presentación con pocas palabras, perdidas entre el alto rumor de los reunidos, huidiza Carlota entre otras damas y siempre parapetada tras la impresionante presencia de Ana de Bretaña. El rey, D.Amboise y Della Rovere contemplan los esfuerzos de César.

– Esa plaza no va a poder rendirla.

No está tan convencido Della Rovere.

– No hay que subestimarle al Valentino. Si le deja actuar y hablar, esa plaza puede ser ocupa da, y el papa ofrece una dote considerable.

– Creo que Lucrecia, antes de casarse con Alfonso de Nápoles, había tenido un hijo de padre desconocido, aunque se dice que el padre fue pescado en el Tíber con unas cuantas puñaladas encima y el hijo o ha pasado a mejor vida o ha sido entregado a padres desconocidos.

– Está bien informado, majestad. Después del nacimiento y de la adopción de su hijo a cargo de su propio padre, es decir, de Alejandro Vi, el papa le montó una boda íntima a la niña, en los aposentos del Vaticano, con el príncipe napolitano. Boda fértil. Lo más reciente es que Lucrecia vuelve a estar preñada con la contribución del joven duque de Bisceglie, aunque también se dice que el hijo pudiera ser de Alejandro Vi y así Lucrecia conseguiría ser a la vez hija, esposa y nuera de su padre, según consta en los libelos de la estatua de Pasquino. La diplomacia político-sexual de Alejandro Vi es un éxito.

– Demasiado éxito.

– No nos interesa.

– No. No nos interesa.

Recorre Alejandro los corredores con la satisfacción en el rostro y una carta aletea en su mano.

Comunica a soldados, clérigos y funcionarios el motivo de su alborozo para que lo compartan.

– ¡Carta de Francia!

Desemboca en la estancia donde Lucrecia se prueba un vestido de preñada con la ayuda de Sancha y sus doncellas, en presencia de su arrobado marido y de un grupo de cortesanos, entre los que se alza el poeta Serafino Aquilano en situación de recitar un poema a ella dedicado.

– "No os negaréis, señora, a darle la mano a quien de vos se aleja, no os negaréis, señora.

Una piadosa mirada puede resistir el dolor y esta alma triste siempre de vos, señora.

No os negaréis, señora…"

Interrumpe el papa y agita la carta como la razón de su entusiasmo.

– ¡Carta de Francia! No le pueden ir mejor las cosas a César.

Es el nuevo duque de Valence y el rey cuenta con él como asesor militar.

– ¿Y en amores?

– Sancha, no se puede tener todo, pero la breva madura caerá del árbol. Voy a darle una dote a César como si fuera una princesa de Samarkand a punto de casarse con el Gran Mogol. Espero que Carlota de Nápoles sea sensible si no a César, al oro. Lucrecia, cuida ese hijo que llevas en el vientre. Y tú, Alfonso, cuida el vientre.

Abraza a su hija, la besa tiernamente en los labios, la palpa con una sensualidad que turba a los asistentes, menos a Sancha. También abraza a Alfonso de Bisceglie, le besa en las mejillas, sin respetar el gesto de rechazo sorprendido del joven. Suspira Rodrigo y deja la pequeña corte en la que Alfonso de Nápoles es abrazado con ternura por su hermana, como protegiéndole, y con cariño por una Lucrecia enamorada. Alejandro pasa a despachar con Remulins en presencia de Burcardo y su expresión se ha enrarecido mientras le tiende la carta y le invita a que la lea. Lo hace Remulins y el papa espera su veredicto dando vueltas a su alrededor.

– Según se lea.

– Exactamente. Según se lea.

– Motivos para una cierta ilusión.

– Entiendo que a César le están haciendo perder el tiempo en París y que Carlota de Aragón cumple el papel de una liebre para que el perro corra detrás hasta cansarse y entonces le ofrecerán un conejo. César no puede volver a Italia con las manos vacías.

– Hay un segundo elemento a considerar. Vengo de Florencia y hay rumores muy insistentes sobre una inmediata campaña del rey de Francia en Italia.

– Voy viendo claro. Para Luis Xii es importantísimo que César esté a su lado cuando empiece la campaña. Es la principal demostración de que la Liga Santa se ha roto. ¿Lo de Florencia cómo va?

– Tras la desaparición de Savonarola la Signoria trata de encontrar algo que entusiasme a la ciudad. Florencia es una ciudad abatida. Primero no soportaba a los Medicis. Luego a Savonarola.

Ahora no se soporta a sí misma.

Las ciudades de Italia no comprenden que los tiempos cambian y que sólo Venecia y el Vaticano se aprestan a resistir el huracán de las nuevas naciones hegemónicas.

Con Savonarola desapareció la utopía de la regeneración.

– Remulins, sigo observando en ti cierta proclividad por ese predicador. Era nuestro enemigo.

– Un enemigo demasiado ingenuo.

Un profeta desarmado, como le llamaba Nicolás Maquiavelo.

– ¿No te parece un poco cínico ese Maquiavelo? ¿Otro profeta desarmado?

– Sólo es un pesimista. Un pesimista activo. Desconfía del instinto del hombre y de la vigilancia de Dios. Sólo cree en la razón aliada con la fuerza y a continuación las leyes.

– Olvidémonos de Savonarola y estudiemos cómo queda nuestra política de alianzas. Ascanio Sforza está nervioso porque teme que rompamos la Liga Santa y dejemos a su hermano Ludovico el Moro en Milán solo ante los franceses.

César me insinua que nos sumemos a los franceses sin romper con los españoles. ¿Cómo hacerlo?

– Quizá César tenga la respuesta.

– Necesito a César. Él ve las cosas de este mundo aún más claras que yo. Aguarda el embajador español y va a hacerme preguntas embarazosas.

– Hay que ganar tiempo.

Asienten los ojos del papa y pasa Remulins a un segundo término mientras Burcardo da entrada al embajador español. Pisa fuerte el diplomático y reduce a puro esquema la gestualidad del acatamiento, para pasar cuanto antes al discurso impugnador.

– Si su santidad quería sacar de quicio a sus muy católicas majestades, Isabel y Fernando, lo ha conseguido.

– No me imagino yo al sereno rey Fernando fuera de quicio. Ni al eminente arzobispo de Toledo, Jiménez de Cisneros, al que he encargado la reforma piadosa de las órdenes mendicantes.

– Basta ya de vana palabrería, santidad. Como a un hombre de Estado le hablo, que no como papa.

Como papa, representante de Dios en la Tierra, mi respeto. Soy castellano viejo y no tengo pelos en la lengua.

– "Aequam memento rebus in arduis servare mentem", dijo el gran Horacio.

– El gran Horacio podía batir palmas o meterse los dedos en la nariz, si se le antojaba, pero no es el momento de conservar el espíritu sereno, sino de dejar de tragar sapos por muy vaticanos que sean. Es opinión de sus católicas majestades…

– Católicas majestades, denominación que utilizan porque yo se la concediera.

– ¡Denominación que utilizan porque se la han ganado, rediós!

¡Y no me corte el razonamiento su santidad porque soy más diestro con la espada que con la lengua! Sus católicas majestades no toleran la política de acercamiento del Vaticano al rey de Francia, política que incumple los acuerdos de la Liga Santa y pone en peligro la existencia del reino de Nápoles, vinculado a la Corona de Aragón.

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