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– César, ¿se puede saber qué ha pasado o qué va a pasar? ¿A qué santo la presencia de Pere aquí?

Debería estar al cuidado de tu hermana.

– Tú lo has dicho. Debería estar al cuidado de mi hermana.

Jugando con ella a la gallina ciega. ¿No es cierto, Burcardo? ¿No vieron jugar a la gallina ciega a Pere y a las damas? ¿Te llaman Pere o Perotto?

– Los valencianos y catalanes me llaman Pere y los de aquí Perotto.

– Te va mejor Perotto. Tienes fisonomía de llamarte Perotto y no Pere. Pues bien, tú que cuidas a mi hermana podrás darnos una explicación a su santidad y a mí mismo, cardenal de Valencia.

Calcula César el efecto del silencio y finalmente, acercándose al todavía arrodillado Pere, formula la pregunta:

– ¿Podrás explicarnos por qué Lucrecia está preñada y de quién?

Ha bajado la cabeza Pere y la nuez recorre como loca su encierro tratando de huir, mientras César prosigue sus conjeturas, Burcardo ha cerrado los ojos escandalizado y Alejandro Vi permanece boquiabierto.

– Por qué está preñada es fácilmente inducible. Quién la ha

preñado es más difícil de colegir.

Su ex marido Giovanni Sforza, legalmente, según sentencia de doctos eclesiásticos y juristas, no hizo uso del matrimonio, ni quiere demostrar en público que es sexualmente potente, tal como le ha demandado su santidad y su propio tío Ludovico el Moro. O el semen de Giovanni Sforza circula con lentitud de caracol herido por los secretos caminos que llevan a la fertilidad o Giovanni Sforza no, no puede ser el padre.

– Yo.

– ¿Tú?

– Yo quisiera explicar que en la situación…

– Quieres explicarnos que tú eres el padre…

Alejandro pasa del pasmo a la incredulidad y aleja la sospecha con un gesto ampuloso, sin que Burcardo salga de la clausura de la mirada.

– Vamos, César, no saques conclusiones estúpidas.

– Si Pere, "Perotto", no es el padre, hay que deducir que estamos ante un caso brujeril de inmaculada concepción o mi hermana es una ramera dispuesta a meter en su cama a todo el que llama a la puerta del convento de las dominicas.

Se ha puesto en pie Pere desafiante y se enfrenta a César con el hocico fruncido.

– No tolero que se insulte así a la señora. Yo soy el responsable de todo lo ocurrido.

– ¿Ha oído su santidad?

Su santidad ha oído y se deja caer abatido en la silla pontificia, mientras César se acerca a Perotto y le habla casi boca contra boca, obligándole a retroceder ante el avance de su cuerpo.

– Naciones enteras especulan sobre quién será el próximo marido de Lucrecia. Lo será Alfonso de Nápoles, para tu información, Perotto. Están en juego razones de Estado y seguridad que afectan a italianos, franceses, españoles, austríacos y tú juegas a la gallinita ciega con mi hermana y ¡zas! un niño. Fruto del amor.

Supongo.

– No ha habido otra cosa que amor. Un amor correspondido.

César parece emocionado y pasa una mano por los cabellos de Perotto.

– Qué afortunado has sido.

Amor correspondido. Amor y soledad. Soledad y amor. La soledad de Lucrecia y el amor de Pere Caldes.

En la otra mano de César, ahora enfurecido, brilla una daga, y con la misma celeridad con que ha aparecido, la daga se clava en el cuello de Pere, pero el giro de la cabeza del hombre amenazado permite que lo que hubiera sido la muerte se convierta sólo en herida profunda. Tiene fuerzas el herido para recorrer los pasos que le separan de la silla de Pedro y caer de rodillas ante el papa, levantado, sin suficientes manos para lo que tiene que hacer, aunque le tienta borrar las salpicaduras de sangre que le han llegado al rostro, en la boca un grito que expulsa a César de la estancia.

– ¡César!

Mientras, Burcardo trata de restañar la sangre del herido, inmutable en los ojos, duro en el gesto con el que aplica un pañuelo sobre la herida, con crueldad purificadora, sin reparar en los gritos de Perotto.

Savonarola reza en la penumbra aunque sobre el rostro el ventanal permite la coincidencia del halo de luz de los elegidos, ojos que lloran desde una angustia desencajada.

Reza en un silencio que sólo él percibe porque de pronto se rompe e irrumpen en su ámbito los gritos de las gentes que se manifiestan en el exterior del convento.

– ¡Farsante!

– ¡Eres el castigo de Florencia!

– ¡La ruina de Florencia!

Escucha los gritos acorralados los oídos, cercado su espíritu, trata de entenderlos pero no llega a la lógica de las palabras.

Entra un demudado fraile.

– Fray Girolamo. No es prudente salir en este momento.

– Ya habrán encendido las hogueras y pronto habrá brasas.

– El convento está rodeado de piquetes amenazadores.

– ¿Quiénes son?

– Los comerciantes han movilizado a la plebe y a ex presidiarios como agitadores. Le acusan de ser la causa del bloqueo económico de la ciudad, de la ruina de Florencia.

De entre los manifestantes brota un prohombre subido a un mojón de la plaza y proclama:

– ¡Savonarola nos ha arruinado!

Hay que volver a aquellos tiempos en que el talento de nuestros banqueros hizo de Florencia la capital del esplendor y del humanismo.

¡Debemos unirnos los engañados por Savonarola con los que siempre le combatimos para que Florencia vuelva a ser un imperio financiero!

Hay entusiasmo jaleador. Savonarola ha escuchado el discurso asomado a una ventana protegida por una celosía y en su rostro se mezclan el tenebrismo exterior y el interior.

– Finalmente me van a echar los comerciantes y no el papa. ¿Hay respuesta del rey de Francia?

¿Respalda la convocatoria de un concilio?

Se miran entre sí los frailes que le rodean y uno de ellos responde:

– Le hemos enviado un mensajero y no ha recibido respuesta. Se dice que Carlos Viii está muy enfermo.

– Habrá que afrontar la prueba de las ascuas, si nuestros enemigos insisten en ello y dan el ejemplo.

Se descalza Savonarola y se contempla los pies.

– Pobres pies míos.

Pero desecha la autocompasión.

– Sufre más de lo necesario el que sufre antes de lo necesario.

Se arroja a sus pies un joven fraile y se los acaricia amorosamente.

– Dios no permitirá que estos pies se abrasen. Dios no permitirá su propia derrota.

– Dios permitió su propia derrota en el Sinaí, pero convirtió aquella derrota en la victoria de la Resurrección.

Le invita Savonarola a que se levante y vuelve a contemplar lo que ocurre en el exterior a través de las rejas de la celosía.

El orador ha formado ahora un reducido grupo de patricios que le felicitan por lo que ha dicho.

– Me han contado la humillación que sufrió tu mujer el otro día desde la boca de ese iluminado.

Toda Florencia hizo suya esa ofensa.

– Lo agradezco, pero no he hablado desde el despecho, sino desde la angustia de todos los florentinos ante la ruina que nos amenaza.

– ¿Qué podemos hacer, Bentivoglio?

– ¿Qué podemos hacer? ¿Me lo preguntáis a mí? ¿No sois vosotros los responsables de la Signoria de Florencia?

Bentivoglio ha dirigido una mirada irónica a los que le rodean y se dirige especialmente a varios de ellos.

– Canigiani, Giugni, Canacci, ¿no sois vosotros los principales impugnadores de Savonarola? ¿No tenéis ahora mayoría "los arrabbiati" en el gobierno de la ciudad?

Ese iluminado ha llevado más allá de lo asimilable aquel espíritu de reforma que en un primer momento nos atrajo a todos. Los cambios excesivos son catástrofes anunciadas.

– Hemos de liberarnos de Savonarola.

– Encarceladlo, pues.

– No podemos crear un mártir.

– Ha repartido la Eucaristía estando excomulgado. Que sea el papa quien lo meta entre rejas.

¿No os ha pedido que lo enviéis a Roma?

– ¿Vamos a convertirnos en un instrumento del Vaticano? ¿Estás loco? ¿Quieres que eso sea utilizado por los de Savonarola contra nosotros? ¡Vayamos a la Signoria y debatamos la situación!

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