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– ¡Pobre diablo! Su suerte está echada y llegará un momento en que la propia sociedad florentina le ajustará las cuentas. Pero tienes razón. No podemos hacer renacer los autos de fe, las pruebas de Dios. Todo ese oscurantismo no debe volver. Aunque se me ocurre otra razón más práctica para oponernos a la prueba de Dios.

– ¿Cuál es esa razón?

– Imagina que sale bien librado de la prueba. ¿Qué se demuestra a los ojos del populacho? Que Savonarola tiene razón y los que le hemos excomulgado no.

– ¿Qué hacemos, pues?

– Reclama a la Signoria de Florencia que nos entreguen a Savonarola para ser sometido a un juicio eclesiástico, aquí, en Roma. Tú asume un cargo que justifique tu actuación. Como jurista, como auditor del gobierno de Roma.

– No hemos hablado sobre el final de esta historia. ¿Savonarola debe morir?

– Si se rinde, a enemigo que huye, puente de plata. Pero hemos de dejar que sean los florentinos y el propio Savonarola los que decidan. Hay que seguir de cerca ese proceso. Eso es todo. Savonarola ya no es un peligro. Has trabajado muy bien, Remulins. Ahora voy a despachar con César.

Es una invitación a la despedida y Remulins sale de la estancia cavilando, no repara en que César le saluda, pero sí, ya en el pasillo, en que Burcardo y Miguel Ángel emergen de una secreta conversación y el jefe de protocolo insta al artista a que aborde al jurista. Acelera los pasos Miguel Ángel sin que Remulins se dé por reclamado hasta que una mano del pintor se posa sobre su brazo.

– Quisiera que me concediera un momento. Será sólo un momento.

– No es perder el tiempo hablar con Miguel Ángel Buonaroti.

– Pero quisiera hablar en un lugar más tranquilo.

Se deja llevar Remulins al taller donde trabaja Miguel Ángel, ocupado por discípulos afanados que el pintor despide con un simple batir de palmas. Ya a solas, el artista se asegura de que están las puertas bien cerradas y aborda a Remulins.

– Hablo con la persona mejor enterada sobre lo que está sucediendo en Florencia y quisiera expresarle mi inquietud por la suerte que pueda correr fray Girolamo Savonarola.

Estudia Remulins la angustiada expresión de Buonaroti, pero no contesta y deja que tras un silencio de expectativa el otro prosiga su explicación.

– Cuando fray Girolamo empezó sus predicaciones yo estaba en Florencia al servicio de los Medicis y muchas veces fray Jerónimo habló muy especialmente con los artistas, humanistas, escritores, Botticelli, Della Robbia, Pico della Mirandola, conmigo mismo y nos causó un gran impacto.

Escucha Remulins pero entretiene mecánicamente el cuerpo y las manos revisando diseños y bocetos.

– Fray Girolamo nos transmitió toda su espiritualidad y cada cual la recibió de manera diferente.

Cada uno asumió su mensaje segun sus propias obsesiones.

– Botticelli cambió el sentido de su obra y dejó de pintar a las amantes propias y ajenas en motivos evidentemente paganos. Pero no veo yo en sus obras, Miguel Ángel, el mismo impacto de espiritualidad.

– La pintura es hija de la pintura, Remulins, no de la espiritualidad. Mi pintura la iluminan Masaccio o Leonardo, incluso Leonardo, a pesar de que es un insoportable bastardo. Savonarola no tiene por qué influir sobre la pintura. Pero en cambio me impresionó lo que el fraile decía sobre la relación entre espiritualidad y sociedad, sobre la pobreza por ejemplo, sobre la sencillez de la vida cristiana. Ese hombre es un inocente, Remulins.

Sale de un momento de ausencia Remulins.

– No siempre un inocente es inocente.

No parece comprender Miguel Ángel.

– A veces desde la inocencia más angélica se puede provocar el caos.

– ¿El desorden?

– El desorden.

– ¿Siempre es repudiable el desorden? ¿Se puede transformar la vida, se puede tener esperanza sin desorden? Yo parto del sentido del orden pictórico que me han dejado mis maestros, pero yo introduzco el desorden en ese orden y así han crecido las artes en nuestro siglo en busca de la Edad de Oro grecolatina perdida.

– No hay edades de oro, Miguel Ángel. Nunca las hubo.

– ¿Ni en el Paraíso?

No es desconcierto lo que manifiesta Remulins ahora, sino prudencia, y sus ojos miran a todas partes, como si incluso las estatuas y los figurantes de los cuadros pudieran escucharle.

– ¿Le envía Burcardo?

– He comentado con Burcardo el asunto de Savonarola y él también siente un profundo respeto por la finalidad que anima al fraile.

– ¿Por qué no ha intercedido ante su santidad?

– Burcardo cree que su santidad, como jefe de protocolo, se lo toma muy en serio, pero no como teólogo.

– ¿Qué piden para Savonarola?

– Razón o compasión.

– Es demasiado total el espectro. Escoja. Razón o compasión.

– Compasión.

– Siento tanta compasión por Savonarola como pueda sentir usted, y desde la compasión no puedo, no debo salvarle.

– Entonces le pido que aplique la razón, ¿qué se gana aniquilando a Savonarola?

Sonríe Remulins tristemente.

– Me parece que su pregunta llega tarde. Ahora debería formularla así: ¿qué se pierde condenando a Savonarola?

– ¿De qué te ha hablado Remulins, de Savonarola? ¿Sigues obsesionado con el caso Savonarola?

¿Tanto peligro ves en ese fraile alucinado? Me parece absurdo. Debilita a los florentinos y eso no nos va nada mal.

– Está pidiendo un concilio para reformar la Iglesia y deponerme.

– Estáis destruyendo a un fantasma y por lo tanto le perpetuáis como fantasma. A Savonarola ya no le hace caso ni el rey de Francia.

Por cierto, hemos de revisar nuestra posición antifrancesa. Esa Liga Santa contra los franceses interesa, pero no interesa.

– ¿Santa? ¿Quién pone la santidad?

Alejandro Vi ha interrogado a César desde la seguridad que le da conocer ya la respuesta. César le exige más que le habla. Tú, tú analiza esa pantomima de la Liga Santa. ¡Santa! Analiza a tus aliados contra Francia. Los reyes de España, Ludovico el Moro en el Milanesado, la República de Venecia, el emperador Maximiliano de Austria.

– La santidad evidentemente la pones tú. ¿Las tropas?

– Con tal de que ellos pongan las tropas, pero después de la experiencia de la invasión de Carlos Viii no me fío ni de Venecia, ni de Milán, y el abrazo de los reyes de España es el abrazo del oso. Frena nuestra expansión familiar hacia Nápoles que tanto hemos trabajado. El matrimonio de Jofre con Sancha. Ahora el matrimonio de Lucrecia con Alfonso de Bisceglie. ¿Insistes en tu proyecto de dejar el cardenalato?

– Insisto. Tras la muerte de Joan no necesitas un hijo cardenal. Necesitas un hijo soldado.

El cerebro dinástico de Alejandro Vi se ha puesto en marcha y le ayuda a contemplar a su hijo con otros ojos.

– Si renuncias al cardenalato podría pensarse en que te casaras con una princesa napolitana. Me has hablado de Carlota de Aragón.

– Hay que solucionar un problema previo.

No acierta el papa qué problema previo puede ser y pone por testigo al hierático Burcardo de que para él no hay tal problema previo.

– ¿Te refieres a tu condición de cardenal de Valencia? ¿Quizá a las histerias de María Enríquez, reclamando el cuerpo de Joan y maldiciendo a los Borja a través del impertinente embajador español?

– Me refiero a Lucrecia.

Pretexta una urgencia Burcardo para retirarse, pero César le ordena con un gesto que se quede, gesto que Alejandro refrenda.

Avanza a largas zancadas César hasta la puerta y permite el paso a alguien que espera, un joven caballero que se descubre ante el papa e hinca la rodilla en el suelo.

– Pere, Pere Caldes, si no me equivoco. ¿Qué te trae aquí? Te he dado órdenes de que no te separes ni un momento de Lucrecia.

– Obedezco órdenes de César.

Me ha ordenado venir.

El Valentino da vueltas en torno del trío que Pere, arrodillado, completa con Burcardo y Alejandro, silencioso, cavilando sobre el próximo paso a dar más que conteniendo un discurso.

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