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No se hacen de rogar los caballeros y a pasos sincopados abandonan las proximidades del convento y ganan el salón de reuniones del gobierno de Florencia donde Canacci toma la palabra.

– Sabemos que Savonarola ha dejado de ser un problema, pero sigue siendo un problema. Cuanto antes lo dejemos fuera de juego, antes podremos atender los problemas reales de la ciudad.

– La guerra y el dinero.

– Eso es una simplificación, Canigiani.

– Ésa es la realidad. Hasta que no haya desaparecido de nuestras vidas y de nuestra ciudad, Savonarola será un elemento de distorsión. Hemos de recuperar la lógica de la situación y la iniciativa política y económica.

Los tres principales protagonistas de la polémica han conseguido que se generalice y que los miembros de la Signoria intervengan cada vez con mayor seguridad.

– Se ha metido en una encerrona con la prueba del fuego.

– No es tal encerrona. Puede eludirla si la eluden sus enemigos, los que la solicitaron.

– Hemos de redactar unas actas según las cuales, pase la prueba o no la pase, Savonarola debe perder y ser expulsado de Florencia.

– Si es expulsado puede volver.

– ¿Qué hacemos con él?

– Un proceso.

– Que confiese que ha sido un falso profeta. Ha de dejar de ser un héroe para el populacho.

Las puertas del convento de San Marcos se han abierto y Savonarola encabeza una procesión de frailes que le secundan en su marcha hacia el escenario de la prueba

del fuego. Desembocan en la plaza donde ya aguarda la parte contraria y los más destacados miembros de la Signoria, acogidos a la protección de un gran crucifijo, con todas las bocacalles cerradas por vigas de madera. Los alguaciles apagan las llamas y diseñan un pasillo de ascuas que iluminan los ojos de Savonarola cuando proclama:

– ¡Aquí estoy! ¡Yo entraré en el fuego para Tu mayor Gloria, Señor!

Frailes adversos y partidarios de Savonarola contemplan el pasillo de fuego y se invitan a iniciar la prueba los unos a los otros.

Pero Savonarola es taxativo.

– Que empiecen los que han provocado esta situación.

Canigiani se dirige a los franciscanos intermediarios.

– ¿Dónde están Rondineli y Francesco de Apulia?

– Se niegan a venir porque dicen que Savonarola les va a hacer víctimas de un encantamiento y que ya notan que sus ropas están encantadas.

– Que se cambien de ropas.

– Es que dicen que también el crucifijo está encantado.

– ¡Que cambien el crucifijo!

Aguardan al cambio de crucifijo, pero los enemigos de Savonarola no se presentan. Canigiani y sus compañeros de la Signoria dejan pasar las horas, y a medida que transcurre el tiempo, Savonarola se siente más seguro de sí mismo.

Finalmente Canigiani se dirige a él.

– Fray Girolamo, si tanta es la confianza en Dios, ¿por qué no pasa la prueba? De lo que se trata es de demostrar que usted es un verdadero profeta.

– Me está tentando como el diablo a Jesucristo. De lo que se trata es de responder a una provocación de la que no soy responsable.

Sólo negaciones llegaron de los frailes emplazadores, y por fin los responsables de la Signoria parla mentaron en baja voz, para que Canigiani proclamara:

– ¡La prueba se ha suspendido!

Había empezado a llover y las aguas, al anegar la agresividad de las brasas, aumentaban la irritación de las gentes frustradas. Los miembros de la Signoria se han repartido entre el público e instan a un grupo de agitadores para que den un nuevo sentido a lo sucedido.

Por fin uno de ellos lanza el primer grito.

– ¡Farsante! ¡Anunció que caminaría sobre las llamas y huye con la cola de Belcebú entre las piernas!

– ¡Savonarola, farsante!

Se generaliza el grito y el acoso de los insultos mientras Savonarola trata de imponer su voz sin conseguirlo y retrocede empapado por la lluvia, protegiendo con sus brazos a sus hermanos, antes de convertir su melancólica estupefacción en alarma y franca huida que ultima refugiados en el convento los frailes, atrancando puertas los unos, sacando armas los otros para la defensa, mientras Savonarola cae de rodillas para meterse en un aislamiento místico. Fuera, entre los mirones del cerco, Maquiavelo, calado su ropaje, calados sus huesos, permanece a suficiente distancia del convento y musita:

– Pobre profeta inútilmente armado.

Sobre la ribera del Tíber los barqueros arrojan dos cadáveres y al rodar por el talud queda al descubierto la cara desencajada de Perotto y una muchacha con los cabellos esparcidos como una irradiación de sus ojos desorbitados.

Uno de los barqueros coloca los cuerpos cara al cielo y Burcardo los examina. No hay emoción en su comprobación.

– Los conozco. Guárdalos en un almacén y recibiréis instrucciones.

Con la misma gravedad con que ha reconocido los cadáveres, corre

Burcardo a informar a Alejandro Vi de lo que ha visto.

– Perotto y Pantalisea. El guardián de Lucrecia y su doncella.

Exhala el papa un suspiro liberador de la angustia recién adquirida.

– Él era un mal nacido, pero ¿por qué ella?

No responde Burcardo, y renueva el papa su pregunta:

– ¿Por qué ella?

– No soy la persona más adecuada para contestar esa pregunta.

Se ensimisma Alejandro Vi y sale de su ensimismamiento para repetir la pregunta, pero esta vez está a solas con Corella.

– ¿Por qué ha sido asesinada la doncella de Lucrecia?

Corella se encoge de hombros y aguarda en silencio que el papa dé por suficiente la respuesta. Alejandro merodea a su alrededor y prosigue sus paseos circulares como si hablara en voz alta.

– No matarás. He aquí un mandamiento de la Ley de Dios que tiene una compleja casuística. A veces hay que matar para defender valores superiores. Hay guerras justas, por ejemplo, pero ¿por qué Pantalisea?

– ¿A quién va dirigida esa pregunta?

– Pongamos que a ti, Miquel de Corella.

– ¿En calidad de presunto asesino o en calidad de universitario graduado en estudios humanistas?

– Me gustas mucho como humanista, Miquel.

– Su santidad ha preguntado ¿por qué Pantalisea? y no ha preguntado ¿por qué Pere Caldes?

¿Quién había hecho más méritos para morir, el guardián de Lucrecia o su doncella? O acaso sea más honesto preguntarnos ¿habían hecho algún mérito para morir?

– En el fondo es lo que te estoy preguntando, Miquel.

– Permítame su santidad que dé un giro a su pregunta y cambie de ciudad. Vayámonos imaginariamente a Florencia, donde en estos momentos está en la cárcel y sufriendo tormento el fraile Savonarola.

Fue cazado en su convento como una alimaña, sin oponer resistencia, aunque sí la opusieron algunos de sus frailes, en especial el tedesco fray Enrique que cortó muchas cabezas de asaltantes mientras rezaba y pedía ayuda a Dios. Ahora se le está torturando para que confiese que es un impostor y un enemigo del papa y de la cristiandad. ¿Por qué?

– Los cuerpos sociales deben defenderse de sus destructores, y el tormento ha sido legitimado intelectualmente por Ulpiano y en el definitivo "Tractatus de turmentis".

– Conozco el "Tractatus", conozco la coartada. Pero mi pregunta no reflejaba mi inocencia escandalizada, santidad, sino que iba a por la causa política del asesinato o de la tortura. La causa es el efecto. El terror como auxiliar del poder. Según mis noticias, Savonarola, un hombre de complexión delicada, está destrozado y ha perdido el uso de un brazo. Todo sea para que el diablo salga de su cuerpo. Es un favor que se le hace al propio Savonarola y a cuantos creyeron en sus mentiras. ¿No es así?

Estudia Alejandro la neutral expresión de Corella.

– Yo no he pedido que se le aplique tormento. Yo pedí que lo trajeran a Roma, donde sin duda hubiera recibido un tratamiento menos inquisitivo.

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