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Estaba bastante más grueso quizá por efecto de la vida sedentaria y acaso también de la matrimonial.

Es algo que le ocurre con frecuencia a los hombres casados, existe una palabra de origen turco para designar ese proceso que todavía permanece en el dialecto montañés y que podría traducirse como empatronar, o hacerse patrón.

Ismaíl lanzó una mirada al retrato que colgaba de un panel de la pared. Era un rostro joven y algo ensimismado, la cabeza ligeramente ladeada, apoyada en una mano, la frente alta, los labios sensuales, pero demasiado oscuros, de un color casi púrpura.

– Tenía la boca amoratada, como las personas que sufren dolencias cardíacas -dijo Ismaíl en voz alta, pero el tono era íntimo, como si estuviera hablando para sí mismo. Después, volviéndose hacia su hermano, le preguntó-: ¿Te acuerdas de Ella?

Viktor levantó la cabeza del informe que tenía entre las manos, sorprendido. No esperaba la pregunta.

– Sí, bueno… a veces -respondió-. Ha pasado mucho tiempo.

– Fíjate -continuó Ismaíl, señalando la parte superior del cuadro-, la piel de las sienes es traslúcida y azulada. -Y se volvió de frente hacia su hermano para preguntarle-: ¿Tú sabes de qué murió exactamente?

– Siempre tuvo una salud delicada -respondió Viktor un poco atropelladamente-. Pero además, ¿a qué viene eso ahora?

– No sé… se me ha ocurrido de pronto. No todas las muertes son iguales. Hay muertes peores que otras, ¿no crees? Hay muertos que mueren por su propia mano o inducidos, y otros que mueren contra su voluntad por arma blanca o de fuego, o envenenados…

– Pero ¿qué tonterías estás diciendo? -lo interrumpió Viktor.

– Si estaba enferma, ¿por qué nunca fue a un hospital?

– Sabes tan bien como yo que la atendía el doctor Gjorg en casa, igual que a ti cuando tuviste la pleuresía.

– ¿Y por qué no hemos vuelto a ver al doctor Gjorg desde entonces? ¿No te parece muy extraño? -insistió Ismaíl.

– Lees demasiadas novelas -dijo Viktor, recostándose hacía atrás en el sillón y mirándolo ahora con cierto aire paternalista de reprobación, pero sus ojos se habían vuelto opacos, como si estuviera haciendo un verdadero esfuerzo por que su expresión no delatase más de lo que era consciente de querer decir.

A Ismaíl no le gustó aquella mirada.

VIII

Iba con la cabeza apoyada en la ventanilla. La vibración del motor en los cristales lo ayudaba a no pensar. Los autobuses de línea que cubrían el trayecto Tirana-Fier pertenecían a un modelo de vehículo antiguo y desprendían un fuerte olor reconcentrado a goma y combustible. La carretera tenía frecuentes desniveles a causa de las torrenteras, descendía en una hondonada y luego volvía a ascender. Así, kilómetro tras kilómetro, atravesaron un puente, pasaron por un grupo de colinas pizarrosas de aspecto fantasmal, de cuyas laderas colgaban algunas casas diseminadas que aparecían y desaparecían a la vuelta de cada curva y dejaron atrás una base de instalaciones militares cuyo color se confundía con la vegetación. Viajaban despacio.

No era la primera vez que Ismaíl hacía ese recorrido, aunque habían pasado ya algunos años desde la última vez que había ido a visitar a Hanna.

Cuando el ómnibus se detuvo a la entrada de la pequeña aldea de Ndroq, junto a un tablón claveteado con horarios y avisos oficiales, Ismaíl tuvo la sensación de haber llegado al final de algo que no era-sólo el camino. Estaba mareado y pálido.

Vio parpadear la bombilla en la esquina de la estafeta de correos. A pesar de que era mediodía, el cielo permanecía cerrado y el viento movía el cable del tendido, haciendo temblar la luz eléctrica como si fuera la llama de una vela. Olía a frío de noviembre y a humo de leña mojada que se elevaba por encima de los tejados hacia las nubes cargadas de humedad. Mientras se dirigía a la casa de su antigua niñera se cruzó con algunas mujeres que regresaban del campo con capazos de esparto llenos de castañas. Caminaban inclinadas contra el viento, abrigadas con tocas negras de lana que les cubrían la cabeza y parte de la cara, figuras onduladas -deslumbradas como a través del cristal anieblado del tiempo. Exactamente igual que hacía cien años, pensó Ismaíl al observar que ninguna respondía a su saludo, el mismo recelo hacia los forasteros.

Atravesó una placita de tierra y luego se encaminó por un callejón hacía una de las casas con el portón pintado de verde. Golpeó dos veces la aldaba en forma de argolla y esperó conteniendo la respiración. Hanna salió al umbral, con el andar un poco renqueante, secándose las manos rojas en el delantal. Cuando reconoció a Ismaíl dio un grito que enseguida ahogó con una mano. Era su modo supersticioso de contener la alegría, de ahogarla dentro de sí misma corno si fuera una culpa. Hanna creía que cualquier manifestación de dicha podía llevara la desventura, lo mismo que ciertos alardes de salud podían atraer la enfermedad. No se trataba de algo consciente, sino de una mentalidad muy extendida en el campo que la impulsaba a esconder el mínimo regocijo por temor a que los espíritus envidiosos castigasen su alborozo con cualquier forma de desgracia.

– Mi niño -dijo cuando se repuso de la sorpresa, en voz baja, extendiendo la mano para tocarle la cara y reconocer con el tacto el rostro infantil que se ocultaba bajo el áspero mentón de hombre. Movió la cabeza hacia los lados, corno si no acabara de creerse que él estuviera allí, y después lo abrazó muy fuerte contra su pecho. Ismaíl no supo calcular su edad. Tenía el cabello completamente blanco. Lo llevaba recogido en un moño y su rostro había adquirido un tono oliváceo, pero el cuerpo todavía parecía fuerte y compacto, como si hubiese ido apretando los secretos de la vida y los escondiese dentro de los huesos. La gente en el campo envejece de un modo distinto.

También Hanna observaba a Ismaíl con emoción, entornando los ojos orillados por profundas arrugas, con esa actitud que suelen adoptar las mujeres mayores al examinar los cambios físicos en los muchachos a los que han cambiado los pañales, sin disimular su admiración. «Y pensar que de pequeño estabas siempre enfermo, creímos que no sobrevivirías, te ponías morado sólo de llorar… y mírate ahora», exclamó sin dejar de mirarlos arrobada de orgullo. Estaban sentados el uno frente al otro, en medio de los olores de la cocina, junto a un montón de cebollas de largo tiempo que retoñaban en una cesta. Había un puchero al fuego y por encima de los hornillos pendía un alambre tendido de un extremo a otro del que colgaban algunos paños de limpiar. Ya más tranquilos, estuvieron examinándose en silencio. Después, Hanna llenó dos cuencos del caldo que hervía al fuego.

– ¿Cómo está tu padre? -preguntó mientras le acercaba uno a Ismaíl.

– Igual que siempre. Más viejo.

– ¿Y Viktor? Me he enterado de que se ha casado con una muchacha del Rrafsh. Son muy guapas las montañesas, dicen.

– Ella sí que lo es. Mucho -respondió Ismaíl mientras saboreaba el primer trago demasiado caliente y dejaba de nuevo el cuenco sobre la mesa-. Se llama Helena.

Hanna lo observó, achicando las pupilas, como hacía siempre que deseaba ver más de lo que le permitía su vista ya cansada, quizá buscando en el rostro de Ismaíl otro rostro semejante; las personas mayores se conmueven con los parecidos físicos. Sus ojos pequeños y adivinadores centellearon con los lacrimales enrojecidos momentáneamente.

Pero en seguida se recuperó y volvió a la conversación.

– También tú deberías casarte, hijo. No es bueno para un hombre estar solo. -Tenía las manos temblorosas sobre el regazo y sus palabras le parecieron a Ismaíl más nacidas de la pesadumbre que del hábito anciano de dar consejos-. Los hombres no sabéis estar solos. Tú eres joven y muy apuesto, te pareces tanto a él… -dijo soñadoramente, mientras en sus ojos se dibujaban ahora escenas de otro tiempo, quizá imágenes del jardín de la mansión, cuando el agua que manaba de la fuente de los delfines sonaba como una música transparente y los caminos entre los árboles estaban salpicados de guijarros blancos y ella iba andando por esos senderos con su delantal almidonado, con dos niños de la mano. Hanna hablaba con la voz cada vez más envolvente e hipnótica, como es la voz del recuerdo-. La primera vez que lo vi no era mucho mayor que tú, debía de tener entonces veinticinco o veintiséis años…

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