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Ismaíl no pudo esconder la expresión de desconcierto.

– Nadie me había dicho nunca que me pareciese a mi padre -objetó.

– Es que no te estoy hablando de Zanum, hijo -puntualizó Hanna escuetamente.

Ahora sí que Ismaíl miró a su antigua niñera extrañado, y también con cierta preocupación, es decir, la miró compasivamente, como se mira a las personas a las que se ha querido mucho y a las que a veces la vejez somete a confusiones y extravíos involuntarios. Observó las arrugas verticales que nacían de su boca, la lentitud de sus gestos, una especie de encorvamiento que le iba ladeando la cabeza sobre el lado derecho, y pensó que quizá en la mente de Hanna se habían roto ya los hilos del tiempo. Pero aplazó estos pensamientos y tan sólo levantó las cejas con aire interrogativo, sin interrumpirla.

– Yo había abierto el balcón del primer piso para airear la biblioteca -continuó Hanna-, y desde arriba me pareció un buhonero. Llamó a la puerta varias veces, y cuando bajé a abrir, allí estaba, golpeando los pies contra el escalón del portal para quitarse el frío. Era tan alto como tú y tenía algo en los ojos, no sé bien qué… algo que predisponía a su favor, que despertaba simpatía. Algunas personas poseen esa facultad, no se trata de nada que tenga que ver con su valor o sus virtudes, sino más bien con su naturaleza, creo. Es un don. Calzaba unas botas altas con el pantalón metido por dentro de la caña y llevaba echado encima un capote largo de fieltro más parecido a una manta grande que a un abrigo. Casi me asustó, nunca había visto a nadie ataviado con una bourka. Venía del Cáucaso, con su maletín de cuero en una mano, y todavía traía en los ojos el horror de la lepra de las montañas.

Debió de pasarlo mal allí. Dicen que en aquellas aldeas la gente vive mezclada con los animales salvajes, cabras montesas y chacales. Yo no creo que hubiera ido allí por gusto.

Fue entonces cuando Ismaíl se dio cuenta de que Hanna no estaba hablando de ningún ser imaginario, sino del doctor Gjorg, y sintió la presión de un clavo en la boca del estómago.

– ¿Quieres decir que fue deportado? -preguntó.

– No. Bueno, yo no sé… Se han visto tantas cosas. Pero no, no creo. En aquella época aún no habían empezado los desplazamientos. Me refiero a otra cosa más personal, quizá necesitaba demostrar algo. La soledad es muy mala… Pero no me hagas caso, hijo. Además, qué importa todo eso ahora. Son cosas pasadas hace mucho tiempo que sólo recuerdan los viejos como yo -dijo tratando de levantarse de la silla con dificultad.

– Espera, Hanna -le pidió Ismaíl con la voz repentinamente grave, deteniéndola, poniendo su mano en el antebrazo de ella-. Espera, por favor. He venido a verte precisamente para que me hables de cosas pasadas hace mucho tiempo. Cosas que sólo tú puedes contarme si quisieras hacerlo. -Y añadió con un tono más apremiante y a la vez cargado de desvalimiento-: Tienes que decírmelo, Hanna. Tienes que decirme cómo murió Ella.

– Yo no sé nada, mi niño -dijo la anciana con voz trémula-. ¿Qué podría decirte? Desde que ocurrió aquello he intentado olvidar. Siempre que pienso en Ella me gusta recordarla como era al principio, tan llena de vida… Entonces no se imaginaba nada de lo que podía ocurrir. -La mirada de Hanna se volvió algo ensoñada, vaga, como si se deleitara en la rememoración-. Nadie imagina nada cuando es joven. Las desgracias, los problemas, todo parece tan lejano que sólo le puede suceder a otros, la vida entera parece un regalo, y Ella era tan joven que nunca concibió lo que iba a pasar, le sobraba entusiasmo e impaciencia, y además, aunque vino a este país siendo casi una niña, nunca llegó a entender lo que significan aquí las cosas, no podía preverlo. El entendimiento llega siempre demasiado tarde… -Hanna dejó la voz en suspenso, posiblemente para ahorrarle detalles a Ismaíl, pero quizá se dio cuenta también durante esa pausa de que el muchacho, después de haber llegado hasta allí, no iba a conformarse con medias verdades, y añadió-: Cuando Ella murió, ya llevaba meses muerta.

Hanna se paró en seco, con la vista baja, perdida en las vetas de la madera de la mesa como si fuesen un jeroglífico que estuviese tratando de descifrar. Su respiración era lo único que se oía, una respiración dificultosa y cansada.

– ¿Qué quieres decir? -balbuceó Ismaíl cuando no pudo aguantar más aquella pausa que lo mantenía en vilo.

– Ya estaba muerta -continuó Hanna con un hilo de voz tan fino que Ismaíl tuvo que acercar mássu silla para poder oírla-. No tenía sentido que continuara viviendo después de aquello que decían, después de verse a sí misma de tal modo convertida en otra y toda su vida deshecha, aterrada como estaba, y vosotros, que erais aún tan pequeños… Apenas dormía, tenía que tomar somníferos, y ni siquiera así. Se despertaba sobresaltada. Pero aquella noche no los tomó, las dos pastillas estaban intactas sobre la mesita de noche, junto a la taza con manzanilla. Tampoco podía comer. Lloraba a escondidas, tenía el espanto pintado en la cara. Yo no sé qué le dijeron, ni con qué la amenazaron, pero escomo si ya estuviera muerta, ausente, como si ya se hubiera quitado de en medio. Ésa era la expresión que se utilizaba entonces. Bastaba con que se pronunciasen esas palabras y ya habías dejado de ser lo que eras. Con eso era suficiente. Y como las palabras estaban cargadas, bastaba con que se dijeran. «Quitarse de en medio.» Ya estaba muerta.

– Pero ¿por qué? -preguntó Ismail.

– Por qué, por qué, por qué, ¿quién sabe por qué?… Todo puede torcerse en un momento, el detalle más insignificante se va hinchando y después ya nadie lo puede parar. Los de arriba, que son los que saben, no dicen nada, claro. Es a los de abajo a los que hay que preguntar, a los chóferes, a los escoltas. Se decían tantas cosas. Una tarde oímos una explosión en la carretera de Elbasan que estremeció los cristales de todas las ventanas. Salimos corriendo a ver qué había ocurrido y en seguida vimos los coches del servicio de Seguridad y una ambulancia. Dijeron que había sido un albañil al que le había estallado un barreno, pero uno de los enfermeros contó que no era uno, sino dos, y que habían tenido una «mala muerte», que era otra expresión que se utilizaba para no hablar directamente. «Mala muerte», «caer en desgracia», «quitarse de en medio», ésas eran las palabras que se decían. En aquellos días muchos aparecían así en los muladares, con la cabeza descolgada, o con un tiro en la nuca y los ojos abiertos, que era lo peor… como si la mirada se les hubiera quedado desorbitada en lo último que habían visto, ¡Dios sabe qué espanto! Para cerrarles los ojos, los familiares les colocaban monedas sobre los párpados, y a veces ni siquiera así lo conseguían, y tenían que tapárselos con un pañuelo para borrarles de la cara aquel pavor. Tu madre no sólo tenía miedo por ella, estaba muy angustiada. jamás he visto a nadie tan angustiado.

– Pero ¿por qué?, ¿qué podía temer Ella?

Hanna calló durante demasiados segundos para que la pausa fuera natural, y continuó como si nohubiera oído esas preguntas.

– Se habló mucho después y se dijeron muchas cosas, también los periódicos dieron la noticia por el cargo que ocupaba tu padre. Pero pocos debieron de saber lo que realmente pasó. Ni yo misma, que la tuve entre mis brazos, lo sé a ciencia cierta.

– ¿Y mi padre no hizo nada para aclararlo? Él estaba en el Departamento de Estado.

– Ay, hijo, tú no sabes las veces que he pensado también en él. El sufrimiento, a los hombres, les quema la sangre por dentro, les deshace los nervios, los vuelve locos. Se encerraba en la biblioteca a beber. A veces lo oía dar golpes contra las paredes y los muebles como si no estuviera en sus cabales. Aún recuerdo el sonido de sus pasos en la galería, de un extremo a otro, sin parar, una vez y otra vez, día tras día… Parecían los pasos de un condenado. Noquería hablar con nadie, ni ver a nadie, ni siquiera a vosotros.

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