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XI

– Cuidado con el escalón -oyó que decía VIadimir al franquear la puerta que daba paso a un salón interior de¡ hotel, iluminado sólo por las llamas de unos cuantos quinqués. Al fondo se distinguían algunos rostros detrás de las luces que oscilaban como velas. Había unas treinta personas allí dentro, que en seguida arrimaron sus sillas para hacer sitio a los recién llegados. No era la primera vez que Ismaíl asistía a una reunión política.

Ahora pasaba mucho tiempo fuera de la villa y regresaba tarde. Sentía la necesidad casi física de salir de casa, de aventurarse y de ponerse en constante riesgo. Cuando volvía no tenía que dar explicaciones a nadie porque todos dormían ya, su padre en la habitación que daba a la galería con las cortinas verdes echadas, su hermano y su cuñada en la primera planta. Le gustaba ese silencio de altas horas de la madrugada, entrar a hurtadillas con los zapatos en la mano, la transparencia de la luz de la luna en el techo. En una ocasión vio a Helena dormida en el viejo sillón de la biblioteca, arrebujada en una manta, con la mejilla izquierda sobre el brocado del cojín, el libro caído en el suelo. Leyó el título: Abril quebrado. Lo recogió sin hacer ruido y lo puso encima de la mesa. Después apagó la lámpara y se quedó unos segundos con ella en la oscuridad. Así estaba a gusto. Sin embargo, de día no se sentía cómodo en su presencia. Veía sus ojos en todas partes, fijos, pacientes. Estuviera donde estuviera, notaba su mirada. Cuando se cruzaban en el rellano de la escalera o se rozaban en la angostura de un pasillo, le parecía que ella demoraba el paso intencionadamente, y en esa proximidad pensaba que le bastaría apenas un movimiento para tenerla asida por el talle. Esa simple ocurrencia furtiva le desbocaba el pulso como si de golpe el corazón se le hubiera alojado en el estómago. El deseo se manifestaba en su cuerpo impúdicamente con tanto vigor que se veía obligado a eludirla con brusquedad, como si de pronto tuviera mucha prisa, rogando azorado que su excitación no se hiciera demasiado ostensible. A veces se encontraba con su sonrisa recatada, que a él se le antojaba desdeñosa o irónica, por encima de una mesa, y entonces todavía aumentaba más su incomodidad, como si hubiera ocurrido algo entre ellos o se hubiese roto la tela que rodea la intimidad de cada cual y lo aísla y lo protege. Se sentía violento por una desnudez no revelada antes y por eso la esquivaba abiertamente, más obsesionándolo en realidad por la diminuta ranura que había entre sus dientes, con la línea de su cuello o la forma de la nuca cuando llevaba el cabello recogido. Si ella le pasaba la jarra en la mesa durante la comida, no bebía. Si señalaba alborozada un nido de golondrinas en el alero de la torre, miraba hacia otro lado, mostrando indiferencia, un simple nido de pájaros.’Evitaba tropezarse con ella en el invernadero y en la biblioteca, ante las ventanas del jardín en las que ella solía pararse con una expresión de aislamiento que era la forma de contemplación más refinada que Ismaíl había visto nunca en un ser humano. Aunque no daba demasiado crédito a los refranes populares, estaba convencido de que era rigurosamente cierto lo que se decía sobre las mujeres del Rrafsh. Había una dulzura corporal en su modo de hablar, en sus movimientos. Se contaba que en la cama eran sacerdotisas que podían volver loco a cualquier hombre. Ismaíl había oído esos proverbios en las tabernas, pero nunca hasta ahora había reparado en su simbolismo. Tenía contra Helena un reflejo instintivo de prevención como ante algunos animales maléficos. La rehuía también en los demás lugares de la casa, mientras trajinaba en la cocina o en el cuarto de baño, por la mañana, cuando ella entraba con el aire indolente de recién levantada, desperezándose con los o os todavía somnolientos y unj camisón blanco sin mangas, el cuerpo largo como un arco. Pero lo que más odiaba era la noche. La noche intermitente, habitada de gemidos, que se cernía ras la puerta cerrada de la habitación matrimonial en la primera planta. Crujidos desacompasados de la madera, sacudidas y chirridos metálicos que iban ascendiendo a un ritmo creciente hasta volverse enloquecedores. Ismaíl se apretaba los oídos con la almohada para no oír nada, se levantaba insomne y fumaba contra la rendija de la ventana, tratando de ausentarse de sí mismo, de oír sólo los ruidos del jardín, pero hasta el viento de la noche parecía tocado por el mismo celo.

Cuanto más luchaba contra su imaginación, más se aferraba el deseo a sus sueños. La desazón que lo arrasaba por dentro lo llevaba a veces al borde de las lágrimas. Se mortificaba escribiendo versos oscurísimos en un cuaderno cuadriculado de pastas de hule, odiando la casa donde vivía, el país cerrado, sin aire, sumido en la gran construcción colectiva cuyo fin último era cegar hasta la más insignificante fisura que pudiera abrirse en aquel búnker mastodóntico en que se había convertido Albania.

Necesitaba marcharse a cualquier parte del mundo donde se pudiera respirar, a Londres, a París, a Madrid, en España, un país que había imaginado cientos de veces y que asociaba vagamente con un abanico decorado con arabescos e incrustaciones de nácar guardado en el interior de un baúl y con una melodía muy dulce que flotaba dentro de su cabeza, pero que no podía recordar. Tenía que irse lejos de aquella casa que se dilataba por las noches, de aquella mujer que le insubordinaba la mirada cada vez que la oía acercarse o la observaba por detrás, la espalda recta bajo una blusa gastada de franela, la cabellera ondulada y densa recogida en una cola de caballo, la curva marcada de las caderas, su andar atlético de excursionista. Sí, también la odiaba a ella y se odiaba a sí mismo con un remordimiento que lo trastornaba. Apenas dormía, notaba en las piernas una fatiga sin peso que algunas noches lo empujaba a acariciarse en la penumbra con el mismo vértigo de quien se ha asomado a un acantilado, como una ave espantada del sueño, la mano solitaria rozando desesperadamente las ingles, subiendo y bajando velozmente, queriendo y no queriendo al mismo tiempo, despreciándose, estremeciéndose de soledad, con un nudo en la garganta, intoxicado de lástima y de deseo, derramándose con violentos espasmos sobre su propio vientre en borbotones tibios y sólo después, exhausto, pero no aplacado, conseguía dormirse de madrugada, en medio de la humedad del semen y de un sudor frío que era como un rastro de culpa.

Las reuniones políticas eran un modo de escapar de su obsesión. Desde que Ismaíl había conocido en los pasillos de la facultad a VIadimir Hazbiu encontró un nuevo modo, si no de domar su angustia, sí al menos de encauzarla. Deseaba expandirse fuera de sí mismo y ponerse en peligro. No había un solo órgano de su cuerpo que no estuviese de pronto reaccionando contra algo. En algún momento de la infancia había experimentado un impulso semejante de mudanza, pero de alcance más reducido. Ahora no era el futuro lo que se abría ante él, sino el presente, duro, palpitante, urgido de inmediatez. Un cabo por el que asir el mundo. En el fondo todo formaba parte del mismo tiempo cautivo, e imaginar revoluciones, situarse en la pauta mental de una revolución, era una manera de sentirse un poco dueño del porvenir, de anticiparse a él. Ismaíl relacionaba aquella actividad clandestina con una sensación vaga de complicados placeres y de formas de vida diferentes que acaso ni siquiera existían, pensarse a uno mismo distinto, soñar otras ciudades… En cualquier caso, era una sensación esperanzada jovial que lo colmaba de euforia. Fue Vladimír quien le habló de las reuniones que se celebraban en el hotel Adriático. Allí, bajo un techo abovedado y entre una espesa nube de humo, se reunía un grupo de jóvenes, desaliñados, con el pelo por encima de las orejas. Bebían rakí, hablaban de una inminente huelga general, vaticinaban con entusiasmo la irremediable caída de la tiranía. Las palabras fluían sin parar, envolviéndolos a todos en un halo común. Había militantes de distintos partidos de la oposición, estudiantes, escritores… Algunos habían podido conseguir libros de autores prohibidos y discos llegados de Europa y de América, y algunas veces se citaban para escucharlos en un garaje de la avenida Rruga Kavaje. Tarareaban las canciones en inglés, con los ojos cerrados, emulando la voz de Bob Dylan, esa voz lejana que estaba como perdiéndose siempre en un vendaval, «The answer my friend / is blowing in the wind …». Pero no había respuestas, todo eran preguntas, o más bien la misma pregunta sin respuesta que se repetía una y otra vez. Los más ilusos empezaban a hablar de una posible salida del país, pero no corno emigrantes aislados, sino para crear una nueva Albania, igual que los que se marcharon de Inglaterra hacía cuatro siglos, los excluidos, los que no eran aceptados por ninguna ortodoxia. Una estirpe de diáspora a la búsqueda de una isla perdida de agua limpísima transparentada por el sol, astillada de luz, un lugar en el que aún pudieran descubrir la vida libre, cerca del mar. El mismo marde siempre en el que el ser humano ha ido proyectando desde el principio de los tiempos su propio mito de lo inalcanzable.

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