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– ¿Qué pasó después? -Lo que ocurre siempre, mi niño. Pasó que se convirtió en eso que llaman un disidente. Es decir, un apestado, una no persona, alguien que quizá supo lo que no debería haber sabido, que vio cosas que más le valdría no haber visto, que oyó palabras, órdenes, frases que se repiten de lengua en lengua, de país en país, las mismas siempre, desde que el mundo es mundo. Dicen que fue interrogado en los sótanos del Comité Central, pero después lo sacaron de allí. Dios sabe qué espantos habrá conocido. Para entonces, tu madre ya había muerto, aunque probablemente él no llegó a saberlo.

– ¿Cómo ocurrió? ¿Cómo murió Ella? Prometiste contármelo -le recordó Ismaíl.

Hanna tomó aire fatigosamente. Parecía cansada, como si se le hubiera aflojado el rostro con los recuerdos y las arrugas hubiesen ahondado sus surcos.

– Fue de noche -dijo-, sobre las dos de la madrugada. A Zanum lo habían llamado ese día del Departamento de Estado por un asunto urgente y no se encontraba en casa. Ella se levantó de la cama y recorrió el pasillo descalza, hasta vuestra habitación, como si presintiera la muerte y quisiera veros por última vez. Yo estaba despierta, llevaba un rato dando vueltas en la cama sin poder dormir. Oí un golpe muy fuerte contra el suelo, como de leña partida. Cuando la vi allí tendida, traté de reanimarla palmeándole las mejillas, todavía tenía un soplo de vida, balbuceaba apenas, pero era consciente de que se estaba muriendo porque consiguió arrancarme una promesa.

– ¿Qué promesa? -Una que ninguna persona bien nacida puede negarse a cumplir. Nadie puede contradecir la última voluntad de un moribundo -respondió Hanna un poco ausente, como si estuviese hablando para sí o cavilando sobre los hilos de continuidad que unen a los vivos y a los muertos, o quizá pensaba en sí misma y en su propia muerte, que debía de sentir ya cercana. Después de aquella breve pausa, volvió a mirar a Ismaíl y añadió-: Le prometí que me encargaría de que sus huesos reposasen junto a los de Gjorg cuando llegase el momento, como manda la tradición.

Ahora, Ismaíl parecía aliviado y a la vez algo triste, aunque tal vez no era ni una cosa ni la otra, sino solamente conmovido. Al mismo tiempo, en su mente se sucedían a gran velocidad las palabras que había cruzado inesperadamente con un individuo cavernario, que se había presentado ante él como empleado del cementerio de Sharré.

– ¿Has cumplido tu palabra? -quiso saber, pero el tono de la pregunta no era inquisitivo, sino más bien íntimo, como si se tratase de algo estrictamente personal.

– Por supuesto que sí -respondió Hanna-. No fue fácil. Tardé muchos años en saber con certeza dónde habían enterrado al doctor. Nunca hubiese imaginado que lo tenía tan cerca. -Se giró hacia la ventana y señaló hacia las peñas grises que rodeaban la aldea como un cerco de piedra pómez-. Aquí mismo, en Ndroq, a menos de quinientos metros de la base militar, junto a esas rocas. -Y volviéndose hacia Ismaíl, añadió-: Como era imposible trasladar sus restos a Sharré, porque ya sabes todos los trámites que se necesitan para un permiso de enterramiento, no me quedó más remedio que traerá tu madre aquí. No fue algo sencillo, pero tampoco creas que demasiado complicado. Hay una organización clandestina que se dedica exclusivamente a eso. Vivimos en un país de muertos.

Ismaíl se acordó de las palabras casi idénticas que había pronunciado Kosturi: «Hemos construido un país de necrófilos -había dicho el funcionario-, de buscadores de tumbas.»

– ¿Te pidió Ella que me contases esto?

– No. No me lo pidió -respondió Hanna-. Quizá pensaba que estarías más protegido sin saberlo. Contártelo fue decisión mía. Cuando viniste a verme la otra vez, no me atreví, la verdad. Pero después pensé que ya no eres un niño y que hay cosas que toda persona tiene derecho a saben.

Por la ventana entraba ahora la luz húmeda de después de la lluvia. Ismaíl y Hanna salieron de la casa. Caminaron en silencio, atravesaron la aldea, calles estrechas de casas bajas y portones cerrados, la plaza con una fuente que más bien semejaba un abrevadero, la estafeta de correos, una destilería, y un poco más adelante, los almacenes de la ensiladora… Parecía que el sol gotease débilmente entre los árboles y en el verde tierno de la hierba recién aparecida en los intersticios del empedrado. Continuaron por la carretera que dividía en dos mitades exactas las huertas de la cooperativa agrícola. Por encima de los sembrados flotaba un vapor muy tenue. Después de cruzar el puente de hormigón sobre el río, ya vieron a lo lejos los tejados de uralita de una antigua instalación militar. Era un edificio rectangular de ladrillo con muestras de abandono en los muros desconchados y sin cristales. La única señal del enterramiento era el color más oscuro de la tierra removida y unas piedras blancas que alguien había depositado sobre las tumbas.

– Las palabras avanzan en círculo, atraviesan una vida entera y luego se vuelven a encontrar, se tocan y cierran algo -dijo Ismaíl.

– Así es como debe ser, hijo. Nada de lo que ocurre se borra jamás del todo -le contestó Hanna antes de darse media vuelta y regresar discretamente al pueblo por el mismo camino por el que había venido, dejando al muchacho a solas con sus cavilaciones.

El dolor requiere su tiempo para manifestarse. Ismaíl permaneció allí, de pie, notando bajo sus pies la poderosa densidad de la tierra apisonada. Tenía la espalda fría, sin embargo, estaba sudando debajo de la ropa. Pero no era la pena lo que lo mantenía clavado en aquel lugar, sino el miedo.

XIX

Se asomó al balcón que limitaba la terraza y vio a su cuñada al fondo de los bancales, arrancando la maleza que crecía junto a la verja. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, pero no había perdido el misterio que le infundía la larga cabellera. La cualidad de su belleza era mutable, variaba a lo largo de las horas, con la luz de las estaciones, según las nubes o sus pensamientos, en los diferentes lugares. Un fragmento del pómulo se recortaba esquinado contra el fondo verde del seto. Si Ismaíl hubiera sido pintor, la habría retratado de un modo abstracto, en relación con el paisaje, a través de la intromisión de unos objetos en otros: el ángulo de la mejilla dentro de una fronda, los ojos abatidos. Pero sólo era poeta, por eso dejó pasar el momento.

La expresión de Helena era seria aunque parecía más tranquila ahora, en aquel universo suyo del jardín, con un impermeable amarillo, rastrillando las hojas y agrupándolas en pequeños montículos. El cielo, la fuente de los delfines con los caños oxidados y un lado del pretil de piedra desmoronado, los frutales desnudos… todo ofrecía un aspecto de semiabandono que armonizaba con el estado de ánimo que reflejaba su semblante aquella mañana. Parte de su pensamiento irradiaba la misma desolación imprecisa de la naturaleza. Lloviznaba.

Hacía ya varias semanas que Ismaíl y ella no se habían reunido como amantes. Cada uno se había ido amurallando tras sus quehaceres diarios, en los hábitos de antes, y libraba como podía aquella guerra en su interior. Helena había sido muy clara, lo había anunciado además con un dedo alzado, inquisitivo, y al hacerlo, sus ojos, de natural pacíficos, habían chispeado con ascuas fugaces de advertencia y antagonismo, o fiebre quizá. «Nunca más», había dicho.

Tal vez la falta de contacto físico le infundía una sensación tranquilizadora de aparente inocencia, pero Ismaíl percibía esa tregua como un cactus offlf sequedad lo arañaba por dentro. No podía respirar sin verla a solas. Quería esa imagen secreta de ella, sin nadie más alrededor, necesitaba una profundidad de campo mínima que salvara su intimidad. No conseguía apartarla de su pensamiento. A menudo la imaginaba nadando. La línea arqueada de sus brazos, el hueco fresco de las axilas, los talones blancos como islas. Le bastaba cerrar los ojos para saber exactamente cómo se ondularía su cuerpo al salir mojada de un río, o la forma de su espalda al inclinarse boca abajo, secándose el pelo con una toalla.

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