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Ismaíl no tenía ni idea de quién o quiénes habían podido sacar de allí el cadáver de su madre, ni con qué intención, ni adónde se lo habrían llevado después. Nunca había oído hablar de la lúgubre Organización a la que se había referido aquel individuo. Desde que abandonó la taberna y se despidió de su extraño confidente empezó a sentir una presión angustiosa en la boca del estómago que amenazaba con hacerlo vomitar de un momento a otro. No eran infrecuentes en aquellos tiempos las exhumaciones de cadáveres llevadas a cabo por las manos invisibles del Estado contra los enemigos políticos, pero ¿qué enemigos podía tener Ella que nunca se había metido en los asuntos de su esposo, ni siquiera durante los meses en que éste desempeñó las funciones de jefe de Seguridad del Estado, si además por aquel entonces ya habían empezado los primeros síntomas de su enfermedad?

Aquella noche Ismaíl tardó en dormirse, y cuando por fin le llegó el sueño, vino enturbiado de hombres encapuchados entre sepulcros abiertos y criptas por las que él avanzaba desorientado, tratando de encontrar una salida al aire libre sin conseguirlo. Dentro del sueño oyó un golpe seco que tal vez fuera el sonido de una rama al batir contra la ventana de su cuarto, el ruido volvió a repetirse en la dudosa realidad del duermevela, y entonces le pareció que ya estaba despierto, porque abrió los ojos. Creyó ver a una mujer aún joven junto al quicio de la puerta, la mano izquierda apoyada en el pomo dorado; en la derecha sostenía algo blanco que podía ser un papel o una taza pequeña quizá, la imagen estaba muy desenfocada. La vio tambalearse, balbucear unas palabras incomprensibles y salir hacia el pasillo dando un traspiés. Después vino el golpe seco contra el suelo y al momento la vio allí, tendida boca arriba, sobre los cuarterones oscuros de la madera, con el cabello desordenado sobre una parte del rostro y un hilo muy fino de sangre que le salía de la nariz. Estaba inerte, vestida sólo con un camisón blanco que no llegaba a cubrirle los muslos del todo, y un chal azul de gasa que seguramente llevaba sobre los hombros en el momento en que se sintió indispuesta y que, por efecto de la caída, quedó arrugado sobre la madera como una serpentina. Pero había alguien más en aquella penumbra, una mujer mayor vestida de negro. Esta figura enlutada llegó hasta el pasillo con una palmatoria en la mano y se arrodilló al lado de la enferma, visiblemente alarmada. Parecía que estuviera hablándole, o tal vez rezando, un bisbiseo conspirativo, una frase repetida una y otra vez, mientras la sacudía por los hombros para que volviese en sí y le palmeaba nerviosamente las mejillas sin que ella reaccionase de ningún modo, ausente y quieta. No tenía los o os cerrados, sino abiertos y castaños, muy separados, como los de las ciervas, pero estaban velados, sin foco, ni rastro alguno de mirada. A pesar de ello, Ismaíl reconoció sin ninguna duda los ojos de su madre y sólo entonces se dio cuenta de que todavía se hallaba dentro del sueño.

¿De qué parte de su cerebro vendrían esas escenas de nitidez obsesiva? ¿Era su imaginación o su memoria la que las traía hasta su mente en una vaharada confusa de conversaciones escuchadas hacía muchísimo tiempo? El tiempo remoto al que pertenecían los primeros sonidos: el peculiar chirrido de unas ruedas sobre la gravilla del jardín o los aldabonazos de hierro en la puerta trasera de la mansión. El doctor Gjorg acostumbraba a entrar en la casa con total familiaridad por la puerta de servicio que daba paso directamente a la cocina.

Solía dejar sobre la mesa el maletín en el que guardaba una linterna cilíndrica, jeringuillas, agujas hipodérmicas, que desinfectaba a fuego en una bandeja metálica envuelta en llamaradas azules que despedían un intenso olor etílico, y el fonendoscopio, cuyo tacto frío todavía recordaba Ismaíl en la piel de su propia espalda. Pero no fue ese recuerdo el que lo hizo estremecerse de arriba abajo con un escalofrío, sino otro que venía extrañamente unido a él y también al vaho del alcohol destilado y al sonido de una puerta que se cerraba, tras la cual recordó haber oído el jadeo de una respiración tan violenta y afanosa como la de un animal moribundo en un establo. Ismaíl se revolvió entre las sábanas, moviendo la cabeza a un lado y a otro, hasta que por fin se incorporó bruscamente sobre la cama, sobresaltado, con la frente empapada de sudor, aturdido todavía sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba. «Una pesadilla», pensó. Afuera, tras el rectángulo de la ventana, empezaba a despuntar un amanecer violáceo y el viento zarandeaba con fuerza las ramas de los castaños.

Durante muchos años pensó que su madre había muerto de una enfermedad de la que no se hablaba por algún motivo que él siempre había atribuido a la aprensión que en Albania rodea todo lo relacionado con los muertos, y también acaso a otra razón más piadosa, la de no ahondar en la herida que siempre supone la desaparición de un ser querido. Cuando alguna vez se le había ocurrido preguntar, siempre había obtenido la misma respuesta brumosa, hasta que él mismo comprendió que debía dejar de hablar de Ella con esa intuición natural que desarrollan los niños para desenvolverse en el mundo de los adultos. Lo que se ha admitido desde siempre adquiere una categoría de verdad inalterable. No se cuestiona con el paso del tiempo o resulta muy difícil hacerlo. De hecho, Ismaíl no empezó a recelar de las explicaciones que siempre le habían dado hasta que la noticia de la exhumación del cadáver trajo a su mente imágenes nubladas por un remolino de pesadilla. Fue entonces cuando le vino a la memoria una frase perdida en una nebulosa tan densa que en ella no había apenas detalles que le permitieran situarla en el tiempo, palabras sueltas… Estaba jugando solo en la mesa de la cocina con la colección de soldados bolcheviques. Hanna, con un delantal blanco por encima del vestido, tarareaba una de sus canciones húngaras, como solía hacer mientras secaba los cubiertos. Oyó la voz de Ella que llegaba desde el exterior, mezclada con un cascabeleo de risa, una risa inconsciente y muy joven. Entró en la cocina, con los dientes relucientes y el abrigo salpicado de copos de nieve, llevaba los guantes y el gorro de piel todavía puestos. Saludó a Hanna y se acercó a darle un beso al niño, tenía las mejillas coloradas por el frío. Pero la criada no respondió al saludo, o lo hizo de un modo muy extraño. Dijo algo así como «¿No le parece que está llevando esto demasiado lejos?». «Vamos, Hanna», protestó Ella con un mohín, mientras se quitaba los guantes y colocaba las manos por encima de la plancha de hierro de la cocina para desentumecerlas. Alguna frase más debieron de intercambiar, pero Ismaíl sólo recordaba la última que pronunció Hanna, no por su significado, que entonces no podía alcanzar a entender, sino por el tono de advertencia y velada amenaza que encerraba y que no respondía a la forma en que debería expresarse una persona del servicio por más confianza que se le diera. Dijo: «Si esto sigue, nos va a traer la desgracia, señora», y después se pasó el dedo pulgar por la boca, como hacían supersticiosamente los campesinos de su país para conjurar los malos espíritus, como había hecho también el enterrador de Sharré en la taberna. Tal vez fue ese ademán precisamente el que salvó la frase del olvido, a los niños los impresionan los gestos, son muy teatrales.

Durante todo el día, Ismaíl buscó el momento apropiado para hablar con Viktor. No quería mencionarle el asunto de la exhumación todavía, pero sí necesitaba hacerle algunas preguntas. No fue fácil propiciar la conversación, porque su hermano parecía cada vez más ocupado en los asuntos oficiales desde que había entrado en el gabinete de su padre al servicio del partido. Pero al fin, a media tarde, logró abordarlo a solas en la biblioteca.

En los últimos tiempos, Viktor había cambiado también físicamente, aunque aún guardaba un gran parecido con Ismaíl en las facciones, la misma boca sensual heredada de la madre, que en su rostro adquiría una expresión un tanto fría y desdeñosa. Había en él algo espeso, solidificado antes de tiempo, que le hacía parecer mayor de lo que era. Todavía conservaba una musculatura recia en la espalda, pero por delante su torso empezaba a abarrilarse.

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