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– Estoy de acuerdo -asintió-. No digo lo contrario, pero…

– Chopin, por ejemplo, perseguía a ciegas el placer con su propia música -continué sin mirarla-. Y es que no hay otra manera de obtener el placer absoluto: únicamente a ciegas…

– ¿Por qué? -preguntó con curiosidad.

– No somos capaces de contemplarlo -dije.

Sonrió. Parecía interesada y confundida a un tiempo por mi repentina intromisión. Sin embargo, en el fondo de aquellas expresiones percibí una conformidad oculta.

– ¿No somos capaces de contemplarlo? -repitió con exactitud, divertida.

Rehuí la explicación, pero quise continuar:

– Los amantes de la música, como usted y yo, formamos una hermandad selecta: nos gusta experimentar el placer, pero no cualquier tipo de placer.

– Caramba -se removió en su asiento y mostró toda su sonrisa: es de esos rostros afortunados que se embellecen al sonreír-. ¿Y por qué? ¿Qué tiene que ver la música?

– Mucho: nos convierte en seres muy sensibles. Se mordía otra vez el pulgar: pensé que lo hacía por puro deseo de ser joven.

– Ésa es una opinión de artista -dijo.

– Sí, de artista.

Hubo un silencio, pero no fue incómodo. No puedo decir lo que ella pensó durante ese silencio, aunque quizás fue sincera y ella misma me lo dijo después; sin embargo, yo tuve un curioso pensamiento contemplando su rostro divertido de mujer madura: observé las débiles líneas que se extendían a ambos lados de sus labios, la multitud de pequeñas crispaciones que adornaban el alrededor de sus ojos, las rayas a lápiz, casi invisibles, que marcaban su frente; observé toda su edad en aquel rostro treintañero y pensé que era hermosa precisamente por eso: llevaba escrita su madurez en las facciones como el destino o la muerte en las palmas de las manos.

Y me gustó descifrar aquella hermosura labrada de sus años.

– Es usted un personaje especial. Héctor -sonrió, inclinándose hacia mí-. Héctor, ¿verdad?

– Sí: Héctor Hernando.

– Héctor Hernando -repitió-. Algún día veremos su nombre en las carteleras del auditorio.

– Por favor, qué va.

– Pero no tiene manos de pianista.

Tiene razón: mis manos son cortas, breves, corpulentas como todo mi cuerpo. Cuando ella me lo hizo notar, las contemplé con cierto rubor.

– Es verdad -dije-, pero mis dedos son muy sensibles. Eso es lo que importa. Chopin también tuvo problemas con las manos: se colocaba tacos de madera entre los dedos para alcanzar las octavas…

La conversación, agotada, terminó en ese instante; nos levantamos y tuve de nuevo la visión fugaz de su cuerpo mientras volvía a ponerse la chaqueta: es alta y fuerte, esbelta, la cintura apretada hasta más allá de la anatomía, con el cinturón de hebilla dorada casi cercenándola, y sus anchas y poderosas caderas. Dejé algunas monedas en la mesa y salimos. No recuerdo la despedida, quizás porque no existió: sólo la fórmula tradicional del adiós, pero trivial, con la seguridad de los que saben que volverán a verse.

(En la partitura: el tema vuelve a repetirse en variaciones rápidas de semicorcheas y fusas; de improviso, un grupo de fusas ligadas, con forza.)

La exposición en el Centro Reina Sofía ocupaba toda una planta. Era de un solo autor, desconocido para mí, pero me gustó: utilizaba motivos infantiles y los deformaba sutilmente. Muñecas, ruedas de triciclos, soldados de plomo con el uniforme descolorido, todo formando curiosos collages con trozos de espejo y mecanismos inservibles. Las muñecas en especial me parecieron inquietantes: pequeñas, barrigudas, calvas, de ojos extirpados, a veces desnudas y mutiladas o con las piernas regordetas atornilladas en posiciones imposibles, pero también presas en la inmovilidad polvorienta de un vestido antiguo, los cuellos ahorcados en rancios encajes, corpiños o faldas con pequeñas manchas amarillas. Se amontonaban en vitrinas cúbicas, por entre pasillos y salas numeradas con aires de hospital lujoso.

Era sábado por la mañana, a la hora de apertura, y no había demasiado público, por lo que la divisé de inmediato en cuanto llegué: al fondo de la galería, de pie, con el vestido del ritual.

De cintura para arriba, en, el ritual del espejo, somos iguales: ambos llevamos chaqueta azul marino, camisa blanca y corbata negra. Ella, además, gafas de sol, y su largo cabello blanco suelto sobre los hombros. A partir de la cintura, la diferencia: en ella, una breve minifalda de escolar, negra y fruncida, despuntando por debajo de la chaqueta, que dejaba sus piernas completamente desnudas. En esa tela plegada y escasa se hundían ambos muslos, firmes, del color de la piel de un niño. Los músculos de sus pantorrillas resaltaban, porque andaba de puntillas sobre difíciles zapatos de tacón.

Blanca también me vio. lmitándola, me coloqué como ella, de cara a la pared, las manos entrelazadas, divertido por la armonía de nuestra imagen. De inmediato dio comienzo el ritual.

No sé por qué, pero nos copiamos sin rencilla, con una fluidez casi melódica, siguiendo un orden improvisado de gestos, obedeciendo al otro en cualquier extremo hasta que la obediencia se hace adivinación o milagro. El motivo es imaginar un enorme espejo entre ambos: los efectos últimos de esta fantasía son sorprendentes.

Allí, de pie, comencé llevándome la mano a la cabeza: ella repite el gesto casi al mismo tiempo; me aliso el pelo y ella hace lo propio con el suyo. Regresamos al reposo y continuamos mirándonos: el público cruza nuestro espejo indiferente. Me ajusto el nudo de la corbata; ella me copia con su corbata; mantengo los dedos en la estrechez de la seda y juego a descender por ella hasta los primeros botones de la chaqueta: ella también llega, junto a mí, y toca el botón más alto en el instante en que yo lo hago.

La sala de la exposición es casi circular e invita a girar con lentitud. Eso es lo que hacemos. Comienza ella, alrededor de unas vitrinas donde las muñecas se reúnen formando corros. Me persigue con suprema paciencia y yo huyo de igual manera, en sentido inverso a las agujas del reloj, sin abandonar la visión de su figura adolescente. Sus piernas desnudas agitan la falda al moverse, los altos zapatos imprimen un contoneo leve a las caderas; las piernas sobresalen únicas de su traje de escolar, y pienso en su íntima desnudez bajo la falda y me estremezco; los muslos se tensan al avanzar casi con pereza; los altísimos tacones golpean el suelo con un ruido que no me alcanza. Me detengo entonces. Ella se detiene más allá de las vitrinas, pero seguimos viéndonos. Deslizo mi mano por el pecho y sigo la línea de los botones de la chaqueta. Descendemos ambos, sincrónicamente, y siento la llegada de mis dedos antes de que se produzca: al mismo tiempo distingo los suyos sobre la falda, jugando alrededor de la zona que nos impulsa a continuar, rodeándola con levedad, en un gesto repetido que termina por llamar la atención. Aparto la mano, y ella, adivinando, la aparta simultáneamente. Por un instante ha habido cierta reencarnación en el ritual: de repente he cerrado los ojos y me he sentido con los muslos desnudos, al descubierto -la piel delicada y libre palpando el aire de la sala, los roces infinitos de objetos y seres-, protegidos apenas por la nimia barrera de la falda; los pies elevados, los empeines introducidos en angostos zapatos de tacón.

Por un instante estuve desnuda y maquillada. Y por un instante, en ella, imagino verme las piernas cubiertas por pantalones cómodos, el tórax amplio, los hombros anchos, el sexo petrificado bajo la ropa interior.

Caminamos hacia el bar manteniendo la distancia por entre un pasillo de reflejos deslumbrantes. Ocupamos mesas diferentes, pero enfrentadas, y pedimos lo mismo: copas de cerveza. Sonrío hacia mi reflejo, el mentón apoyado en la mano, y ella, allí, en ese otro extremo inaccesible, me sonríe con dulzura. Muevo los labios en un «te amo» silencioso que ella imita. Sirven nuestras copas casi a la vez camareros colaboradores y alzamos ambas en un mismo brindis.

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