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Descubrí la flor junto a su muslo izquierdo, sobre el banco: el gesto de des cruzar las piernas la había revelado. Era una rosa, y parecía recién cortada. Destacaban dos o tres espinas en el tallo, los pétalos se hallaban muy juntos y eran demasiado pequeños. No era una flor bonita, pero no importaba: se trataba de mi premio.

Ella no me miraba: permanecía con el rostro vuelto, los cabellos blancos rozándome. Ofrecida. Durante un instante ese ofrecimiento infinito me trastornó y no supe proseguir: cerré los ojos sin apartar la mano de su muslo derecho, tenso. Gritos de niños y ruidos de barcas me llegaron desde el gran lago cercano. «Te amo», pensé, pero de nada sirvió. Me sentí torpe.

Deslicé entonces mi mano derecha por su pecho: el gabán parecía su propio cuerpo, y me reveló lo que ya sospechaba. Comprendí que, en efecto, se hallaba desnuda. Al tacto comprobé varias veces lo ceñida que se encontraba la falda en la cintura: estaba seguro de que no había ropa interior. Por un instante me sorprendí de que la gente que paseaba ociosa frente a nosotros no lo descubriera también.

Qué obsceno me pareció entonces tocarla: las caricias eran casi imaginarias, porque en ningún momento sentí su piel real, salvo en la mano, pero toda caricia imaginaria -lo supe de inmediato- es terriblemente obscena, toda barrera es justo lo más vulnerable. Porque contemplar su desnudez no es comparable a suponerla, y porque su abandono entre mis manos invitaba al error: semejante a ciertas músicas, su propia facilidad escondía un poderoso desafío.

Por fin, descendiendo por su falda, busqué la piel bajo ella, introduje los dedos con improvisada brusquedad y apreté su muslo con algo más que la simple presión, con algo más que el deseo de que la carne muscular, tensa, se venciera bajo mis dedos, con algo más que el tacto. Fue un error.

Ella se apartó de mí con la violencia del que despierta de un mal sueño: se puso en pie, recogió el bolso y la flor y se alejó por el camino de tierra y hojas.

Me sucedió algo increíble: su huida me excitó aún más que su presencia. De repente toda su figura, su forma de andar, cualquier ínfimo detalle, la levedad con que la brisa agitaba sus cabellos lacios, por ejemplo, o la sombra de sus piernas al moverse, me pareció insoslayable: todo estaba allí, en ella, y yo debía poseerlo.

(En la partitura: sotto Voce, comienzo del segundo tema; el acompañamiento persiste con la misma figura.)

Muy suave siempre: lo importante aquí es que la mano izquierda cambie de tonalidad sin transición ni interrupciones. Es necesario practicar con ella todo el acompañamiento, seguir de cerca al segundo tema, sin variar, para que el conjunto se deslice con fluidez.

La mente se me va al sábado y a nuestro ritual de la flor y no veo mejor lugar para narrar estas impresiones que aquí, junto a las acotaciones que hago a las partituras que estoy estudiando, quizás porque a su modo también son una forma de música. Es curioso, ya que jamás me he puesto en serio a escribir sobre nuestros rituales, pero ahora que lo hago descubro sus misterios.

Realmente, no existen reglas preestablecidas sobre lo que debemos hacer o lo que no: en un ritual todo depende de nuestros sentimientos y reacciones. La única leyes la libertad de hacer y de querer. No hay límites, pero en esto somos como los artistas que realizan acrobacias a gran altura y prefieren no pensar en la distancia que les separa del suelo. N o encuentro sino una sola costumbre, pero ésta tan recia que se ha hecho ley, y, por sus mismas características, simplemente tácita, aunque muy respetada: el silencio.

Blanca nunca me habla y yo procuro imitada, aunque soy en esto -como en todo- mucho menos constante. Algún día escribiré sobre ese silencio, profundizaré en él, y quizás llegue a concluir que es la clave del ritual, no sólo de su desarrollo sino de su interrupción. Algún día escribiré sobre eso, aquí también, al margen de las partituras, o en hojas sueltas junto al pentagrama, y quizás complete por fin la teoría que estoy forjando: quizás hable del silencio del éxtasis y de la adoración; quizás indague en el silencio absoluto de Dios. Pero baste con la intención por ahora.

Volviendo al sábado pasado en el Retiro: la seguí, en efecto, no desde muy cerca, sin saber lo que se proponía, acaso nada. En su conducta a veces no hay intenciones concretas, bien lo sé, aunque carezco de pruebas: Blanca y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, pero aunque eso nos permite en cierta medida inferir los secretos del otro, nuestro saber bordea en ambos una amplia zona de ignorancia: es un conocimiento de sábados nocturnos -y no de todos-, sin más implicaciones que nuestro propio placer. Hacemos y reaccionamos, tan sólo, pero no me parece raro: llega un momento en el que cualquier relación alcanza ese punto. Entonces se dice con frecuencia que «sobran las palabras», pero realmente no sucede así: simplemente carecen de importancia. Pueden existir, quiero decir, sin que el silencio se quiebre.

Me gustaría, por lo tanto, narrar nuestro encuentro del sábado sin reflexionar sobre él: sucedió, simplemente, y nosotros hicimos lo que quisimos hacer. Ninguno de los dos llegó a meditado, y el final-si de eso se trató- fue recién creado. Desearía decir, por ejemplo, que la seguí hasta alcanzada por fin entre los árboles, hacia donde se había dirigido, pero me equivocaría, y lo mismo si hablara de «perseguir», «huida» o «lejanía»: sólo si se entiende que «ir tras ella» era «ir con ella» puedo continuar, no tengo otra forma de expresado.

Es posible que todo resulte menos complicado si hablo de imágenes: tengo en la cabeza la visión de dos botones blancos y simétricos, los que adornaban su gabán negro por detrás, sobre una especie de ancho cinturón de la misma tela de charol. Tengo esa imagen aquí, conmigo, y quisiera compartida: el lento, rítmico balanceo de sus caderas, el vaivén de sus pasos, pero sobre todo aquellos botones casi a la altura del inicio de sus nalgas, ondulando ante mis ojos, y su talle delgado, su silueta femenina, el pelo blanco en cascada sobre la espalda.

Y la forma en que me aguardó: se desvió del camino sin apresurarse y empezó a avanzar por entre la hierba. Nada tenía de invitación aquel gesto, y ella no miró hacia atrás en ningún momento, pero la seguí. Entonces, en algún punto, quedó inmóvil. Y fue así: con las piernas muy juntas, los tobillos unidos, las manos en ambos brazos revelando la flor que sostenía sobre el derecho, la perfecta simetría de su pelo en vertical. Tras un instante de vacilación, supe lo que tenía' que hacer: me acerqué a ella hasta rozar su espalda y me arrodillé.

No era aquélla una zona especialmente frecuentada del Retiro, menos en esta época del año y con la tarde declinando, pero aun así había curiosos. No me importó. Han dejado de importarme las cosas junto a Blanca. Simplemente me arrodillé, deslizando mi rostro por su espalda, percibiendo su piel debajo, la suave elevación de la falda, a la vez que envolvía sus piernas con ambas manos, apretándolas como si quisiera despojada de las medias.

Acariciar sus piernas esbeltas me produjo dolor: no puedo explicar ese dolor. Quizás es inevitable cuando se percibe algo tan hermoso, o quizás se trata de la enorme mentira de la posesión, porque cuando creemos poseer, perdemos. Recuerdo que apoyé la mejilla sobre sus muslos juntos y noté que mis ojos se humedecían. De repente sentí la necesidad imperiosa de protegerla para siempre: ese sueño que tenemos alguna vez y del que nunca despertamos del todo, y que nos asegura que realmente somos necesarios para la vida de alguien. Blanca se' liberó de mi abrazo y volvió a apartarse de mí, aunque con menos violencia, como si algo dentro de ella no lo deseara. Me incorporé y sacudí mi ropa. Fui apenas consciente de que algunas personas nos observaban, y eso me divirtió.

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