– Tengo mi propia vida -se encogió de hombros cuando acabé.
– y quiero que la sigas teniendo -repliqué.
Me dijo entonces que sólo eran canutos, marihuana, pero yo le dije que me daba igual: era droga, y la droga mata. En realidad no fue una discusión: Lázaro y yo jamás discutimos, tan sólo intercambiamos opiniones. Yo le expliqué lo que iba a hacer, también con suprema tranquilidad: pediría hora para él con un psicólogo o un médico, un profesional que le ayudara a sobrevivir sin muletas de ese tipo. Le dije igualmente que había tirado a basura todos los canutos, o lo que fueran. Él no me miró al preguntarme, por fin:
– ¿Puedo irme ya?
– ¿Adónde?
– A mi habitación.
Respiré hondo y le dije que sí. Entonces se alejó por el pasillo. Le llamé:
– Sólo intento ayudarte.
Ni siquiera se detuvo. No hemos vuelto a hablar del tema.
Ritual de la danza
Nocturno en mi bemol mayor opus 9 número 2
(En la partitura: se inicia el tema, andante, con cierto ritmo de vals, espressivo y do Ice; acompañamiento marcado con pedal.)
Mantener el ritmo constante aunque con sutiles variaciones que no deben estorbar al conjunto es uno de los mayores desafíos de interpretar a Chopin. Resulta difícil dominar esa técnica especialmente aquí, en que la mano derecha lleva toda la melodía y la izquierda apenas se aparta del ritmo de tres corcheas a 12/8. Sin embargo, es necesario adiestrar los dedos en este lento bailable para ejecutar todo el Nocturno con la adecuada fluidez.
El gabinete, que elegí al azar, está situado en una bocacalle de Princesa, y posee espejos y cristales rectangulares, como una casa formada sólo por ventanas o un frágil laberinto. Hay música ambiental en la recepción y enormes cuadros abstractos que relajan la mirada: círculos, espirales, vacíos realizados en un solo color. La doctora que me atendió, Verónica Arcos, también elegida al azar (y creo que con mucha fortuna), es bastante joven, le calculo unos treinta años, y lleva el cabello rizado y espeso como melena de león; posee además un rostro particularmente agradable y una atractiva figura que no desdeña mostrar: vestía un modelo de firma en una sola pieza de color amarillo fuerte y muy breve, con medias negras; los muslos, largos y modelados, captaron inevitablemente mi atención. Un broche dorado, que después, en una conversación más relajada, supe que imitaba a Quetzalcóatl, se asentaba sobre la convexidad de su pecho izquierdo, y de vez en cuando ella lo repasaba con sus largos dedos, provocando reflejos. Cuando la vi por primera vez pensé en una sirena: al levantarse y saludarme, sus piernas, ceñidas por las medias negras, me parecieron casi obscenas, pero al volver a sentarse y entrelazar sus manos con dedos de uñas sin pintar adoptó un aire completamente opuesto al erótico; excitante de cintura para abajo, profesional por encima, híbrida, con un tono de voz también confuso, grave, en desacuerdo con la feminidad de su figura. Creo que la noté al principio un poco tensa, pero puede que fuera mi propia tensión. Un espejo (después pensé que escondería un cristal unidireccional) nos reflejaba con limpia exactitud desde la pared opuesta a la puerta.
– ¿Puedo fumar? -le pedí.
No puso objeciones, y sin embargo creí necesario aclarar algo:
– No suelo fumar. En realidad, casi nunca lo hago. Pero es que ahora estoy nervioso.
– ¿Por lo de su hermano?-dijo.
Encendí un cigarrillo mientras asentía:
– Sí. No sé cómo voy a solucionar este problema. Es muy joven.
– Creo que me dijo que tenía dieciocho años -replicó sin ninguna entonación.
– Para mí, eso es ser muy joven -dije.
– Ya.
Sucedió algo que debo calificar cuando menos de curioso: yo era el que traía todas las preguntas, pero ella me hizo muchas más. De repente fui consciente de que estaba suministrando explicaciones a la defensiva, como si hubiera sido ella la que hubiese concertado aquella cita. La sutil metamorfosis (de interrogador a interrogado) fue tan leve que apenas la percibí hasta un instante después: para entonces ya había respondido algunas cosas.
– Tengo entendido que vive con usted -su sonrisa perenne seguía revelando tensión, pero eso, sin saber por qué, me agradaba.
– Así es.
– No recuerdo si son más hermanos en la familia.
– No. Sólo Lázaro y yo.
– Y usted está soltero.
Abrí la boca para responder, pero ambos parecimos damos cuenta al mismo tiempo de la extraña improcedencia de la frase.
– Quiero decir, que viven solos -dijo entonces.
– Sí.
– ¿Sus padres fallecieron?
– Sí. Mi padre hace diez años. La madre de Lázaro hace cuatro años.
– Lázaro es hijo de un segundo matrimonio de su padre…
Su forma de preguntar afirmando al mismo tiempo, como si ya conociera todas las respuestas, me asombraba:
– Eso es.
– Y no tiene a nadie más en el mundo.
Asentí. Ella agregó:
– Está en la edad de desarrollar una dependencia afectiva muy fuerte: la entrada en los dieciocho años es siempre problemática.
– Puedo comprenderlo.
– Y a veces esa dependencia de afectos es sustituida por otra clase de dependencias, ¿comprende?
– Se refiere a las drogas.
Dijo «ajá» mientras asentía. Sus dedos palpaban el broche de Quetzalcóad sobre el firme pecho izquierdo.
– ¿Hay algo que podamos hacer? -pregunté.
– Si Lázaro no quiere que le ayuden, me temo que no -respondió-: es muy joven, pero ya es mayor de edad. ¿Cree que accedería a venir a nuestra consulta?
– No lo creo -dije con sinceridad y fumé un instante en silencio. Entonces agregué-: Va a pensar usted que soy un idiota…
– ¿Por qué?
– Por haber venido solo… como si la ayuda la necesitara yo -sonreí.
Ella quiso tranquilizarme, pero me sentí ridículo después de haber dicho eso. Dejé de mirarla y concentré mi atención en la pulcritud de la mesa que nos separaba.
– ¿Qué relación mantiene con Lázaro? -preguntó amablemente.
– Muy escasa: él vive su vida. Pero me admira.
– ¿Le admira?
– Piensa que soy un genio de la música -casi me avergonzó la carcajada que solté. Le expliqué entonces que yo era profesor de piano en un conservatorio y que de vez en cuando ofrecía recitales de compositores clásicos. Amplió su sonrisa, pero esta vez no advertí en ella ninguna clase de tensión.
– Me fascina el piano -dijo en un tono que parecía (y quería parecer) sincero.
Y pasamos sin transición, con esa facilidad que sólo otorga el diálogo entre desconocidos, a hablar de compositores: mencioné a Schubert y a Beethoven, pero le dije que sobre todo me gustaba Chopin, y ella replicó que eso revelaba a una persona «muy romántica», y que Chopin también era su favorito y poseía toda su obra. Hablamos entonces de pianistas célebres, y yo me dediqué a ejercer de crítico musical con cierta mordacidad que pareció divertirle. Me escuchó con interés y contribuyó con breves opiniones que admití como sinceras: tengo olfato para identificar al melómano devoto, y supe que ella lo es.
Cuando finalizamos aquel improvisado intercambio de intimidades ninguno de los dos pareció dispuesto a reanudar el tema de Lázaro. La doctora Arcos se puso en pie, lo que consideré como una despedida formal, y me pidió que regresara la semana próxima, a ser posible con mi hermano. Sin embargo, insistió especialmente en que viniera yo, aunque fuera solo. «Es necesario», me dijo, «ayudar a Lázaro.» Me acompañó hasta la puerta, y por el pasillo vi entrar y salir de sus despachos a otros probables psicólogos. Nadie me miró pero todos sonreían, como preparados para soportar cualquier mirada como la mía: pensé sin querer en un almacén de ropa lujosa y en dependientes que iban y venían desde los probadores. Ropa adecuada, talla adecuada. O quizás un extraño y armónico baile entre desconocidos en un salón aséptico de madera noble: movimientos, gestos, cuadros geométricos y espejos que reflejan a los bailarines.