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Hallé también su blusa, inmóvil sobre el respaldo de la silla, en mi dormitorio; y su falda, plegada bajo mi almohada. Las largas medias negras con liguero aparecieron extendidas sobre el teclado del piano, la otra noche; sus gafas de sol, con su mirada ausente, reposando sobre la mesa. Todo impregnado de su perfume, lleno de su presencia, como si se hubiera despojado de cada uno de estos objetos en un solo instante y me aguardara desnuda y oculta, por sorpresa, como su propia ropa.

Por fin, hoy sábado, encontré su pelo blanco sobre la alfombra del salón. He construido con todo esto, en la soledad del ritual, una mujer invisible y vacía sobre la cama: cabellos, gafas de sol, blusa extendida, minifalda, medias. Entonces retrocedí para contemplarla y sonreí: allí estaba, por fin, todo lo que es ella y que ella oculta cuando se muestra, pero que se revela con fuerza cuando no está. Por fin ella misma, ya que ella misma no existe: en esa interrupción, en ese abismo entre sus prendas, en esa nota de su silencio que también es música, y que se percibe precisamente porque no se escucha, porque no suena.

Y me he desnudado por completo -del todo por fin, frente a ella- y me he entregado a este fantasma; he abrazado sus esquinas vacías y besado los cabellos falsos y los ojos invisibles de sus lentes. Mi deseo dio forma a su cuerpo: desde mi sexo percibí su propio vientre, extendiéndose, ascendiendo; mis manos se cerraron sobre sus pechos recientes; mis piernas, entrelazadas, crearon las suyas; mis labios besaron por fin sus labios de seda, tras una agonía solitaria.

Hice el amor, penetré ese vacío ofrecido -si alguna vez se ha hecho el amor, o ha tenido algún sentido esta misteriosa frase diaria, ha sido en este instante-: un amor tan invisible como ella, pero «hecho» allí, sobre su ausencia. He murmurado: «Blanca», confuso de deseo. Y toda la noche anidé entre sus formas. Y el sueño las encarnó en una criatura perfecta.

Ritual de la muñeca

Nocturno en do menor opus póstumo número 8

(En la partitura: ritmo lento, melodía de corcheas y semicorcheas; ballet triste.)

Un cuerpo se mueve en la oscuridad mientras tocamos. Es posible vedo, sentido: el aire se agita a su alrededor. En este Nocturno es fundamental mantener la atmósfera de danza lenta, de ballet clásico: evoca la aparición de una muñeca en una caja de música.

Queda una semana justa para el recital: será el miércoles que viene. Pero estoy en el extremo opuesto a la ansiedad: llevo demasiado tiempo con la carga de estas melodías en mis manos y estoy deseando entregada. Más bien es la espera lo que logra impacientarme. También la soledad: pensar en Verónica y en su abandono repentino de nuestro pacto. Y soñar con que ella pueda compartir mi dicha algún día, y me comprenda. Para ello me propongo hacerla venir este sábado y regalarle algo: regalarle mi mundo.

En el buzón, esta mañana, el aviso innecesario de nuestro ritual: un pequeño recortable infantil en cartulina amarillenta. Pero la muñeca que encierra bajo los vestidos plegados no es enorme y redonda como las de ahora, sino esa clase de esbelta dama de ojos grandes pintados de azul con el aspecto distinguido de una princesa.

El regalo perfecto.

(En la partitura: desarrollo persistente del tema con variaciones en semicorcheas; danza de resorte, de mecanismo de cuerda.)

Ocurrió lo que debí pensar que ocurriría. Sin embargo, y aunque no me lo esperaba, aceptó venir a casa y compartir unos instantes conmigo. Fue puntual: llegó a las nueve y media, cuando había empezado a pensar que no vendría. Siempre tan vital, tan directa -chaqueta, falda gris, elegante- que todo lo falso se revela a su alrededor irremediablemente; tan real que mi mundo parece siempre ficticio junto a ella. Le dije:

– Me alegra mucho que hayas venido, Verónica.

– Creía que los sábados no recibías a nadie, salvo a Blanca -replicó.

Mis ojos se detuvieron con exactitud en su mirada:

– He hablado con ella, y está de acuerdo -dije-. Hoy vendrá y podrás conocerla.

No supo contestarme: sonrió, parpadeó varias veces como si la cegara una luz poderosa. Había encendido su primer cigarrillo y se ajustaba imperiosamente los bordes de la falda sobre las rodillas. Me adelanté a su réplica sonriendo:

– Estás muy hermosa. ¿Te lo ha dicho el hombre con el que sales?

– Es de pocas palabras -sonrió.

– Mejor así -dije.

– ¿Piensas mudarte? -señaló el piano en el salón, que se hallaba cubierto por una gruesa sábana azul, aglomerada sobre la tapa en bultos irregulares.

– No. Pero hoy no quiero tocar-dije.

Me miraba con cierto asombro triste: consideré de repente que algo había retrocedido entre nosotros al primer día, algo había detenido un tiempo completo de intimidad, y ahora ella volvía a ser psicóloga y yo músico, o quizás cliente, y sus ojos me contemplaban con un interés distinto, repleto de pensamiento. Por lo demás, se hallaba nerviosa, impaciente, poco propicia para revelaciones o sorpresas: lo percibí en su lejanía, en la manera de relajarse apoyando la cabeza en el sofá y lanzando el humo hacia el techo, como si pretendiera demostrar que aún era una «buena amiga» y me otorgara con ese gesto su confianza. Dijo algunas cosas sobre los cuadros del salón mientras yo servía bebidas, se detuvo en la imitación picassiana que poseo sobre los acróbatas del circo y me insistió -no sé por qué- en que leyese a Rilke. Por fin se adaptó al silencio, pero inquieta; el mío propio, persistente, la provocó como una tentación a lanzar más y más frases sin trascendencia hasta agotar incluso aquellas que un hombre y una mujer se dicen cuando no desean serio: cuando desean mostrarse sólo personas; pero recaló en el silencio como en una cosa que no fuera su meta, ni su deseo, sino algo que encuentras al final de un camino y que salta a tu paso; evitó el juego de mis miradas y dejó transcurrir el tiempo, indefensa ya.

Yo no me había sentado: me recostaba en la pared, entre el piano cubierto y ella, y hacía entrechocar los hielos del vaso con cierto aire culpable. Ella dijo entonces:

– ¿Y bien?

Yo pensé que existen varias clases de silencio: mi preferido, como artista, es la expectación, el preámbulo lleno de sugerencias que precede siempre a algo. Lo noto en la mirada del público, detenida en mi perfil cuando me acerco al piano, ya sentado, y me dispongo a tocar; pero también en los roces innumerables de las cosas, que forman el sonido de la inquietud. Verónica, por ejemplo cruzó y descruzó las piernas en un gesto cansado, se removió con sutileza en el asiento, volvió a beber y a fumar, pero siempre «expectante», aguardando aquello que yo tendría que decirle, o aquello que iba a ocurrir.

– Hablaste de un abandono -dije entonces-, pero yo te propongo compartir.

– ¿Qué?

La observé: su gesto de sorpresa me gustó peligrosamente. Inquieta esa vitalidad de Verónica para lograr despojarse de su hermosura -que la tiene, sin duda- y mostrar una expresión de desagrado o de disgusto que, sin embargo, entusiasma porque es irrepetible: no hay foto que le haga justicia, ni pintor que pueda reflejarla. Se trata de un conjunto de muchas cosas, demasiadas para el ojo de cíclope del arte: su aliento mismo, el mohín de sus labios gruesos, los frunces de su frente, las cejas sorprendidas, no sé, incluso la manera en que sostiene entonces el cigarrillo, o proyecta el cuello hacia delante. Es algo tan difícil como la vida, y ella lo posee.

– Compartir -repetí, y desde la pared extinguí las luces, salvo aquellas que descendían en torrente sobre el piano cubierto. Procurando abreviar la pausa, busqué los mandos de mi equipo de música y comenzó en nuestros oídos, sincrónicamente, la débil melodía del Nocturno póstumo, número 8, que evoca ese baile triste con el que todos los grandes compositores suelen zanjar los monumentos de sus obras, esa última tonada sencilla que oímos mientras pensamos: «Suena a muerte».

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