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Bailábamos con la sinceridad del deseo.

Afirmé aún más las manos en su delgadísima cintura y caminamos hacia la pared cercana. Ella se dejó pero no quiso ayudarme. Cuando no tuvo ya más espacio para retroceder, separó las piernas y el vestido se alzó con el gesto. Presioné mi sexo oculto contra el suyo, retrocedí y volví a presionar. Oí sus jadeos, abrí los ojos y apenas vi su rostro entre la confusión de cabello blanco. Sus manos, agazapadas sobre mi pecho, me sujetaron, como si se hallara próxima a un terrible abismo. Moví mis caderas y sentí de nuevo el torpe restregar de labios ocultos de nuestros sexos. Ambos nos movíamos con la exacta repetición del placer solitario, y fue comprobar sus caderas, sus piernas separadas, el balanceo contra mi vientre, la transformación sin pausa del baile en aquella masturbación mutua, lo que apresuró mi final. Ahora imagino que habíamos cumplido con el sentido justo del ritual: ¿acaso no estábamos haciendo danza? Esta barrera de manos y vestidos, estas sensaciones bloqueadas de besos que no lo son, de caricias que deben conquistarse, este ardor que se vacía en secreto, bajo pantalones y faldas, ¿no son el objeto del baile? Desnudos en una cama no lo hubiéramos sabido; jamás habríamos imaginado la pasión que puede surgir de la negación perenne del deseo que se afirma: este terrible contraste entre pureza y cuerpos que constituye el baile.

Pero eso es lo que era, una danza, no un sueño, y casi en la frontera en la que ya es imposible detenerse, elevé las manos, la cogí de los brazos desnudos y la aparté de la pared. Giramos entonces, muy juntos, una, dos, tres veces, hasta que el vértigo nos detuvo; comprobar su torpeza, el trastabilleo momentáneo de sus pies y ese impulso de querer apoyarse en mis brazos me hizo dar el último paso: me apreté contra ella, ya en el vacío, y acerqué sus nalgas con fuerza, hasta que el golpe contra mi cuerpo las hizo temblar, y palpé ese temblor de carne con la mano abierta. Ambos nos movimos como si quisiéramos avanzar por entre el cuerpo del otro, como si no nos viéramos y el encuentro fuera inevitable y casi doloroso. Tuve el repentino deseo de sentida desnuda en ese instante, y mis uñas se cerraron sobre el borde final de su falda, pero se hallaba tan tensa que sólo conseguí daño y gemidos.

Aquel deseo insatisfecho precipitó mi placer: me apreté contra ella como un luchador cansado, y me sentí un niño feliz mojando mi ropa interior, percibiendo el tibio flujo deslizarse por mi muslo bajo el traje. Volví a presionar mi sexo contra el suyo y moví todo su cuerpo sobre ellos, como una mano delgada y alta que me acariciara. Gemiste y me oíste gemir, Blanca, y abrimos los ojos a la vez y vimos nuestro placer en el rostro del otro.

Cuánto la quise en aquel instante y qué felicidad descubrir con violencia que la soledad, después de compartir un momento así, ya siempre será imaginaria (descubrirlo y olvidarlo, como un relámpago).

(En la partitura: de repente, senza tempo, grupos de semicorcheas en la octava superior girando alrededor de una misma nota.)

Mientras la música recapitulaba en paz ella se separó de mí, pero fue más un desprendimiento: primero apartó su cuerpo, después se deshizo de mis brazos, por último abandonó mis manos, mi mano, mis dedos, y retrocedió por fin hacia la oscuridad, ya en el vacío. Me dio la espalda y el Nocturno finalizó sobre la imagen de su silueta delgada. Ella misma apagó el equipo de música, cogió su abrigo y se marchó. Descubrí antes la soledad del sonido de sus zapatos altos, del perenne bajo continuo de la lluvia detrás, en la ventana.

Escribo sobre la época en que Chopin conoció a George Sand, uno de sus períodos vitales más intensos: preparé dos borradores con sucesos biográficos, pero los he desechado. Al final le otorgué supremacía a la pura invención, porque todo lo que se narra sobre él es muy inferior a la ambigua y hermosa respuesta de su música.

Es preferible mentir, por lo tanto. He aquí el resultado:

«¿Qué opinaría el maestro al verla por primera vez?

(Se discute cuándo fue.) Ella solía vestir ropas de hombre y fumaba cigarrillos, lo que constituía todo un capricho exótico para las damas de la época. Además, era culta y refinada, escribía libros, y su carácter, desenvuelto y enérgico, contrastaba con el del joven maestro, siempre reservado y melancólico.

Aquel día de finales de 1836 (una furiosa lluvia golpeaba París) Chopin recibía en su casa: entre los invitados, la fastuosa celebridad de Liszt y su amigo y confidente Grzymala, pero particularmente la mujer que protagonizaría sus sueños de enfermo.

Ella vestía chaqueta y pantalones de amazona. Llegó tarde, se hizo esperar por todos. Pero logró entrar en el momento perfecto: con Pryderyk al piano interpretando una de sus composiciones (he soñado con que fuera el Nocturno en mi bemol, opus 9), de tal manera que la música pareció creada para recibir/a. ¿Elevó él los ojos de las franjas del teclado y fue consciente de la presencia de aquella figura ambigua? Ella era como un muchacho muy hermoso, de pelo más bien largo, chaqueta añil, botas negras y fusta de montar. Su mirada, entre dura y divertida.

– ¿Madame? -interrogaría cualquiera.

– Lamento la demora.

Alguien ordenaría silencio. El piano trazaría los últimos y dulces arabescos.

La imagino contemplando a Pryderyk en ese silencio transformado, la fusta entre sus manos enguantadas, la sonrisa, como la fusta, curva y heridora.»

Ritual del espejo

Nocturno en si mayor opus 9 número 3

(En la partitura: allegretto, ritmo sincopado, scherzando, repleto de cromatismos en su repetición.)

La melodía se desliza con la suavidad de la niebla, sensualidad en el ritmo de la mano derecha, imagen que se desvanece y acude, como un sueño de opio: a veces parece perderse sin remedio, en elleggierissimo de las semicorcheas, para después recuperarse casi con ingenuidad y afirmarse otra vez, dulce, provocadora.

Una melodía tan dulce. Y nunca llega a desaparecer del todo, como ocurre con los dos Nocturnos anteriores: la mano derecha aquí debe, por tanto, servir a esta omnipresencia y evitar las interrupciones. La variación de la melodía es como una prolongación de ella misma, el reflejo en un espejo ondulado.

Toco las manos de Elisa mientras ella toca las teclas, y percibo su tensión. Toco sobre ella sin sonidos y me sorprendo de la recia tirantez de sus tendones. Casi es divertido, y desde luego hermoso, verla tan nerviosa. Su preocupación, al recorrer la distancia de mi edad, llega hasta mí convertida en una broma: ¿qué estalla dentro de ella y por qué ocasiona dentro de mí ese silencio alegre? Y, sin embargo, ambos estamos tensos.

Con algunas personas la relación se vuelve un arco: sólo se aprecia si se fuerza, si se lleva hasta el límite, si se bordea de continuo esa frontera tenue más allá de la cual yace la amenaza de rotura. Con Elisa todo es un arco tenso, y la flecha apunta a ciegas hacia mí, hacia ella, incluso hacia sus manos, como el dedo de una veleta. Precisamente, en la música, ese reflejo de lo que no nos decimos: hoy, el estudio de Czerny sonó como a través de una garganta cerrada, entre resquicios, inflexible pero también perentorio. Era una exclamación (otros días ha sido un ruego, o una propuesta tímida), un brusco imperativo, una exigencia urgente. He cogido sus manos entonces, que se han separado de las teclas con los dedos inmóviles en el vacío, aún tocando notas invisibles, aún preparados para agitarse como arañas blancas. Sonreí ante su sorpresa:

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